… y el astronauta hospitalario junto al expositor de dulces.

El bosque sin árboles

La Maté Maté
Mochila Astrológica
8 min readJan 10, 2016

--

Se citaron un jueves, después de las fiestas, en la cafetería de siempre, la de los sanguinarios óleos de cacería, el gramófono fantasmal y polvoriento y el astronauta hospitalario junto al expositor de dulces. Escogieron una mesa que invitaba al análisis de los viandantes, con vistas a la calle húmeda; pronto surgió el camarero, las tazas de chocolate. Y poco a poco, entre refinados sorbos, se fueron poniendo al tanto de sus días sin verse. Lucía, enfrascada en una ambiciosa traducción, apenas había percibido el transcurso de las Navidades. Leandro sí había disfrutado de las vacaciones en el pueblo, con sus banquetes familiares, el rescate de lecturas favoritas, las solitarias caminatas por la sierra.

A la hora de marcharse, pero antes de pedir la cuenta, y con una sincronía angelical, cada uno le entregó al otro el regalo -retrasado- de Reyes: Leandro recibió un libro de fotografía antigua, varios aparejos de pesca; Lucía, un precioso brazalete de cobre y un sobre que, en su interior, custodiaba dos entradas de teatro. Eran para el sábado de la semana siguiente:

- ¿Podrás? –preguntó él.

- Faltaría más -respondió ella.

Como siempre, Lucía insistió en pagar y, como siempre, Leandro no se lo permitió. Después deambularon ligeros y silenciosos por el centro de la ciudad hasta alcanzar la parada de bus de ella, donde se despidieron con la cordialidad de costumbre; esa que, secretamente, desde el principio, habían estipulado y los mantenía libres, felices y correctos.

La semana terminaría veloz y se reanudaría aún más deprisa. En los exiguos descansos que le toleraba el proyecto, Lucía se recreaba con el encuentro del sábado. Así, cuando el día llegó, trabajó sólo hasta la sobremesa; después del almuerzo, se bañó con sales y, luego, en su dormitorio, rescató las prendas, tal como había planificado: dispuso un costoso vestido verde de una pieza, unas delicadas medias de tacto oscuro y unos zapatos planos, sencillos y coquetos. La llovizna la inspiró a protegerse con un gabán heredado aunque le costó decidirse por el paraguas correcto. En su muñeca izquierda brillaba el brazalete.

Leandro la aguardaba en la parada de autobús, con sombrero de detective y ese aire suyo despistado. Ella desplegó el paraguas y divertidos, apretados uno contra el otro, caminaron por las calles encharcadas mientras él relataba algún episodio absurdo y estupendo de sus clases en la universidad. Lucía lo escuchaba sin mirarlo, feliz por aquella escapada, por aquella breve pausa en su trabajo, los ojos bien abiertos y atentos a los escaparates, al vapor de los restaurantes, al tráfico y gentío.

El teatro resultó esconderse en una placita de suelo adoquinado. Un grupo de personas conversaba, animado, ante la entrada del local; la lluvia había remitido.

- ¡Qué ilusión! -exclamó ella, mientras cerraba su paraguas y alzaba la vista hacia el cartel.

La obra, titulada El bosque sin árboles, se anunciaba en un rótulo simple y hermético y, aunque Leandro ya la había visto, tan sólo volvió a adelantarle que tampoco ella podía perdérsela.

Prefirieron entrar. El chico de los billetes elogió el atuendo de Lucía y esta le regaló una sonrisa suntuosa. Después, Leandro y ella pasaron a una sala fría y moderna, un cuadrado de techos altos y corte industrial, con capacidad para apenas un centenar de espectadores. Sobre el escenario se reconocían columnas de madera, siluetas de ardillas y pájaros en origami pendientes de hilos, sacudidos sin consuelo por algún ventilador oculto. Lucía y Leandro ascendieron por las gradas hasta la fila de sus asientos – butacas rojas de cine- y se acomodaron, agradecidos por la excelente visibilidad. Ella permaneció tiesa y emocionada, el gabán puesto, intentando ahuyentar cierta humedad que le calaba los huesos, y curiosa de lo que sucedía a su alrededor. Leandro se disculpó para acudir al baño antes que la obra comenzara.

