Gráfica

Daniel Brena
POR CIERTO
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11 min readJul 8, 2017

Una entrevista a Francisco Toledo

Por Daniel Brena

Salí a los trece años del sur de Veracruz y vine a Oaxaca a estudiar la secundaria. Mi familia me inscribió al Instituto de Ciencias y Artes. En la mañana iba a la escuela y tenía la tarde libre. Entonces un familiar de mi papá me sugirió que me inscribiera a la escuela de Bellas Artes.

En la biblioteca de la escuela vi algunos libros sobre muralismo, José Clemente Orozco. Vi grabados de William Blake y algunas cosas de Pablo Picasso.

En la escuela tuve dos maestros, que fueron miembros del Taller de Gráfica Popular: Rina Lazo daba clases de pintura y Arturo García Bustos enseñaba grabado en linóleo. Él nos daba los temas. Por ejemplo: los camaradas chinos protestando contra la bomba atómica del imperialismo. Pedía que lo que hiciéramos tuviera un fondo político. Pero a los trece años, no sabes qué es qué. Ahora tampoco.

García Bustos presentaba, con diapositivas, trabajos de otros artistas. Fue la primera vez que vi el trabajo de Leopoldo Méndez y del Taller de Gráfica Popular. También nos dio una conferencia sobre Los desastres de la guerra de Francisco Goya.

También en esa época, empecé a fotografiar. Un día le enseñé mis fotografías a García Bustos. «Usted dedíquese a la foto», me dijo, «deje el grabado».

Arturo García Bustos. Mercado de Tlacolula. 1956–1957.

Yo siempre estaba grabando. No estudiaba, ni presentaba exámenes. Y como no avanzaba en la secundaria, mi familia decidió moverme a México para que estudiara un poco más.

Pero como el plan de estudios era diferente al de Oaxaca, todo lo que había estudiado no me sirvió y me regresaron otra vez a primero, y ya no me gustó tanto. Bueno, nunca me gustó.

Así que fui a buscar el Taller de Gráfica Popular, pensando que podría tomar clases o trabajar ahí. Pero no lo encontré. Luego intenté inscribirme a La Esmeralda [Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado] pero ya se habían cerrado las inscripciones. La persona que me atendió me sugirió que me inscribiera a la Ciudadela [Escuela de Diseño y Artesanía de la Ciudadela], una escuela que acababa de abrir y que ofrecía talleres libres.

En la Ciudadela volví a encontrar a García Bustos. Daba clases de grabado en madera y linóleo. Pero yo lo evité. En vez, me inscribí a litografía donde tuve dos maestros: Francisco Castelar y Francisco Dosamantes. Castelar daba la materia técnica. Él había sido obrero de El buen tono, una fábrica de cigarros, que imprimía manualmente toda su publicidad. Con él hice buena amistad. Me aconsejaba que fuera más ordenado, más limpio, que hiciera las cosas como deben ser. Pero yo intentaba hacer las cosas de otra manera.

En la escuela, para empezar a trabajar la piedra de litografía, primero había que presentar dibujos. Y el maestro que daba esa materia era Dosamantes, un artista del Taller de la Gráfica Popular. Yo hacía las cosas buscando una cierta modernidad que a ellos no les gustaba. Pero como yo era el único alumno, me tenían que aguantar.

No había nadie más que yo. Ellos se ponían a platicar y me dejaban solo. Yo agarraba las piedras, las limpiaba, las graneaba, dibujaba, imprimía. Todo mal. Pero me dio libertad. No les tuve miedo a las piedras y produje mucho.

Al galerista Antonio Souza le gustaba lo que yo hacía y me aconsejó que viajara a Europa para ver museos. Me dio cartas de recomendación para Rufino Tamayo y Octavio Paz.

En su galería vi una gran exposición de Wolfgang Paalen, algunas cosas de Tamayo, de José Luis Cuevas. Souza era muy amigo de Cuevas. Se carteaba con él. Y me enseñó cartas con dibujos de Cuevas.

