Cuatro paredes
Nunca tiro la puerta, pero siempre apago la luz.
Cada 24 horas tengo ese instante de lucidez en los que me dejo llevar por toda esa reflexión insalubre que trae la ducha, por lo que hay y lo que falta, por lo que se desea y lo que se agradece, por lo que se muere y por lo que se ríe.
La limpia termina, el azulejo se mancha todos los días un poco más, nadie lo nota hasta que es demasiado tarde y se necesita el uso de cloro o algún ácido que quite toda esa mugre que viene de uno, de los otros, de todos.
Nunca me gusta poner los pies desnudos y mojados directamente en el piso, por eso tengo dos paños para secarme los pies y la cabeza, pero lo único que me importa es tener los hombros y la nuca secos, del resto del cuerpo se encarga la cotidianidad.
Retomo el ritual de vestimenta y comienzo a fantasear si no tuviera dos paños, solo uno, o aún sino tuviera paños del todo. Comienza en mi cabeza un efecto de bola de nieve que me deja sin ducha, sin ropa, sin fé y sin paredes. Me deja en la indigencia de mi imaginario.
¿Qué sería de mí en la indigencia? Yo sería un buen desgraciado.
La primera vez que se me cruzó la pregunta de qué lleva a un hombre al punto de la indigencia, fue en esos años en los que tocaba leer Única mirando al mar, todo se resumía en Momboñombo Moñagallo, un humano que decide lanzarse al basurero. A la mierda todo, y continuar respirando.
Cabrones, la vida es cruel y esta al tanto de recordarlo a todos. Pero ¿qué hace un hombre allá afuera sin paredes?, ¿qué hace un hombre sin un condón?, ¿la basura al basurero?.
Vuelvo a mi cuarto, cuatro metros cuadrados, cuatro paredes, una ventana, una cama. Todo un arsenal para comerse al mundo. Si un hombre tiene cuatro paredes, sale y vuelve. Sale otra vez más fuerte y luego vuelve aún más débil. Pura gloria en cada esquina.
Descansar y crear.
Los pulmones se me llenan de concreto, la nicotina quedó atrás con el romanticismo forzado, me tomo un café y salgo por la puerta. Nunca tiro la puerta, pero siempre apago la luz para luego volver.