RoCola Bacalao, nostalgia y achaques
RoCola Bacalao, con 25 años de trayectoria, se presentó en Quito después de varios de años de ausencia, llenando cuatro fechas.
Tres veces he visto a RoCola Bacalo sobre los escenarios y en esos puntos equidistantes de mi envejecimiento, y el de ellos, mi cuerpo ha respondido de manera diferente. Sin embargo, la música pareciera la misma o mejor de la que escuché por primera vez en un bar de Las Peñas, en el centro de Guayaquil.
Era 2012, tenía dos años de haber regresado a la latitud 0, pero más al sur, a lado del río Guayas. Desde ese tiempo buscaba música entre el lodo y las iguanas. Me habían presentado varias bandas como Sudakaya, Guardarraya, Can Can, Biorn Borg, pero me faltaba experimentar una que varios me contaban que encendía la noche con un solo trompetazo.
En una época cuando la delincuencia zumbaba en la noche guayaca, pero el peligro de morir no llegaba a los puntos que alcanza en este 2024, mi versión veinteañera rondaba el centro de la ciudad a la espera de historias. A los 21 años, RoCola me lanzó al centro de la pista sin saber si poguear, bailar o las dos.
Tanta gente rodeo el sitio, Diva Nicotina, al punto que un policía desquiciado lanzó un gas lacrimógeno dentro del bar. El swing se detuvo. Varios huyeron. Pero los que quedamos seguimos saltando y zapateando Chinese Rumba (2006) después de que el humo se disipara con la brisa del río.
En una vitalidad que ahora no luzco, con un brazo protegía a la persona que me acompañó dentro del moshpit criollo y con el otro levantaba una cámara DSLR para captar el vertiginoso remolino humano durante Gusanito de Pujilí (2006) o Quisiera comerme un chaulafán (2002).
En 2014 los vi de nuevo. Esta vez mi hermano menor me acompañó, como a quien se le enseña la bohemia como herencia. A unas cuadras del primer sitio, en Cali Salsoteca, mi cuerpo de 23 años siguió con la tradición del pogo rocacolero y cantó a las orillas del manso Guayas, Guayaquil City, canción que fue revelada un año antes de ese concierto.
El 6 de julio de 2024, alrededor de 12 años del primer toque al que fui, puedo apreciar a RoCola Bacalao en su tierra natal, Quito. En el frío, varias personas se concentraron por tercera vez en una semana para escucharlos por sus 25 primaveras de carrera. Ahora, con 33, viviendo en la capital y acompañado por unas de las personas que siempre estuvieron en esos eventos conmigo en Guayaquil, pude escucharlos nuevamente.
Ni bien inició entré al pogo. Mi tobillo, que hace poco se había torcido por un mal movimiento, volvió a darme una señal, inflamándose. El cuerpo, que 12 años antes había soportado todo el concierto saltando, gritando y pateando, se dio dos vueltas al moshpit y desde la orilla siguió cantando: “Voy a los treinta, pronto cuarenta / Voy a tocar hasta estirar”.
Los cuerpos se frotaban a tal velocidad que el calor aumentó. Ni siquiera la cerveza que una persona arrojó hacia arriba y me cayó en el rostro logró enfriarme. Se evaporó casi en el aire.
La espalda comenzó a doler. Un punzón se originó en la parte baja, en ese límite con los glúteos. Sin embargo, al darme cuenta de que el malestar huía al movimiento, seguía dando pequeños saltos, escuchando el manejo del público por parte de RoCola e identificar de manera más exacta los ritmos que me cautivaron en los veinte.
Klezmer, cumbia, rock, ska, reggae, gypsy jazz, un popurrí sonoro que ahora apreciaba mejor. Mi cuerpo no daba para saltar tres horas seguidas. Sin embargo, mi oído había envejecido lo suficiente para dejarse llevar más por los juegos de palabras, la melodía, el ritmo y los arreglos.
Vi a RoCola en el escenario. Cuarentones y cincuentones que daban todo lo que podían. Seguían haciéndome saltar sobre el suelo mojado por la cerveza. Podía bailar / poguear, si el cuerpo me rindiera a hacerlo con la ferocidad de la juventud perdida, pero el viaje fue más ameno y valió la pena los años de espera.