Pandora

El gran ganador de la programación perfecta.

Alejandro Marin
Music And Business
6 min readMar 13, 2014

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Estaba en Brickell, en un hotelucho cercano a Bayside, y moría del hambre. Salí a caminar — algo bastante complicado de hacer en una ciudad como Miami, donde se camina por el centro, pero no necesariamente cuando eres turista — y a buscar algo de comer.

Me encontré con un Dive Bar, un lugar de esos típicos de comida gringa donde la gente sale del trabajo a tomarse una cerveza y a engullir lo usual: hamburguesas, alitas de pollo, cosas que los norteamericanos están acostumbrados a comer como nosotros comemos arroz con tajadas de plátano maduro al mediodía y, si se atraviesa una cervecita y un buen partido de fútbol, o una chica, nos quedamos y terminamos llenos y ebrios.

Todos somos tan parecidos.

Y al mismo tiempo, tan distintos.

El lugar se llama The Filling Station & Garage Bar. Con una decoración maximalista y rudimentaria y el aire acondicionado escapándose por la puerta, me senté a las 2 y 30 de la tarde a almorzar.

Me atendió un joven blanco, de estatura media, de pelo rubio y gorra, con cara de “stoner” y delantal sucio, como es usual en estos lugares. ‘Can I getcha’, me preguntó, sin mucho protocolo pero sin ser burdo ni descortés, mirando a los ojos, sin sonreír, sin sobreactuar.

Revisé la carta. En ella, me llamó la atención el chili con carne y el precio de la cerveza — costaba como cinco dólares, era artesanal y me pareció interesante pedirla. Pedí de entrada eso y luego, ya más concentrado en el menú, pedí un plato curioso.

Pedí “La Llanta de Repuesto”. “The Spare Tire”.

La llanta de repuesto es una hamburguesa de alrededor de 8 dólares, hecha con pan de la casa, con un pedazo de carne de lomo magro molida en la cocina, asada a la plancha y puesta, junto al pan, sobre una cama de lechuga rúgula, champiñones y cebollas caramelizadas.

Sobre el pan, dos rodajas de tomate yacían maduras y enrojecidas, bañadas en la manteca impúdica de las cebollas caramelizadas. La carne indebida, pecaminosa, bien asada puesta sobre los tomates y el queso, dos tajadas de queso Cheddar derretidas como una adolescente ante la imagen de Harry Styles de One Direction, se desparramaban sobre la torta de carne, potecuda, indecente, vulgarmente destapada, a la intemperie como una buena revista porno, sin censura, sin pan encima.

Engullí como animal paisa, como armadillo en la loma antioqueña. El chili venía coronado por media cebolla morada que compartí entre los fríjoles rojos y la carne molida, sumergiéndolas y jugando con ellas y con la cuchara y de vez en cuando, cometiendo el pecado de morderlas crudas, para saborearlas sin la culpa de la esposa que espera en casa y que lo despacha a uno para la otra cama cuando se comen este tipo de manjares que manchan con su aliento posterior la pulcritud del hogar.

Mientras saboreaba el opíparo y orgiástico festín, sonaba ‘The Warmth’ de Incubus en el fondo. Eran ya las 2 y 50 de la tarde y por las mesas pasaban citadinos los comensales, profesionales de la zona, en particular médicos, y uno que otro ciudadano retirado.

Después del chili, sonó ‘Pawn Shop’ de Sublime. Las dos combinaciones musicales — como la cerveza y el chili — me sonaban pecaminosas por mi naturaleza de radio comercial, pues a cada mordisco mi cabeza le metía análisis a la música, pensando con mente perversa de radio — Incubus? The Warmth? Yo habría puesto ‘Drive’. ‘Pawn Shop’ de Sublime? Yo habría puesto ‘Santería’.

Luego de ‘Pawn Shop’ mientras se acababa la cerveza y el espacio en el estómago, sonó ‘Down’ de 311. Me cautivó la selección. Posteriormente, sonó ‘Bathwater’ de No Doubt’. Durante 20 minutos que duró mi experiencia gastronómica, fui apuntando en la cabeza cada canción que sonaba, la una mejor que la otra, sin importar mi prejuicio radial.

Pedí una cerveza más para pasar la cantidad desobligante y grosera de comida y al hacerlo, le pregunté al “dude”, que parecía salido de Bill And Ted, Beavis And Butthead o de The Big Lebowski:

Dude, what’s that music you’re playing in the background?

Con los ojos verdes medio rojos del porro previo a la llegada al turno, con su bozo típico de gringo cool pero medio white trash, me sonrió y me dijo,

“That’s Pandora, duuuuude.”

