La seguridad en el Norte Grande chileno

Pablo Flores
Mi viaje al Norte Grande chileno
5 min readJan 26, 2015

Cómo casi me robaron, dos veces, en la terminal de ómnibus de Calama, y cómo podés evitarlo.

Para los argentinos, Chile está rodeada de un aura legendaria de seguridad estricta y (según quién lo vea) marcada por el pasado dictatorial aún reciente y por una actitud de respeto-guión-miedo a la autoridad policial. Ésa no fue nuestra experiencia. No vimos ni más ni menos carabineros ni otros miembros de las fuerzas de seguridad que los que se pueden ver en cualquier lugar de Argentina. Por otra parte, no salimos de noche ni transitamos por lugares muy oscuros ni de aspecto obviamente inseguro. En resumen, esto quiere decir que no me siento calificado para aconsejar a nadie sobre la seguridad o falta de ella en el Norte Grande chileno… con una excepción.

Debido a nuestro itinerario nos vimos obligados, al salir de San Pedro de Atacama, a pasar por Calama rumbo a Iquique. Teníamos que hacer una conexión en bus. Tomamos primero un bus para un viaje de una hora y veinte minutos, más o menos, desde San Pedro, y después nos quedamos esperando la conexión a Iquique en la terminal de ómnibus de Calama. Allí transcurrió el único incidente de inseguridad que presenciamos.

Terminal de Buses de Calama (foto de Google Street View).

La cosa ocurrió así: un par de chicos jóvenes, con pinta de asiáticos (según deduje de los caracteres visibles en su guía de turismo, coreanos) viajaron con nosotros desde San Pedro y esperaban, probablemente, otro bus, como nosotros. Estaban sentados en un banco vecino en la terminal. Mi esposa notó en un momento dado (pero me lo comentó luego) que uno de ellos buscaba algo en el suelo y alrededor de un cesto de basura; al rato apareció el otro con un par de policías, y hablando en un inglés entrecortado los dos le relataron lo que le había ocurrido a uno de ellos. Quiso la suerte que yo fuese un curioso entrometido y que entendiese ese inglés entrecortado. El chico explicó que un hombre se había acercado, se había inclinado a recoger unos billetes (tres dólares, dijo) del piso, y luego le había preguntado a él si eran suyos. No entendí más, pero de alguna forma eso había terminado en que le habían robado un bolso o mochila con dinero y hasta los pasaportes. La policía les dijo “vamos” y se fueron.

Mi esposa fue al baño, encargándome que estuviese atento. Me quedé con las dos mochilas de mochilero, bien pesadas, y mi mochila más pequeña que servía como equipaje de mano. Era pasado el mediodía, el lugar era un pasillo abierto y había luz y una vendedora en un puesto de bebidas y golosinas a pocos metros, por lo cual mi nerviosismo se dirigía más a la tardanza de mi mujer en el baño (con ladrones dando vueltas por ahí, pensé) que a lo que pudiera ocurrirme a mí. Al cabo de un rato, un hombre de mediana edad se acercó a mí y simuló (bastante bien) que se le habían caído unos billetes y que no podía agacharse a levantarlos. Vi el verde de los dólares y comprendí que estaban tratando de hacerme la misma jugarreta, de manera que cuando el tipo, fingiendo dolor de cintura, me pidió por gestos que le alcanzara por favor el dinero, no me moví del lugar.

Al cabo de un momento apareció otro hombre, que se inclinó, fingió estudiar la situación, tomó los billetes e hizo como que no entendía qué pasaba, preguntándome de nuevo a mí si los billetes eran míos. “No, no son míos, son del señor”, dije, y los miré a los dos muy feo como para que se dieran cuenta de que podía reconocerlos. Cada uno se fue por su lado, pero noté que el segundo hombre se quedaba parado al final del pasillo y miraba cada tanto en mi dirección. Al ratito se fue también. Mi esposa no llegaba (los baños de mujeres tienen ese problema…) y yo estaba muy nervioso, aunque sólo porque había tenido que dejar escapar a dos ladrones sin poder denunciarlos (no podía mover todo el equipaje yo solo y no iba a dejarlo fuera de mi alcance ni un segundo).

Unos instantes después escuché el sonido de unos golpecitos en el vidrio a mis espaldas (del lado de las plataformas de los buses), a la izquierda. Me di vuelta; era el segundo ladrón, gesticulando y haciéndome unas señas con las manos. Negué con la cabeza y me volví. Con el rabillo del ojo llegué a ver movimiento a mi derecha, y sin pensar, como en un acto reflejo, salté del banco y manoteé la mano de la persona más cercana. Era el otro ladrón, que aprovechando los pocos segundos de mi distracción, ya estaba llevándose mi mochila de mano. La soltó sin ofrecer resistencia, y sin una palabra desapareció de mi vista. La empleada del puesto de venta, situado a tres metros de allí, debe haberlo visto todo, pero no hizo gesto alguno; el único agente de seguridad de la terminal estaba convenientemente en otra parte. Fue bastante evidente que en la terminal de Calama, que a fin de cuentas es bastante pequeña, todos saben quién y cómo se roba, pero nadie hace nada.

Mi esposa volvió y le conté lo ocurrido. Abrazamos nuestras cosas y no las soltamos. Pero la cosa no terminó allí. En la plataforma había más gente, por lo cual, ya que el bus estaba por llegar, nos pasamos a ese lado. Al coreano y a mí nos habían podido sorprender por estar solos. A unas pocas decenas de metros, en la reja exterior de la terminal, me pareció ver una figura familiar. Era el primer ladrón (el de los billetes), que parecía estar descansando. Subimos finalmente al bus y, mientras esperábamos que saliera de esa maldita terminal, vi al otro ladrón. Parecía que hablaba por celular. Pocos minutos después observamos cómo el primero, sin duda avisado por su socio, se acercaba a un hombre sentado en un banco a la entrada de la terminal, le quitaba un bolso de mano y se iba muy campante sin que su víctima notara nada. No podíamos bajarnos a las corridas del bus a buscar a un policía, y de todas formas los dos ladrones ya estaban fuera de la vista. Partimos de Calama, así, nerviosos y furiosos de impotencia.

El mensaje para quien pase por Calama es, por lo tanto: cuidado con distraerse. Hay que llevar el dinero y los documentos encima de uno y pegados al cuerpo, tener siempre sujetos de una correa los bolsos, carteras y mochilas, y si es posible, no quedarse solo. Y tener muchísimo cuidado si un desconocido pide ayuda para algo que implique soltar lo que uno está agarrando. No quisiera hacer extensiva esta advertencia a todo el Norte Grande, aunque dudo que esté de más. Estas precauciones no sirven, por supuesto, si uno es víctima de un asalto violento, pero son formas sencillas de frustrar a estos artistas de la distracción y el sigilo.

--

--

Pablo Flores
Mi viaje al Norte Grande chileno

Escritor en progreso, ex bloguero viajero, tuitero malo, abogado del diablo. Pienso, narro y lo ofrezco. Mis libros → https://leanpub.com/u/pablodf76