Aparición

O. Onetti
Mosaico De Letras
Published in
6 min readJan 15, 2019

¿Recuerdas que los muchachos, tú y yo platicábamos acaloradamente al terminar las clases? Esa tarde no fue distinta. Nos encontrábamos en medio de una de esas charlas nutritivas cuando al ser supremo, o sea, a Dios, se le ocurrió entrar al sanitario sin que nadie se diera cuenta. ¿No te acuerdas?

¿Que cómo fue? ¿En serio no lo recuerdas? Los muchachos y yo hablábamos, después de una jornada calurosa en las aulas, sobre el esnobismo de Bécquer, la urbanidad de Onetti, lo rústico en Boccaccio y ese tipo de cosas tan normales en el grupo, y por esa razón tan burda no vimos a Dios. No lo vimos ni entrar, ni salir, ni pasearse por los pestilentes pasillos de la facultad, ni sentarse con los motos a fumar de esa hierba agria, ni cruzar en dirección a la avenida Maestros. Nada, no vimos nada.

Lo que sí vi, fue que nadie en el grupo se dio cuenta de que tú te habías ido apenas unos minutos antes, justo cuando la burla poco a poco fue a ser dirigida hacia ti. No era que nos se divirtiéramos colocándote como el blanco de las malas bromas y los pésimos comentarios, pero a veces parecía como si creyeras que gozábamos en dirigirte nuestra atención cuando la charla se tornaba pesada. Por lo regular, los otros no se percataban, como aquella tarde, de que tú te ibas, te perdías para no escuchar, creo yo, para distraerte un poco de los que posiblemente pensabas como golpes a tu estado de ánimo, y luego regresabas cuando la opinión estaba enfocada en otros temas porque alguien ya los había cambiado de dirección. Pero esa tarde ocurrió algo distinto, o eso fue lo que pensé cuando te seguí con la vista al ir por las escaleras, cuando te encontraste con uno de esos marihuanos del jardín, cuando él te dio algo que se adornaba con una sonrisa triunfal, y luego te vi perderte entre un lío de gente. Me gustaba seguirte con la vista, como si con ello pidiera disculpas por no haberte defendido de los otros… Pero de Dios… Nos dimos cuenta de su intromisión entre los nuestros sólo por un desaforado grito, un grito que provenía del baño.

– ¡Muchachos! ¡Lo encontré! ¡Lo encontré!

Ese grito era tuyo, lo escuché salir de tu boca como una melodía distorsionada.

Obviamente, los otros y yo nos quedamos callados pues ni idea teníamos de lo que habías visto. Yo supuse que te habías topado en los pasillos con alguno de esos muchachos que tanto te gustaban. Sin embargo, cuando llegaste a donde nosotros mostrabas una expresión diferente de la que podíamos esperar. De haber visto a Darío o Alonso, o quizá a Chuy, habrías abierto los ojos y se te habrían cubierto de un brillo que en esa ocasión permanecía apagado, como cuando algo te asustaba.

Eras muy ingenua y casi todo te impresionaba, es verdad, pero no tanto como para hacerte perder la sonrisa. Me di cuenta pronto de que Pablo, el iniciador de las charlas, reía al notar que al dirigirse a nosotros, tú llevabas pegado en un zapato un pedazo de papel higiénico y el recorte de una revista sensacionalista en la mano. La escena era la perfecta para coronar esa fotografía de inocencia.

–¿Encontraste la manera de viajar sin pagar? ¿Encontraste el príncipe azul en una hoja de revista? No sería raro que te dejaras sorprender por una tontería así. Y no me río por burlarme, no soy capaz de eso.

Yo tampoco pude contener la risa que mis amigos iniciaron en contra de tu expresión incauta. Luego me obligué, casi por convicción, a guardar silencio.

A veces prefería no pensar que fueras víctima del bullying. Más bien, parecía que con tu conducta pedías una atención que muy pocos en otros lugares te daban. Un instante dabas opiniones acertadas sobre cierto tema de interés, y al otro eras atacada con críticas muy rudas por tus irrupciones bobas sobre temas de moda y redes sociales. Nunca te vi quejarte, es cierto, aunque a veces sí notaba a través de tus ojos, justo como esa tarde, que nuestras burlas te herían un tanto. Por eso dejé de reírme, era justo darte un poco de atención. No quería ser yo como esos ateos positivos que te atacaban por ir a misa los domingos y confesarte cada fin de mes; al contrario, deseaba en serio comprender aunque fuera un poco esa necesidad de cariño.