Eso fue en el 59. Yo hice mi primera exposición en Texas (en Fort Worth), y después en México. Vendí algunas piezas y pude ahorrar dinero. Me metí a aprender italiano porque quería conocer Italia especialmente — no sé porqué — .

Salí de México en el 60 y fui a dar a Roma. Y en Roma conocí a Elvira Gándara, una mexicana que había trabajado con Fernando Gamboa en una gran exposición que viajó por Europa: Veinte siglos de arte mexicano. Ella me ayudó a conseguir un departamento. No sé cuánto tiempo habré pasado ahí, pero me empecé a aburrir.

Decidí ir a ver la Bienal de Venecia. Y Elvira Gándara me dijo «no se vaya. Los venecianos matan a la gente y los tiran al Canal». «Voy nada más por un rato. Allí le dejo mis cosas», le dije. Regresé cuatro años después. debe haber creído que realmente me mataron esos venecianos.

Antes de que me fuera, la señora me dijo, «si llegaras a ir a París, ve a ver a esta persona». Y esa persona era Rocío Sagahón, la bailarina que fue pareja de Miguel Covarrubias. Ella se había enamorado de George Vinaver, un fotógrafo francés.

Cuando los visité me ofrecieron un cuarto vacío que tenían. Me hice muy amigo de ellos. Yo cuidaba a su hijo, Martín Vinaver. Ahora es pintor y vive en Suecia.

Ellos ya estaban por regresar a México y yo iba a perder el cuarto que me prestaban. Yo tenía las cartas para Tamayo y para Paz. No sé a quien vi primero. Creo que a Paz. Lo visité en la embajada. Y fue un poco agresivo. Me hizo un cuestionario: «¿Quién es más importante: Tamayo o Dubuffet?». ¿Cuál será la respuesta correcta?, pensé. Y claro, no di la respuesta buena. Dije: «Dubuffet». «Pues se equivoca. Tamayo es el pintor».

«Usted no sabe quién soy yo pero yo sí sé quién es usted», me dijo. Y sacó de su escritorio un proyecto de un libro de arte que Antonio Souza le había mandado para que escribiera el texto. Era sobre una generación nueva de artistas jóvenes, no de la tradición mexicanista. Y aparecía yo.

«Quiero ver su obra», me dijo Paz. Yo tenía algunas cosas que había pintado en Roma, y otras que había pintado en París. Y lo invité a verlas. Llegó con su pareja Bona Tibertelli de Pisis, y con una poeta argentina: Alejandra Pizarnik.

Yo tenía un libro en el cuarto. «¿Que lee?, me preguntó.» «Ah, le gusta Góngora. ¿Y le entiende?», un poco como molestándome. «Compre tal edición porque tiene una explicación de lo que escribe Góngora».

No opinaron gran cosa de mi trabajo, pero su pareja me dijo: «Ojalá tuviera un lugar más grande para que pudiera pintar. Vamos a ayudarlo. ¿Ya sabe dónde comprar pintura? Lo voy acompañar». Era muy amable.

Y gracias a Paz pude entrar a la casa de México, en la Ciudad Universitaria. Ahí me dieron un lugar para pintar, debajo de unas escaleras. Pero las señoras del aseo se quejaron y pidieron que me sacaran porque “siempre estaba todo azul” o “todo rojo”, y que “no era posible”.

Luego visité a Tamayo. Le llevé mis cosas y más o menos se interesó. Fue muy generoso conmigo. Cuando empecé a mejorar, cuando mi trabajo era más interesante, me pidió que yo le dejara mis cuadros. Me los vendía cuando iban sus coleccionistas.

También me llevó a varias galerías para ver si me aceptaban. Pero nunca pudimos convencerlos. Tamayo salía muy enojado. «¿Ha visto qué cosas tan feas exponen? y lo de usted, no lo quieren».

Tamayo estaba por regresar a México. Y otra vez me iba a quedar sin ayuda, pues había que pagar el cuarto de la Ciudad Universitaria, comer, comprar material. Pero él, pensando que me iba a quedar desprotegido, me presentó a una coleccionista española que era muy amiga de él: Rafita Ussia. Ella me dio una beca de $100 dólares al mes. Me ayudó mucho. Yo tenía que entregarle cuadros a cambio, pero en ese momento realmente nunca le interesó.

