Plenilunio

O. Onetti
Mosaico De Letras
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9 min readJan 16, 2019
Fotografía de Veronica Szwebel.

Era una noche de octubre, una de aquellas noches lóbregas y frías que a muchos les dan la idea de que el invierno se acerca cuando el otoño apenas ha llegado, cuando el oficial Rivera se ajustó las agujetas de las botas y se montó en la patrulla para comenzar con el acostumbrado recorrido de guardia.

La noche se tragaba cada vez más las luces de la ciudad mientras el oficial miraba por el retrovisor, cuando una luz roja lo hizo detenerse en la intersección de Avenida Ávila Camacho y Federalismo. Era un hombre mediano, de cabello nevado, los ojos negros como aquel manto que cubría el cielo, el bigote despeinado y los dientes amarillos. Más de alguno le preguntó si aquello se debía al tabaco, pero él decía que más que otra cosa se debía a la pobreza en que vivió hasta que decidió enlistarse en la corporación. Muchos lo respetaban por ser así, tan humilde, recatado y obediente de las leyes, contrario a aquellos polizontes que se aprovechan de sus puestos para quitarle al que menos tiene. Las cárceles de la ciudad se habían llenado de bandidos, malhechores y vendedores de droga que él mismo había levantado durante su hora de guardia en el recorrido por la ciudad, y aquello había levantado alabanzas y críticas contra el servidor público que había sido premiado ya dos veces por el alcalde.

Con atención miró el reloj que rezaba la medianoche justo en la pantalla gigante de la glorieta de Ávila Camacho y Alcalde, y luego repicaron las campanadas oxidadas del templo apenas a unas calles sobre la segunda avenida. Estacionó su carro afuera del parque Frederick Chopin y comenzó sigilosamente a caminar, como parte de su mandato. Pensó en que hacía ya cinco años que trabajaba para la Academia de los Lobos, aquella que tanto respeto había impuesto a los ciudadanos, pero que no por ello le había orillado a perder su modestia y honradez, cosa que también lo volvía especial, decían sus compañeros. Volvió al presente e instaló los ojos en la estatua en el centro del parque, y se imaginó al oficial Macías, aquel viejecillo que acostumbraba a dar la ronda nocturna anteriormente y que seguramente estaría en ese momento chateando con aquellas jovencitas en el Facebook, fingiendo una edad e identidad falsas detrás de las fotografías que se había robado por ahí; sonrió para sus adentros, y luego supuso a los novatos Mendieta y Contreras leyendo la nota roja del periódico Metro mientras esperaban el café del Starbucks, en tanto el preso de la noche, el ladrón de la tienda de conveniencia de la esquina pedía a gritos un pedazo de las donas llegadas desde Krispi Cream. Seguramente, conjeturó, aquel mendigo dormiría más calientito en esa celda que en las calles, a mitad de la noche de Brujas.

Rivera continuó su caminata por la Avenida Alcalde, imaginando las causas que asustaban a cualquier oficial que fuera sentenciado a dar vigilancia a ese pequeño parquecito. No había más que bancas vacías, árboles moribundos, una fuente reseca y de vez en cuando, un exhibicionista, un ratero, un briago que gritaba blasfemias al cabo inofensivas, mariposones o rameras decididas a recibir muy poco ofreciendo lo mismo. Aquello no podía ser tan escabroso como se pensaba, aunque a veces las calles terminaron tiñéndose de rojo por las trifulcas o peleas de pandillas que solían tener lugar por aquellos lares. Esa noche fue distinta. Quizá, pensó el oficial, las amenazas de los narcos terminaron mandando a los vagos a su cama antes de lo deseado, pero era mejor así. Luego percibió entre sombras al oficial Cardona, aquel cobarde que debía esperarlo a la esquina de la Avenida Maestros, pero que seguramente se habría ido a refugiar a alguna cantina antes que ser apuñalado por un traidor. No, él no podía haberse ido sabiendo que él llegaría pronto.

Y justamente lo encontró debajo de las luminarias de afuera de un Oxxo, entre la Avenida Alcalde y la otra calle. Parecía un fantasma debajo de la gorra y los guantes con los que se cubría la cara, como si le diera pánico ser descubierto, o bien, sólo para resguardarse del frío que fue a estacionarse ahí, esa noche.

