Feria del Libro, Bogotá 2013

(Parte II)

felipe perea
Narraciones Colombianas
13 min readMay 20, 2017

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Cuando su falda giraba parecía los anillos de Saturno. La vestía la mujer que tenía al frente, era negra y giraba a cada paso, no eran muchos, ni muy seguidos. Los dos estábamos haciendo la fila para entrar a la exposición de Portugal. Era joven y de escasa estatura. Parado sobre el asfalto mojado de corferias la seguía con pereza. Mi nariz no tuvo más remedio que contarme lo alicorada que estaba mi compañera de fila. Eso explicaba los giros, su gesto sonriente y sellado y sus mejillas enrojecidas. Cada tanto, en alguna de sus vueltas, me pasaba sus ojos negros por mi aburrido rostro, yo inmediatamente miraba a su acompañante que estaba adelante de ella y confirmaba que no tenía el menor interés en voltearse. Me di permiso de responderle con un pequeño y amable gesto. Ella lo percató. Era un buen entretenimiento mientras esperábamos, parecía una fila de concierto. Deje mi prevención y empecé a mirarla detenidamente. Analizaba lo extraña de su forma de moverse, la belleza y soltura que podía generar haciendo fila, esta mujer era más intrigante que la luz morada que desprendía la entrada del pabellón. Ella estaba en una fiesta privada que por segundos se abría hacia mí cuando volteaba, cada vez más constante, cada vez la falda se elevaba más. Al llegar a la entrada la fila se abrió y pudo hacerse al lado de su acompañante, seguía sin mirarla, mientras que al otro costado me hice yo, que no podía dejar de verla. Consciente de la atención que estaba llamando como solo las mujeres pueden hacerlo, ampliaba su sellada sonrisa cada vez más sensual. Ya estábamos adentro y cada persona formada tomaba su camino. Ella me miró y con los ojos me preguntó qué iba a hacer. Yo ya tenía la respuesta, me detuve, me acerqué sonriente, ahora estaba sola, soltera, mía. Su ebriedad pareció desaparecer por un instante, cuando más cerca a ella estuve. Seguramente recordó al novio que la sostenía de la mano. Hasta que mis ojos pasaron de los de los suyos a subir y quedarse estáticos en la altura. Mi acto produjo que me imitara. Los dos vimos todo el techo del pabellón colmado de papeles blancos, telas blancas una tras otra. Como esperaba, ella examinó de un lado a otro el techo, esperando encontrar fin al patrón blanco de las velas del barco portugués al que acabábamos de entrar. Al bajar la mirada y volver a mí no me encontró, yo ya estaba frente a un espejo gigante que acompañaba a la gente pasar. Me movía con la gente, ahora yo era parte de los demás y nuestra exclusividad había desaparecido igual que como inició.
Los libros se amontonaban desde el suelo hasta arriba, todo era blanco y azul. Azul y blanco. No se puede esperar de forma distinta de una playa a la que alguien decidió llamar país. Imperio. En la pared más apartada estaban peces azules con cangrejos rojos, todos en orden. Tal vez no eran cangrejos más bien langostas, o los dos.
Las telas blancas que se suspenden del techo tienen cada tanto unas luces entre ellas. Todo el techo del pabellón es una maraña de luces sombras, velas y aire. Mi mirada no bajaba en ningún momento y no me estaba perdiendo de nada. Recordé los pabellones de otras ferias, el de Ecuador con paisajes, tortugas y hologramas. El de Brasil con poesía en portugués, guitarras, fotos. Los dos con el nombre de su país en letras inmensas, los tres, Portugal también lo tenía, en letras blancas.
Al frente, un artista, tal vez escritor, tal vez poeta, dibujante, marinero o esclavista era entrevistado en su idioma, un público reía con él. Levante la cámara, presioné el botón, continúe.

El estado del techo me hipnotizaba, tanto que estuve cerca de tropezar con una pila de libros azules, hermosos, en ellos la ilustración de unos tentáculos negros atrapando un barco mínimo. En la parte superior, unas letras gruesas y blancas con la palabra MAR. En ese momento nada podía ejemplificar más a ese país que dicho libro.