«Va a venir a visitarlo un señor de Noruega a ver sus cosas», me dijo Tamayo antes de que se regresara a México.

Luego llegó Rodolfo Nieto. Se instaló en la casa de México y nos hicimos amigos. Salíamos al cine, a comer. A él le dieron uno de los dos talleres de la casa de México. Y a mí me dieron el otro.

Nieto tenía cartas de recomendación para una galería — que era la de Tamayo — . Le hicieron un contrato y con eso pudo salirse de la Ciudad Universitaria. Alquiló un estudio, un departamento, compró un coche. Entrando, entrando le fue bien. Pero dejamos de vernos.

Llegó el señor de Noruega, vio mis cosas y me dijo que quería hacer una exposición. Poco después regresó. Y yo le pregunté si quería ver la obra de otro pintor mexicano. Después de ver la obra de Nieto, propuso que la exposición nos incluyera a los dos. «Vamos hacer la exposición Nieto-Toledo, en Oslo».

Hicimos el viaje a Oslo. Nieto se compró un coche y se fue manejando hasta allá. Yo, con una amiga, y el escultor Jorge Dubon — en el coche de la amiga — nos fuimos también hasta Oslo.

El director del museo Kunstnernes Hus donde expusimos, nos llevó a las bodegas y nos enseñó unas piedras de litografía y placas de madera que usó Edvard Munch.

Munch compraba las piedras que dibujaba. No las borraba. Y curiosamente, él hizo sus litografías en el mismo taller en el que trabajé años después, en París: el taller Clot, Bramsen & Georges. Bramsen se asoció con el nieto de August Clot, que era el gran impresor de Henri Toulouse-Lautrec, de Pierre Bonnard y de Edvard Munch, entre otros.

Me quedé un mes en Oslo. Como me tocó invierno, había una luz muy especial. El sol estaba presente día y noche. Pero había que regresar a París.

Pensé que mi tiempo se terminaba. Los estudiantes de Ciudad Universitaria solo tenían derecho a vivir hasta cuatro años allí. Yo estaba de irregular — no estudiaba nada, solo pintaba — . Pero ya había conocido a un galerista que le interesaba mi trabajo. Fui a verlo y le dije que se me había acabado el tiempo para estar en la Ciudad Universitaria. Me dio un cuarto de servicio. Y ahí me quedé no sé cuántos años.

Preparé mi primera exposición en París en el 64. Para anunciar mi exposición trabajé en el taller Mourlot, que fue el gran taller donde produjo Picasso. Hice cuatro litografías. Y allí conocí a un joven que trabajaba en una galería muy importante. Él me llevó con Bramsen.

Yo empecé a comprar gráfica porque se hizo la Casa de la Cultura de Juchitán. Pero nunca fui coleccionista. Nunca tuve ningún interés, ni de coleccionar mi obra, ni la de otras gentes.

Cuando se habló de hacer la Casa de la Cultura, yo tenía algunos grabados que me habían regalado. Y en mis viajes — que siguieron a la apertura de la Casa de la Cultura de Juchitán — hablé con Bramsen para que me vendiera obras. Otras me las regaló. También tuve cierto contacto con el grupo CoBrA (Pierre Alechinsky, Corneille, Asger Jorn, Karel Appel) porque todos pasaron por el taller. Pero con ninguno tuve una relación muy estrecha.

Asger Jorn. Odradek.

En Juchitán conocí al escultor y grabador japonés Kiyoshi Takahashi. Él me regaló una serie de grabados suyos y otros tres de Shikō Munakata, un artista que había sido su maestro y que es considerado el número uno de la gráfica en Japón. Munakata le había dado esos grabados para que, cuando conociera a un artista que le gustara, se los regalara. Y me los dio a mí.

Después, cuando fui a Nueva York, caí en una galería donde compré grabados de Utamaro Kitagawa. Curiosamente la dueña me dijo que su abuelo había sido amigo de Pancho Villa y que le había vendido armas. Celebraba que los mexicanos todavía siguieran gastando su dinero en cosas de contrabando.