— No pensé que llegaría tan temprano, oficial — le dijo para lisonjearlo Cardona y le extendió una mano amiga — . Ha sido una noche tranquila en lo que cabe, ¿verdad? Me asustó, pensé que sería usté una ánima de esas que se escapan en el Jalogüin, como ahora es su noche, muchos muertos se levantan de sus tumbas nomás pa’ sacarle un susto a uno.

— Eso dicen los barberos, Juanito. Y no me salgas con que crees que los fantasmas existen.

— ¿A poco usté no cree en ellos? ¿Pero no se acuerda del ánima esa que ronda la Comisaría?

El oficial Rivera negó con la cabeza.

— A menos que hayas creído que era yo uno de esos sicarios que sacan sustos a media noche, Juanito…

— ¡Cómo cree! Es el perro frío el que hace que la gente y hasta esos vagos se queden mejor en sus casas. La verdá es mejor, así trabajamos menos y salimos más temprano, ¿o no? Pienso que los únicos enfermos de la cabeza que salen a caminar por estas calles tan solas y con este clima tan gacho somos nomás usté y yo. Vea, ni tecolotes, ni vampiros, ni lobos, ni la llorona se han aparecido por aquí. ¡Qué caray! Ha sido una noche serena aunque yo pensaba que iba a ser al revés. Ojalá que siga esa calma hasta que llegue mi relevo porque la verdá es que no tengo muchas ganas de trabajar.

— Por eso nuestro país no progresa, Juanito.

— Pues aunque suene feo, oficial. Por mucho que uno chambee no consigue mucho, ¿o sí?

Nuevamente, el oficial Rivera mostró gesto de desconcierto con aquel mocoso que parecía decidido a darle lata lo que restaba de la noche, como los que lanzaban huevos a los transeúntes.

— Viera que yo no quería ser policía, la verdá. Me habría gustado ser otra cosa que no fuera llevar puesto este horrendo uniforme. A uno lo ven por la calle y ya lo tratan de delincuente, de amigo de la mafia, de vendido, pues. Yo me metí en la Academia nomás pa’ tener chamba porque haciendo otra cosa más decente no habría tenido empleo por estas fechas y habría terminado vendiendo tacos en las esquinas o manejando un taxi por toda la ciudad con el peligro de ser asaltado por uno de esos lacras que suele haber. La verdá es que nomás por la necesidad de oficio, porque yo no soy como usté: a mí no me gusta ser cuico.

— Si por mí fuera, Juanito, los mediocres como tú estarían fuera de la corporación mañana mismo.

— Eso si pasa usté la noche.

La sentencia del joven no intimidó a Rivera, pero tampoco le entró por una oreja y le salió por la otra. De cualquier forma, en las palabras desasosegadas del muchacho había algo de razón, de “verdá”, como bien decía él.

A lo lejos se percibía sólo el sonido del viento levantado por los coches que avanzaban por la Avenida Alcalde, uno detrás de otro, cada dos o tres minutos; también se escuchaba el rumor de las hojas de los árboles que se quedaban calvos con el paso de los días y el avance de la estación. No había tecolotes rondando cerca e incluso se había apagado la luz de cada estrella, el de la luna que supuestamente se veía más grande por esos días al ser el plenilunio.

Juanito Cardona miró su reloj de pulsera y vio que la guardia de la siguiente Avenida comenzaba en diez minutos. Era el momento de despedirse de Rivera y tomar su camino hacia Normalistas. Movió la mano derecha en señal de adiós y se alejó dando pesados pasos, dejando solo al otro que meditaba y pensaba en el sonido de hojas que alcanzó a apreciar en cuanto se hubo quedado solo. Avanzó un par de metros hacia la estatua Frederick Chopin y escuchó otra vez el sonido. No podía ser un muerto levantado de la tumba, no. O tal vez sí. En sus adentros pensó en darse una bofetada, pues nunca había creído en esas tonterías, así que no tenía por qué temer. Pero aquellos extraños pensamientos volvieron a hacerse presentes cuando el insistente ruido resonó de nuevo. Con cautela anduvo hasta llegar a la estatua de Chopin y miró, hecho un ovillo en el suelo a un bulto negro, apenas visible bajo la luz de la farola.

