Quemar la carne
“What matters most is how well you walk through the fire” ― Charles Bukowski
Encierro en mi cuarto con la cortina ahumada. Aun me gusta quemar cabecillas de fósforos a contraluz, tomar una caja y prenderlos uno por uno. Antes los escondía bajo la cama, ahora los dejo a simple vista, ya nadie puede decir mucho, todos saben que me gusta jugar con fuego y muchos más saben que muchas veces me he quemado, por accidente y adrede.
Las puntillas de los dedos quemadas y apestando a ese olor tan divino de fósforo quemado. La capa más diminuta de la epidermis se quema y nos damos cuenta. Y se sigue quemando. Huele a carne quemada.
Ya nadie juega con fuego, ya nadie se quiere quemar.
Mi madre siempre me dijo que dejara de jugar con fuego, que le huyera a las brasas. Pero madre, cómo puede una persona no conocer a que huele su propia carne mientras todo alrededor arde.
Una vez me contaron que los borrachos arden mejor que el resto de la humanidad. No temen gritar si duele. No temen llorar si no lo soportan. No temen decir la verdad si aún duele más.
Y es cierto. Recuerdo siempre que mi abuelo llegó ebrio la noche de la cena de graduación del colegio. Todos con sus corbatas, sus trajes y sus familias pomposas. Mi abuelo se encontraba en el parqueo mientras nos esperaba, con olor a whisky y un poco a cenicero, no porque el fumara. Cuando llegamos mi madre lo miró e hizo esa mirada que solo las mujeres pueden lograr. Y que solo hombres como mi abuelo pueden evitar. Luego me vio y me abrazó. Nunca en su vida me abrazó tan fuerte como esa noche. No se quedó mucho tiempo, odiaba los protocolos y a la sociedad disfrazada de seda. Así que se fue.
La multitud siempre le huye al incendio. A mí me atraen las personas que juegan con fuego, me atraen mucho. Siempre tienen palabras más cálidas. Una poca de confianza con otra poca de sinceridad. Uno sabe que si hablan de fuego es porque ya se quemaron, jugaron y se volvieron a quemar. Pero me atraen aun más aquellos que ardieron.
Todos ardemos, es solo cuestión de tiempo. Cada uno le reza a su propio dios, porque cada uno cruza su propio infierno. No hay que caer en trampas, hay suertes en la vida y casualidades que favorecen a otros. Lo importante acá es que tan bien logramos cruzar nuestro propio infierno. Es un tema de supervivencia, no de autodestrucción.
Quemar la carne, la propia, gritar si hay que gritar. Rugir si hay que sobrevivir.