Utamaro Kitagawa. Moatside prostitute.

En Nueva York conocí la galería Martha Jackson. La galería vendía mi obra y me daba una mensualidad. Y con eso compré más gráfica para la Casa de la Cultura. Compré un cuadro de Carlos Mérida, y otro de Joaquín Torres García. Tuve que pagarlo — en abonos — del dinero que me daba Martha Jackson. Pero al final, esas dos piezas, que son muy importantes, se las regalé a Tamayo para su museo. Quise pagar la ayuda que me había dado cuando estaba en París.

En Juchitán hicimos una exposición de la obra gráfica de Tamayo. Olga, su esposa, me dijo que vendiera las piezas para que ganara algo de dinero. Me las dio a mitad de precio. Le pedí tres o cuatro que vendí en Oaxaca. Y con el dinero de lo que se vendió, compré los Tamayo que están en la colección.

Luego busqué a ciertos artistas, sobre todo de la generación de Alfredo Zalce, Isabel Villaseñor, Carlos Mérida. Los segundos después de los grandes del muralismo. Toda esa generación que estuvo un poco de lado, que nunca tuvo tanta resonancia lo que hacía.

A Zalce lo fui a ver a Michoacán, en Morelia. No sé si había oído hablar de mí pero estaba muy emocionado que yo quisiera comprar cosas de él. Fue amabilísimo. Hay una serie de litografías que hizo sobre Yucatán. Sacó todos los dibujos que tenía. «Yo quiero esta serie para Juchitán«, le dije. «No se lo puedo vender. Se la regalo», me respondió. Pero yo hice un cheque y lo dejé en su mesa. Ese fue un encuentro de esa generación de gente muy dadivosa, sin interés de ganar.

Muchos ya habían muerto, así que les compramos a los hijos. Le compramos a los herederos de Carlos Alvarado Lang, por ejemplo. También Olinca Fernández Ledesma Villaseñor (la hija de Isabel Villaseñor y Gabriel Fernández Ledesma) nos vendió obra.

Todos estaban muy honrados de que alguien se interesara, porque esa generación estaba un poco olvidada. Nadie estaba interesado en comprarles. Eso cambiaría años más tarde cuando el empresario Andrés Blaistein comenzó a comprar obra de esa generación, sobre todo pintura.

También busqué a los familiares de Erasto Cortés. Un hijo, que era amigo de Carlos Monsiváis, me vendió obras. Y con él hicimos el proyecto del Museo Taller Erasto Cortés, en Puebla.

Fui a ver a Arsacio Vanegas, que era el último descendiente de Antonio Vanegas Arroyo, el dueño del taller donde trabajó Manuel Manilla y José Guadalupe Posada. Arsacio Vanegas se había dedicado a la lucha libre y además entrenó al Che Guevara, a Fidel Castro, y a toda su gente. Les enseñó a hacer llaves para defenderse cuando los atacaran. Le compré algunas cosas. Y luego quise hacer un libro sobre Manuel Manilla. Pero Arsacio no quiso. Dijo que todos se habían aprovechado de Manilla.

José Guadalupe Posada. La calavera oaxaqueña.

Conocí al impresor del Taller de Gráfica Popular: José Sánchez. Es curioso porque era el mejor impresor, pero le faltaba un brazo. Tenía un cuero que se ponía para agarrar y mover las piedras. Me llevó las piedras a la casa en Tlalpan pero nunca pude hacer nada con él. Pero fue muy muy amable. Le hicimos una entrevista sobre la participación de los miembros de Gráfica Popular en el intento de matar a Leon Trotsky.

Y en 1968 conocí al hijo de Leopoldo Méndez — uno de los fundadores del Taller de Gráfica Popular — . Me tomó unas fotos para un catálogo. Después le hablé cuando empecé a coleccionar para el IAGO. Algunas cosas me las vendió, otras me las regaló. También Monsiváis le compraba mucho. Y lo que no le gustaba, me lo pasaba a mí.☙

Leopoldo Méndez.

Esta es una versión reducida de una entrevista a Francisco Toledo ocurrida el 11 de marzo de 2017.

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