— ¡Levántate y pon las manos donde pueda verlas! — ordenó a aquel ente sin rostro que se había refugiado a los pies del músico tieso que sonreía a pesar del mal tiempo.

Pero el bulto no se movió, ni siquiera respingó. Utilizando todas sus fuerzas Rivera asió al cuerpo y vio, bajo la luz anaranjada, el rostro de una chiquilla que semidesnuda se cubrió los pechos con las manos y ocultó los negros ojos del oficial. Aquello parecía extraño. ¿Qué podría hacer una indefensa criatura como aquélla a mitad del parque en una noche tan fea?, pensó Rivera y la cogió lentamente hasta colocarla a la vista de otras lámparas que iluminaban la calle. Tenía los pelos tiesos, las mejillas partidas por la resequedad, la piel roja, los ojos amarillentos detrás de una nariz aguileña y los senos al descubierto, bajo los cuales emergía un prominente vientre. Más abajo, unos feos pies asomaban bajo las faldas. Ella seguramente no entendía ni pizca de lo que apenas presenciaba.

— Veamos, ¿qué hace una muchacha como tú a la mitad de este horrendo parque? Está lleno de vagos, de mal vivientes que se aprovechan de las niñas.

Pensó detenidamente en el caso. La llevaría en la patrulla hasta los separos para hacerle compañía al ratero del Oxxo y luego, él se burlaría de ella si es que antes no le ponía las mismas manos sucias encima. Los novatos Mendieta y Contreras le gritarían esas asquerosas palabras y ella se sentiría más sucia aún de lo que ya estaba. Pobre muchacha.

— ¿Cómo es que llegaste hasta aquí? — Preguntó con insistencia pero no tuvo respuesta — . ¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives?

La chiquilla, era claro, no comprendía una sola palabra interpelada por el otro, que de pronto se imaginó una historia disparatada detrás de ella. Seguramente, alguien de esa misma ciudad había ido hasta la zona de los wixáricas y con engaños la había llevado hasta ahí, prometiéndole una mejor vida a cambio de trabajo; la miró entre nubes vendiendo papas en el camellón de una de las principales avenidas, o pidiendo limosna en el centro histórico; también imaginó el capítulo desastroso en que un rufián le prometía el sol, la luna y las estrellas a cambio del tesoro que ahora llevaba dentro en forma de una indefensa criatura que, con el paso del tiempo, terminaría viviendo el mismo destino incierto, o que emigraría a los Estados Unidos y terminaría muerto en el Río Bravo o a la mitad de Desierto…

No toda la gente corría con suerte, pensó más serio aún. No porque él siguiera soltero al rozar los cuarenta y no porque una mujer no lo estuviera esperando en casa no quería decir que toda la gente fuera desafortunada; no porque él hubiera fracasado en el país del norte todos los de su calaña debían sufrir el mismo destino; y no todos, arrepentidos por cometer un montón de estupideces en su vida, terminaban reclutándose en una Academia de Policías por mantener la mente y el alma ocupados, salvando a gente que siempre terminaba olvidando sus caras.

Pero había una forma de ayudar a esa muchacha, la indígena que en condiciones extraordinarias terminó durmiendo en los brazos de Chopin. No iba a llevarla a la cárcel, pues no había delito qué imputar ni pena que pagar. Ser pobre e indio no era pecado; no tener una casa ni un futuro, tampoco. El único tropiezo, pensó con amargura, era el de ser infeliz. Él había pasado los años solo, disfrutando en su aislamiento la victoria que opacaba a los novatos de la Academia y que le hacía ser el juguete favorito del Sargento Bermúdez, el entretente del alcalde. De cualquier forma, por muy valiente que fuera, por muy buena gente que fuera, nunca tenía alguien al lado para disfrutar.

Miró a la muchacha y pensó en Raquel. Todo habría sido diferente si él no se hubiera ido a los Estados Unidos antes de la boda…

Con lentitud, extrajo del cinturón el arma. Quitó el seguro con cuidado y apuntó a la muchacha. Aquella era la única forma de hacerla desaparecer de ese mundo, pues estaba seguro de que ella no iba a ser mejor que él y sufriría del desasosiego que lo carcomía cuando se sentía pequeñísimo ante el mundo.

Con otro movimiento lento oprimió el gatillo. Primero vio una luz que se iba haciendo pequeñita. Luego, sus ojos apagados vieron nada.

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