Fue una evocación violenta y consciente. Volaba por el océano como un espíritu hecho de aire, una gaviota endemoniada, una corriente absurda me llevaba imparable por las olas. Solo podía observar el mar moverse, la textura del agua cambiante pasaba debajo mío tan rápido que solo podía ver un azul eterno finalizar en el horizonte donde otro azul empezaba. Unos diminutos puntos negros rompieron la paz, me acercaba a ellos, ya no eran puntos ni eran negros, eran las azores.
Las más místicas y furiosas elevaciones terrestres con las que los hombres podemos soñar. El punto más hermoso de la tierra, la cuna de los mares, la Atlántida. Siempre, desde que me las mencionaron, siempre quise estar en ellas. No se puede estar en las azores, son agua, así que corrijo. Siempre quise sumergirme en ellas.
Cuanta esperanza se tiene que tener para vivir en unas islas en la entera mitad de un océano únicamente con el propósito de escapar. Únicamente con el propósito de una mañana con suerte nadar al lado de un rorcual azul. Mi sueño no es tan ambicioso para hacerse imposible. En España estaba lo suficientemente cerca para visitar las azores, pero ya en esa época conocía la realidad, quedan en Portugal. “Mierda” me dije. Morir sin las islas de las ballenas o vivir habiendo pisado Portugal, preferí el desierto y una que otra víbora hocicuda. Hoy en cambio, sí que parece lejano pensar en ir.

Luego me enteré que era un libro infantil, es decir un libro de dibujos. La gente en el pabellón lucía unos bicornios azules de cartón asemejando algún sombrero de marinero. No había tiempo, salí de ese cardumen de telas blancas abriéndome paso entre novios y niños. Justo en la salida volví a ver una esquina de ese pabellón que en ninguna exposición ha sido usada. Un rincón inmaculado en el que siempre me habría gustado esconderme y satisfacer los deseos más exhibicionistas. Pero no había nadie para realizarlos ¿Para qué deseos entonces?
Caminé unos minutos por las calles de corferias, el frío ya se sentía en la suela de mis zapatos y las manos se enterraban más profundo en los bolsillos. Era el momento de los cálculos. No había gastado mucho dinero, todavía podía comprar alguna revista o algo con hojas. No recordaba mi desayuno pero sabía que no fue más de un café con pan, normalmente en días así el hambre no aparecía hasta mucho después. Lo insólito era que no estaba cerca de sentirme cansado, de hecho, el aburrimiento caminaba a mi lado mientras llegábamos a la panamericana a buscar algo en rebaja. ¿A qué hora saldrá Juliana?

Con $20.000 pesos colombianos, pesos de estudiante universitario, conseguí a Whitman, a Cervantes y algunos libros sobre escribir guiones de García Márquez y de una australiana que jamás he oído. La suerte me arrebató aún más las ganas de entrar al ecosistema de pulgas y lana que se conoce como mi cama. Sentado junto a la vendedora de maíz que cerraba su puesto, saqué de la pequeña bolsa la joya del botín. Una traducción del cachetón poeta de Marvin Harris, un libro con un carrito de mercado en la portada y una tipografía encantadora en su interior. Tarde, ese mismo año, se lo regalaría a esa novia que vestía como princesa mediterránea en las noches y cual artista conceptual en el día.

A mi teléfono llegó un mensaje de Juliana, punto de encuentro, hora. Aún faltaba para eso. El aparato también guardaba potentes invitaciones a vencer los miedos en la noche de un martes en Bogotá. El presentimiento que la historia acababa de comenzar no era gratuito.

Personas corrían apuradas, las seguí, mi curiosidad me hizo entrar al auditorio donde en una mesa hablaban figuras inesperadas. Santiago Gamboa, Jorge Franco, Juan Gabriel Vásquez, Juan Manuel Roca, William Ospina, y al final, sentado en opuesto orden, Antonio Caballero.

Hablaban de las traducciones, las fotos no eran plácidas, los grabé. Caballero habló de Kundera, mientras miraba la pantalla de mi cámara recordé sus manos y las palabras de mi padre mientras me lo presentaba. Tomaban whisky y yo llevaba en mi mano jugo de naranja con gotas de vodka porque eso era lo que le daban a los niños. Quería decirle lo mucho que lo admiraba así no leyera casi nunca su columna, era lo único que escribía desde hace años. Terminé hablando de la tarea que tenía. “Nunca hice la tarea” me dijo y siguió tomando whisky con los grandes.

Una cámara en el hombro arrastra a su portador a donde quiere, las filas para autógrafos, firmas y selfies eran colosales y el auditorio que no estaba tan lleno ahora parecía una corraliza.
Pude hacerme con un retrato de cada escritor, cuando Antonio bajó de firmar, una familia se me acercó y me pidió tomar una foto con él. Mi lente no daba pero igual dije que sí. Eran una pareja de cuarenta años, con una hija adolescente más que relevante. Se ubicaron de tal forma que ni enfocarlos a todos pude. Solo la tomé a ella. Le sonreí y junto con mi mail deje mis deseos de que algún día cuando sea adulta pueda verificarlo conmigo. Un hombre se acercó a Caballero y le habló algo de un trabajo, una investigación, algo de historia, religión, la Iglesia Católica. Los dos miramos al sujeto de la misma desconcertada forma. Parecía que todos los vinos del mundo habían sido mezclados en su aliento cuando le respondió. Que leyera historiadores, si no le servían que leyera lo último de Vallejo dijo en su solemne ebriedad. Se despidió, tomé su retrato sin decir palabra ni permiso. Tampoco me reconocería, como no me reconoció cuando igual de insolente le pregunté ¿Por qué no había escrito mas? y si se acordaba de mí una tarde en una librería peruana.

