Chiloé: Una travesía al “muelle de las almas”

Sascha Hannig
Modo Avión
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5 min readMar 2, 2016
El muelle de las almas es un lugar ideal para encontrarse con la historia, la mitología y la naturaleza

Escondido entre las playas del pacífico de la isla grande de Chiloé hay un puerto del cual no zarpan botes, sino ánimas. Y dicen que si te paras justo en el acantilado, puedes escuchar los llantos de aquellos que se han perdido en el mar.

El día no tenía una nube en el cielo y el olor a pasto mezclado con brisa marina nos llenaba los pulmones. Me encantaba.

Jamás había visto ese letrero en el cruce del camino que bordea el lago Huillinco, justo antes de adentrarnos en el bosque nativo de coigües, arrayanes y nalcas del Parque Nacional Cucao. Y eso que ya lo había visitado dos veces.

Captura del mapa (Lago Huillinco y Cucao)

El rótulo colgaba frágil, erosionado por el viento, la lluvia, los mitos y todo aquello que mantiene hasta hoy la magia de la zona oeste de la isla. “Hacia el muelle de las almas, 10 km” leí sobre la madera, y entre los cuatro amigos que aún permanecíamos en el viaje al sur, nos preguntamos si aún existiría o si simplemente era uno de esos tantos lugares que habían sido tragados por el tiempo.

Ya hacía un mes desde que los 4 amigos habíamos decidido emprender el roadtrip al sur desde Viña del Mar. A esta altura ya llevábamos unos 1.400 kilómetros en los que prácticamente no habíamos salido del auto de la “Ale”. Paramos en Castro a almorzar, conocimos la feria, reservamos el hostal y volvimos a subirnos al auto para llegar hasta la costa pacífico. Ninguno de nosotros había dormido lo suficiente, pero teníamos que estirar las piernas.

Optamos por avanzar media hora más sobre cuatro ruedas por el ripio, a pesar de las advertencias de Alejandra: “si pinchamos rueda o se rompe el auto, ustedes lo arrastran”. No sabía si lo decía en broma o porque realmente quería vernos a los tres embarrados hasta las rodillas.

Cuatro ruedas en el camino, tres ruedas en el camino, dos ruedas en el camino y dos en el aire al caer en un bache. No habíamos comenzado el “terreno malo” y el pequeño hatchback en el que íbamos ya sufría las piedras. Cuando vi aquel sendero de ripio que escalaba el acantilado casi verticalmente, recé para que pudiéramos volver de aquel punto perdido del mapa. En el camino nos cruzamos con turistas que regresaban cubiertos en polvo, embarrados o deshechos, pero todos con una sonrisa de oreja a oreja.

Tras media hora de oraciones llegamos al estacionamiento, el pequeño city-car resistió el viaje, pero tuvimos que reacomodar su parachoques. Miré el reloj y marcaba ya las 18:10 horas, lo que explicaba que ya no quedaran vehículos, solo una entrada esperando a un nuevo visitante. “Son mil pesos por el auto”, nos dijo un joven al bajarnos, y Max, otro amigo del grupo, le pasó el billete y le preguntó dónde estaba el muelle. “Como cincuenta minutos por el sendero” respondió y señaló un camino que se adentraba en la montaña, cubierto de árboles. No pude imaginar en ese minuto qué nos esperaba, sólo quería llegar luego.

50 minutos de caminata

Los primeros 10 minutos fueron bajadas que se adentraban en colinas boscosas y para bien del grupo, íbamos los cuatro al mismo ritmo. Pero en los segundos 10 minutos comenzaron las subidas, y Camila y yo dejamos a nuestros compañeros atrás, aunque sabíamos que llegarían, ya que entre los turistas que vimos había muchas abuelitas y familias con niños. Igual uno avanza con cierta angustia e incertidumbre dado que en el trayecto siempre se ve el acantilado y el mar, pero nunca se ve dónde termina el paseo.

“Si ese lugar no es mágico y espectacular esos dos nos van a matar por haberlos traído hasta aquí” me comentó mi amiga, y le pregunté si ella sabía que nos iba a tocar subir, a lo que me respondió: “sí, pero si les advertía no iban a querer venir”. Meses atrás habíamos subido a Machu Picchu donde hicimos 3 días de trekking. Definitivamente, esto no era terrible.

A los treinta minutos de barro seco, bosques y praderas pobladas de ovejas, vimos una casa de lata y un granero. Una familia discutía con quien aparentemente era el dueño o el cuidador. Cuando se llega a este punto, hay que pagar 1.500 pesos por persona, esta es la verdadera entrada al muelle. Así que después de bajar del auto, lo mejor es reservar el dinero en el bolsillo.

Solo quedaban un par de colinas. Una vez que las atravesamos, justo cuando daban las 19:00 aproximadamente y el sol comenzaba a bajar, vimos el muelle. “No nos van a matar” dijo Camila con una sonrisa, y al parecer con razón.

Inmediatamente después de salir del bosque nos encontramos con nuestro destino. Las colinas verdes esmeralda se cortaban en el mar y caen en los riscos blancos, como si quisieran ser islotes en el pacífico, cuyas olas reventaban siempre con fuerza contra los muros de roca. Podía oírse la brisa pacífica que siseaban casi como voces que hacen eco en los oídos. Con el tiempo se han formado cavernas de agua que quizás encierran tesoros piratas (que llegaron a Chiloé en el siglo XVII). A ambos lados hay más montañas y caminos que se insertan en el bosque. Un par de borregos perdidos buscaban a sus madres a través de la pradera. No sabía si estaba en Chile, o en un cuento de hadas.

Seguimos caminando por el predio, y vimos una leyenda tallada en madera. Esta contaba la historia de las almas de Cucao, y como éstas buscan la forma de llegar al mar. El ruido del viento ayudaba mucho a la atmósfera, y nos quedamos varios minutos escuchando cómo este, al atravesar el acantilado, sonaba como una flauta. La plataforma resultó un excelente lugar para sacar fotos preciosas y el lugar muy cómodo para pasar al menos una hora explorando. Lo malo es que, si aún hay mucha gente, habría que hacer cola para eso.

Nosotros llegamos justo al cierre, y teníamos la explanada para recorrer sin un alma en nuestro camino. Poco tiempo después el cielo se tornó rojo intenso (fue uno de los atardeceres más hermosos que he visto en mi vida), lamentablemente eran ya las 20:30 el sol bajaba rápido y ya era hora de volver al hostal.

Llegar a un lugar tan hermoso como ese no es imposible, caro o recóndito, Cucao está a menos de una hora en auto o minibus desde Castro, a donde puedes llegar fácilmente en avión con Viajes Falabella para conseguir alojamiento y pasajes.

Después de 50 minutos de caminata llegas a un escenario que poco se diferencia de la campiña irlandesa

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Sascha Hannig
Modo Avión

Viajera de corazón. Escritora y Novelista de misterio, creadora de Allasneda. Periodista de profesión, columnista ocasional.