No lo podía creer. Cómo podía estar yo, un colombiano, criado en el sur de la Florida, estar aquí, comiéndome esta hamburguesa tan rica, oyendo esta música que, sin haber sonado en radio como uno esperaría, me gustaba tanto?

Cómo era posible que le pegaran una y otra y otra vez a los empates entre canción y canción? Cómo yo, un programador de radio, cansón, egocéntrico, aburrido a ratos, experto para mi propio mal, estar disfrutando de la música que OTRA emisora estaba poniendo?

“That’s Pandora, duuuuude.”

Me fui para el hotel y abrí una cuenta. Apunté en mis notas todas las canciones que pude recordar.

A las cinco y media de la tarde, me encontré con una amiga y la llevé a tomar cerveza y a comer, bajo la excusa de que a una cuadra de mi hotel hacían el mejor chili con carne de Miami.

Pero la verdad es que la llevé solo para tomarme una cerveza…

Y para volver a oir la música.

Lo que encontré fue una radio online consistente, potente. Cuando regresé, se repitieron un par de las canciones que había oído en la tarde, pero las canciones siguientes no dejaban de sorprenderme.

Luego aprendí que Pandora lleva años creando el “genoma musical”, una fórmula construida por humanos para que las máquinas respalden un gusto particular de oir música.

Ninguna canción que oí durante las 3 horas que pasé esa tarde en la Filling Station me “chilló”. Todas sonaban similares, todas me evocaban un gusto; no necesariamente el propio, el que yo oiría, o el que yo programaría, pero nunca me cansé de oirla.

Intenté luego hacer una lista con estas canciones en Deezer y no funcionó. Había una combinación de la comida, del espacio, de la compañía, de la soledad y de la música, que solamente Pandora tenía en ese momento.

El mesero tenía toda la culpa. El había llegado 2 horas antes que yo a hacer su turno, y había puesto alguna canción de Bob Marley que había desencadenado en una serie de influencias innegables, noventeras, que lo complacían automáticamente a él y no desagradaban a comensales exigentes y cansones, como yo.

Pandora, averigüé con el tiempo, tiene el derecho a usar 1 millón de canciones, y por esas canciones paga unos derechos. Derechos que cuestan mucho más que lo que los desarrolladores de este genoma musical probablemente han hecho durante la construcción del algoritmo.

Tim Westergreen, fundador de Pandora, ha batallado más que nadie en la guerra del streaming contra los prejuicios construidos en la industria alrededor del dinero que debes pagar por usar música versus la calidad que el usuario obtiene al final.

Destetado del Echo Nest por ser el primer gran radiodifusor digital comprometido con la idea de que la máquina refleje el gusto del consumidor, minimizó los riesgos de reproducir una avalancha de canciones y una librería inútil para encontrar, a través de sus propios desarrolladores, fórmulas ganadoras, una y otra vez, de la música que quieres oir, sin que te la imponga un disc jockey o una disquera, perfeccionando con números por todas partes, una emotividad, un sentimiento.

Al cerrar el espectro de canciones a 1 millón, Westergreen ha construido una audiencia de radio online de 80 millones de personas en los Estados Unidos; un número que cualquier emisora de Clear Channel o de Sirius XM — incluyendo a Howard Stern — envidia, y por el que ha sido atacado, vapuleado y menospreciado en público y en privado por la radio convencional, por la radio online, por la crtítica periodística de la música, por el artista mismo.

Al mantenerse en los Estados Unidos, Westergreen garantiza que el dinero invertido se quedará en casa, quizá. Que no habrá derechos adicionales qué pagar y que por lo tanto, sus accionistas están en el negocio correcto. El de la música por la música, el de la música como divertimento del usuario, el de la música por amor a oirla, el de la música curada por el ser humano, para el ser humano, programada por la máquina, al servicio y bienestar del hombre.

Pandora es, sin duda, el rival más fuerte de Spotify, pues ha dominado el juego del hombre y el algoritmo, juega con las disqueras, pero no a favor de ellas, y no hay un rival más peligroso que el que le dice al usuario que está en control de lo que usa…y que cumple su promesa.

Tim Westergreen y Pandora están en la mira de los asesinos de la cultura de la red abierta.

Pero no puedes matar una radio de 80 millones de oyentes.

Ya veremos, en la guerra de streaming, qué le depara a Pandora, el gran ganador de las canciones perfectas.

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Alejandro Marin
Music And Business

Radio Personality in Colombia discussing and analyzing the status of life, tech and music in the internet era. Host of ‘Bilingual Podcast’.