Era una noche digna de ser descrita por la literatura. Una noche prepotente y despreciativa con todas las criaturas que caminaban bajo ella. Menos con una, con Juliana. Diferente de la joven trabajadora que me encontré por casualidad. Ahora era una mujer de noche. Su abrigo la devolvía acelerada a los tiempos en que las mujeres eran estrellas veneradas en películas. Ahora no se veían sus clavículas, sabía que de ellas salía ese largo cuello delicado y fuerte que cargaba su mirada, una mirada que no dejé de corresponder hasta el otro día.

Ella tenía hambre y se apegó de mi brazo al salir de la feria, gracias a mi teléfono ya sabía lo que haría luego, pero no sabía cómo iba a suceder. Ciertas mujeres poseen la más fina de las maldiciones para transformar a sus acompañantes en títeres invocados por sí mismas.

—¿A donde vamos hay de comer? Tengo hambre.

—¿Mucho trabajo? ¿Cuántos libros vendiste?

—Ninguno, no vendía libros… estoy segura que mis conversaciones contigo quedarán solamente en mi memoria.

—Es que soy tarado Juliana.

—Ya lo sé Felipe. ¿A dónde vamos?

—A la cárcel.

Juliana reía despreocupada, a ella no le importaba nada de lo que pasara a su lado, en el mundo o en mi cabeza. Ella solo reía y maldecía. Estaba bajo su dominio. Su mirada en el taxi iba directo hacia mi imaginación, ella estaba consciente de que fantaseaba como escultor hambriento con su cuerpo. Que nada de lo que nos venía iba a ser limpio o desagradable. Ella lo sabía y sonreía.

Si de algo podía estar seguro es que los martes el único lugar con suficiente arrebato para contener a Juliana era la cárcel. Hicimos una apuesta cuando entramos y vimos que era cierto, el infierno se trasladó esa noche para esa casa abandonada, atiborrada de una luz roja, rosada y gris.
Pactamos que si en algún punto de la fiesta mi instinto colapsaba y el sentido común que guardaba se esfumaba y decidía robarle un beso, tenía entonces que correr con todos los gastos de nuestra futura boda. Si por el contrario era Juliana quien me daba el beso, tenía pues que obsequiarme un libro, cualquiera que yo quisiera.
Así que con las ganas en los labios y la primera botella, arrancó el baile.

Los gays bailan mejor, siempre bailarán mejor. Paul es el mejor en cuanto a moverse. Siempre vestía con despedazada elegancia, no había persona más adecuada en toda Suramérica para estar de fiesta que con él. Me presentó con una turba de campesinos holandeses y belgas con los que jugaba. Esa noche todos éramos una manada en el centro del “bar”. Como niños corriendo por el parque todos nos perseguíamos y agitábamos. Palpitando. Las sustancias que habían quedado del fin de semana pasado penetraban los cerebros como si fueran vírgenes de convento. Juliana era omnipresente, podía controlar la atmósfera de todo el lugar tan solo cambiando su expresión.

El destino entonces mandó más música, una marejada de licor abrazaba la espina de cada niño que bailaba. Creí fuertemente que había enloquecido, una manada de caballos transitaba por el techo del lugar. No lo imaginé, dos holandeses a mi lado también fueron testigos.
Habría llevado a Juliana a alguna de las esquinas del lugar, de no ser porque ya estaban ocupadas por charcos de vómito y heroína. El hambre se transformó en movimiento, un banquete de miel y ron. Dieron las doce.

Con cada canción que pasaba el misterio de Juliana era menos claro y más dulce. Además cuando Paul respira cierto número par de líneas blancas, llora por algún amor perdido. Aquella vez era un semipaisa de nombre Sebastián quien aburrido le mordió el corazón. Para Juliana todo era comedia, para Paul tragedia. Yo empezaba a recobrar la vista, el tequila surgía victorioso en la batalla por la cordura. Salimos de ahí dejando a unos cuantos ofendidos para ir a una casa donde Paul y Juliana tenían conocidos. Al parecer, cuando se conoce a alguien en la fiesta, se conoce de toda la vida.
La casa era en la Calera, un pedazo de Bogotá arriba de las montañas, la casa no era en la Calera, la casa era en las alturas. Donde el dinero compraba la vista de toda la ciudad. Vivir en la Calera es un acto de rebeldía y comunismo. Allá arriba, arriba de la ciudad en ese cielo de árboles y niebla no hay ricos, solo aullidos, frío y mala señal celular.