Durante sus observaciones, Lucía se maravilló con algún peinado excéntrico, alguna combinación arriesgada de prendas, alguna pose. Le pareció reconocer varios rostros pero, en realidad, eran sólo rasgos que evocaban a otros. Los estímulos la atraían de todas partes y su mente paseaba, gozosa, en aquel tiovivo de sensaciones. Nunca se había considerado una aficionada al teatro y lamentaba no haber atendido mejor aquel arte. Repasó el proscenio desprovisto de telón -su utilería minimalista- y se preguntó qué sentiría un actor al pisarlo. ¿Y al enfrentarse al público? ¿Qué experimentaría con la magia de los aplausos? Alguien solicitó permiso para acceder a los asientos contiguos y Lucía se apretó contra el respaldo. Reparó que el paraguas, acomodado a sus pies, entorpecía el paso, así que se inclinó para girarlo hasta que quedó oculto bajo las butacas, sin que el mango ni la punta sobresalieran. Entonces descubrió una hoja en el suelo, una hoja azul celeste que no pudo evitar recoger. La colocó en su regazo y extendió hasta que esta alcanzó el tamaño de un folio. La habían rellenado con una hermosa y apretada caligrafía que, por un destello, resultó familiar; parecía una carta:

“Querida -se iniciaba el texto- por favor, no me malinterpretes ni te ofendas, pero no me quedaré a ver la obra. Prefiero, eso sí, que tú la disfrutes, y que lo hagas a solas. Quiero que la aproveches al máximo; quiero permitir que, con suerte, te guíe a un reflexionar, que te permita calibrar esta amistad que compartimos los dos. Vi por primera vez la pieza hace cuatro años, en un teatrito de las afueras, de muy pura casualidad y poco antes de conocernos. Por entonces, puede que lo recuerdes, yo también me sentía como un bosque sin árboles: vacío, desolado, huérfano de hojas, sombra y pájaros que cobijar y oír”.

“Vas a poder entender a través de la trama un poco más de aquel que yo era, de aquel que fui; pero también comprenderás mi progreso, mi evolución, esa reforestación de la que tú eres tan responsable. Cómo, gracias a ti, he vuelto a encontrar un sentido de pertenencia, un lugar en el mundo, en el grupo. Cómo ha vuelto a circular la savia por mis brazos. Tú me has hecho florecer. Vas a identificar muchas de tus palabras de consuelo en las del personaje de Guillermo, cuando le habla a los vientos; o en las respuestas tibias de Marcela, que pierde la voz a mitad de la obra por puro descuido”.

“Es una mezcla de orgullo y timidez, mezcla inadmisible, lo sé, la que me impide mostrarme en persona y obliga a este artificio para que entiendas todo el amor y gratitud que concentro hacia ti desde que que nos conocimos”.

No contenía firma.

Lucía mantuvo la hoja sobre su regazo unos momentos, antes de plegarla y esconderla en el bolsillo del gabán. Estudió a su alrededor: ¿Quién la habría escrito? ¿Quién sería el destinatario? A su derecha ocupó los asientos una pareja madura -ella de melena lacia y plateada- que se besó con vehemencia y se deshizo de sus abrigos. Del otro lado, un joven con lunar en la mejilla manoseaba su teléfono móvil. Lucía se giró hacia atrás, revisó las filas anteriores; también las delanteras: el local se había completado. La música de fondo cesó de sonar. Lucía admitió, en su interior, que cuando había conocido a Leandro, este se hallaba inmerso en una profunda depresión y que, a partir de los triviales encuentros, de pequeñas conversaciones que derivaron en una afectuosa amistad, él había recuperado la curiosidad por existir, como él decía.