–Lo encontré. ¿Saben lo que eso significa? ¡Por fin les voy a demostrar que sí existe! ¡Sí existe!

Yo te miraba extrañada, pues de pronto parecías una loca. Y luego te vi escabullirte entre una masa de estudiantes de primero que salían apresurados, segura yo de que se iban directo a la biblioteca de la escuela, como si fueran ellos más amigos tuyos que nosotros mismos.

No me preguntes por qué, pero es verdad que pensé que además de verte así tan contenta por obra de algún hombre aparecido en alguna revista del corazón, podías mostrarte tan extasiada ante la repentina aparición de Dios. ¿Dios? Sí, ese ser supremo al que recurren los carentes de esperanza, ¿te acuerdas el fervor con el que hablabas de él? Decías que hacía milagros, que volvía las cosas buenas con solo tocarlas, que hacía feliz a la gente con sólo pedirlo. Pero a ti sólo te llenaba de una esperanza extraña, que te impedía actuar, que no te dejaba ser feliz. Eso creía yo. Esa vez reímos todos, yo pensando en que era una tontería que ese ser magnánimo hubiera llegado, los demás quién sabe por qué. Me atreví entonces a revelar lo que pensaba, y claro, ahora la burla se dirigió a mí.

–Es una posibilidad entre muchas, Alma es una de las hijas preferidas de Dios, según dice –me defendí ya un tanto enojada.

–Dale cuerda, no se te olvide.

–Pues siendo quien es, es probable.

–Pero, ¿en el baño?

Para asegurarnos de que así fuera, le pedí a los muchachos seguirme hasta el segundo piso, justo donde se encontraban. Pero claro, los otros pensaban que también yo me había vuelto loca.

Si Dios estaba entre nosotros, era probable que también estuviera en el baño. Con eso me reconfortaba. mientras subíamos las escaleras.

Atravesamos a otro grupo de estudiantes, luego saludamos a un profesor que antes nos impartió Historia del arte, y finalmente vimos a una pareja muy amorosa en un rincón. De no ser por tu afición por Dios –así la llamaba yo-, quizá te encontraríamos justo así, en medio de una lucha pasional con uno de esos hombres que tanto te gustaba mirar pero jamás tocar, y no te habrías puesto a ver a Dios dentro del sanitario de mujeres.

Al llegar al baño, los muchachos se detuvieron en seco. Tú preferiste quedarte afuera, lo supe de inmediato. Me miraste cómplice, sólo yo podía entenderte.

— Obviamente no vamos a entrar — dijo Élmer, risueño.

— Tan mocha Alma como tú, por no atreverte a entrar a un baño de mujeres — me burlé.

No hubo necesidad de que yo dijera más para convencerlos, pues cuando volví las espaldas vi a los muchachos tras de mí, mirando a todos los rincones.

El baño parecía tan normal como siempre. Los azulejos grises, medio sucios, las puertas con la pintura resquebrajada, las llaves del agua oxidadas, el recipiente del jabón líquido vacío, un par de retretes sucios, montones de papel húmedo dentro de los botes de las esquinas, y frases de poetas anónimos sobre los muros.

– Las mujeres son muy asquerosas — opinó uno de los muchachos y se llevó las manos a la nariz.

Yo reí. En realidad no me importaba si les agradaba el amargo aroma del baño sucio o no. A mí me interesaba saber dónde estaba Dios.

– Dios no vendría a un lugar como este — continuó otro de nuestros amigos — . Y eso, claro, si existiera.

– No porque no lo veas, no existe.

Me atreví a entrar al sanitario de la esquina. Sentí que detrás de mí iban las miradas incrédulas y a la vez intranquilas de los que creían que Dios existía, pero se negaban a aceptarlo quién sabe por qué.

Ahí dentro no había nada más que un retrete tapado, un bote lleno de papeles y un aroma pestilente que mataría a cualquiera. Abrí los ojos y comprendí.

Reí convulsa. Encontré en el piso la otra parte de la revista junto al bote de papeles y justo ahí, aún despidiendo un hilillo de humo verde, un pequeño pitillo de marihuana que encendido, indicaba que tu primer desliz afortunadamente se había dado.

--

--