—Siempre que bailas pareces quieto.— Me decía Juliana mientras escalábamos la montaña en algún carro confiado.

—Es que cuando bailo pienso y cuando pienso me quedo quieto.

—Ajam… yo te enseño, tranquilo.

Los gritos de eufórico rencor de Paul desviaron la conversación a temas irrelevantes, el amor. Él seguía amargado y despechado, nuestro paradero prometía acabar todas las tristezas. Lo que empezó como un asado verticalmente evolucionó a una tormenta de narcóticos embebidos en niños con apellidos que entre sus padres reconocen. Todos son amigos en internet, todos probaron la adolescencia sumidos en la educación de los mismos ocho colegios, a los que también fueron sus padres, en todos está presente un gen familiar criminal y uno político. La fiesta exige personas así. Demanda talento y habilidad. Para todas las clases sociales la diversión está prohibida, incluso para las más altas. Para festejar se necesita de ese único distanciamiento de la realidad que príncipes y cachorros presumen en sus miradas.
¿Hay acaso algo más digno para presumir que un balanceado y exquisito cordón umbilical?

Faltando poco para llegar, Juliana dejó de hablar, dejó de coquetear, la seriedad siempre lucía curiosa en ella. Un enigma había llegado a su teléfono y al mismo tiempo a mi fallido ser.

Estando en medio de los invitados la ilusión de ser inmortal había atrapado a cada ser en esa casa. Habían habitaciones blancas donde los cristales permitían a la salsa marcar su salvajismo. No habían voces, habían trompetas. Gozar era sin embargo algo exclusivo, algo reservado especialmente para los dos borrachos al lado de la terraza. Juliana y yo. Su rostro unido a mi cuello, mi nariz absorbía el aroma de su cabello, solamente la gravedad podía hacernos frente. Bailábamos sin conciencia de hacerlo.

Por tu mala maña de irte sin pagar.

En una buena juerga se necesita palpitar. Se hace primordial el ritmo. Esa es la diferencia entre una fiesta y esos festejos vergonzosos donde nada para, donde ese bramido electrónico de algún estafador llamado dj desvirtúa todos los valores reales por los que los hombres han muerto en oriente. El honor sincero de la inmutable fiesta.

Una celebración digna es todo lo que necesita un cuerpo humano a las dos de la mañana.

Estaba atado a Juliana de la misma forma en que estoy atado a mi pasado. Antes de perder mi apuesta ella derramó el enigma que inundaba sus pasos con sobriedad.

—Actuar Felipe.

—¿Actuar Juliana?

—Sí, tenemos que actuar.

—¿Por?

—Por absenta.

Si en algo Juliana podía ser entendida era en sus vicios. El primero era vicio y adoración, ella sentía necesidad de retar al azar. Con la fuerza de las bestias aladas Juliana siempre apostaba sabiendo que ganaría. El azar era el compañero más íntimo con el que ella caminaba y dormía. Su otro vicio, los libros, también estaba dispuesto al azar, Juliana nunca leyó un libro de otra forma. Siempre abría una página al azar y desde ahí empezaba a leer, no importaba si era la doscientos o la tres, siempre era al azar y siempre leía de esa forma. Como los curas.
El tercero y más inofensivo lo descubrió cuando estudiaba en Múnich. La leche de Artemisa. Nunca los ácidos, hongos o pastillas llegaron a imprimirle más emoción y afecto que las copas verdes de absenta. En esas fiestas se frecuentaba tomarlo por el prominente deseo de los jóvenes bogotanos de seguir rituales y modas extranjeras. Para mi felicidad por supuesto.

El mejor amigo del dueño de la casa fue a su carro adornado con la bandera de Gran Bretaña en el techo y sacó de él un guión. Esa era la prueba, actuar ese guión. Tres páginas arrugadas y apestosas a vino. Las palabras delataban que había sido escrito de noche. Cinco copias circulaban. El autor no nos miraba con la arrogancia del adelantado, se mantenía macabro y sonriente cual demonio a punto de recibir una nueva alma.

En el jardín empinado y oscuro, el clima mantenía a los perros refugiados en sus cubículos de madera, la niebla se mezclaba con las nubes lejanas que marchaban por Bogotá. Los puntos de luz se veían como una marea desde el pasto helado por el que todos deambulaban intentando recitar algún diálogo. El ron ayudó a llenar los espacios que el talento no cubrió. Mi papel era básico, ser protagonista, alentar a Juliana y suicidarme. El de ella era enorme. Esa era la razón por la que era la única que no mostraba inseguridad, ni parecía siquiera importarle, su cabellera escondía un mundo superior donde el mismo anti-cristo fue expulsado por inocente. Todo era ajeno a su manto de insensatez. No leyó el guión, sabía quien era y que hacer. Estaba lista.

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