Las luces se atenuaron hasta sumir la sala en la completa oscuridad. La butaca a su lado permanecía vacía y Lucía se notaba cada vez más nerviosa: ¿Y si la carta había sido para ella? ¿O se trataría de una broma? ¿Y si era parte del argumento? ¿Una obra de teatro experimental donde el público interactuaba, quizá?

Leandro. El nombre se removió en su cabeza: Leandro. Percibió un atisbo de ansiedad. Leandro siempre usaba símiles poéticos a la hora de expresarse; ¿no le había dicho una vez que sus andares recordaban los de una gacela? ¿O que cuando se indignaba sus ojos despedían asteroides color esmeralda? Las focos iluminaron el escenario e irrumpió un señor espigado de traje, con sombrero y pajarita, agitando un bastón. Comprobó la hora en su reloj, se acercó y alejó del borde del proscenio. Parecía tener prisa.

Entonces Leandro apareció junto a Lucía:

- Lo siento -le susurró, inclinándose levemente hacia ella-. Me llamó mi hermana con sus líos con los chicos… -terminó de acomodarse; Lucía reconoció su perfil que oteaba el escenario-: Te va a encantar…

Pero Lucía no pudo disfrutar de la obra. Por más que lo intentaba, por más que concentraba la vista y afinaba los oídos, la confusión y la vergüenza acababan arrastrándola muy lejos del argumento. ¿Cómo -se reprochaba- había sido tan ingenua? ¿Cómo había sido capaz de pensar eso de su amigo? ¿Que él, que el moderado Leandro podría urdir semejante disparate? ¿En qué estúpida cabeza cabía aquel razonamiento ? Una nota ridícula, posiblemente con una caligrafía desconocida, arrojado al azar bajo cualquier asiento… ¿Desde cuándo se comportaba ella de manera tan infantil, tan idiota? A su alrededor, el público irrumpió en carcajadas: el personaje de Marcela batallaba por alertar a los animalillos para que huyesen, pero ya no le alcanzaba la voz. Leandro se sacudía junto a Lucía, desternillado de la risa, las manos sobre estómago. ¿Y acaso hubiera deseado que fuese cierto?, se preguntó ella. ¿Que él hubiese escrito aquella carta? ¿Que él fuera el autor y ella la destinataria? Poco a poco, la duda fue instalándose en su ser. A medida que la audiencia vibraba, emocionada, con la historia, Lucía sintió cómo su cuerpo se tornaba cada vez más pesado, más frío y rígido, congelado bajo el gabán que no había querido quitarse.

Al concluir la obra, el público se desató en aplausos, ovaciones y chiflidos de gratitud mientras el reparto se resistía a abandonar el escenario. Con las luces prendidas, Lucía, de pie, contempló la satisfacción y euforia que reinaba entre los rostros. Por fin, los presentes parecieron apaciguarse; la sala se fue aquietando, vaciándose al silencio.

Leandro coincidió en la plaza con dos conocidas de la universidad que Lucía encontró muy atractivas, si bien algo clásicas en el estilo y modos. Se esforzó con creces por participar en la conversación y coincidió con todos en que el discurso final de Guillermo contenía un arrebatado mensaje de esperanza. En algún momento, una de las chicas propuso tomar algo juntos. Leandro declinó la invitación: pretendía madrugar para ir de pesca al día siguiente.

- Ve tú con ellas –la animó.

- Yo tengo que trabajar -respondió Lucía.

Durante el paseo de regreso, él continuó analizando la pieza, hizo algún comentario ingenioso sobre las conocidas y luego se sumió en su agradable humor introspectivo. Lucía, a su vera, caminaba callada, la mano izquierda hundida en el bolsillo del gabán. Había repasado el detalle de que conocía a Leandro desde hacía casi cinco años. Además, su amigo había visto la obra por primera vez apenas unos meses atrás. Sólo en la parada de bus volvió a inundarle la zozobra, una especie de vértigo doloroso y alienígena que, sin embargo, alcanzó a dominar.

Conservaría, en la despedida, la cordialidad de costumbre. Esa que, desde el principio, secretamente, habían estipulado. Esa que habría de mantenerlos libres, felices y correctos.

--

--