Los barrios informales en la Latinoamérica post-COVID
La crisis derivada de la pandemia del coronavirus trajo a la superficie del debate público la problemática del hábitat informal a nivel global.
En Latinoamérica, la presencia de grandes asentamientos informales sin acceso a servicios básicos, acaso la manifestación territorial más cruda de la desigualdad en nuestras sociedades, es una característica arraigada en las grandes ciudades del continente, desde México a Argentina. Esto no solamente constituye un drama para los millones de familias con derechos vulnerados que habitan dichos barrios, sino que a su vez implica un alto costo para toda la sociedad.
Si bien existe una tradición de programas de mejoramiento de barrios y desarrollo del hábitat popular en nuestra región, su financiamiento ha sido históricamente limitado respecto de las necesidades de inversión total. En el marco de la recuperación post-COVID, el involucramiento de inversores institucionales y otros actores privados en políticas estatales de desarrollo urbano será crucial para romper el status quo y lograr escala en la atención de un problema crítico para el futuro de nuestras ciudades.
Según datos de Naciones Unidas, alrededor de 900 millones de personas viven en asentamientos informales en todo el mundo — “villas” en Argentina, “favelas” en Brasil, “ciudades perdidas” en México, “shanti towns” en la India. En Latinoamérica, el problema afecta a 103 millones de personas, llegando a representar en promedio más del 20% de la población urbana de la región.
Un problema histórico y de implicancias intertemporales
La informalidad urbana es producto, entre otros factores, de la falta de planificación estatal y la ausencia de mercados de tierra asequibles para los sectores medios, medios bajos y populares que no pueden acceder a soluciones habitacionales dignas y revierten a la ocupación irregular de terrenos sin servicios como solución de última instancia.
Nacidos en la emergencia, los “barrios populares” se consolidan con el tiempo como parte integral de las ciudades, reproduciendo condiciones de pobreza estructural y multidimensional, con altos costos para toda la sociedad. Las implicancias intertemporales e intergeneracionales de la desigualdad urbana son asimismo dramáticas, al ser la mayoría de los habitantes de dichos asentamientos menores y familias jóvenes.
Dado el carácter histórico de la problemática y la alta correlación entre la proliferación de la informalidad urbana y los ciclos económicos adversos, es de esperar que la presente crisis represente un nuevo shock a las aspiraciones de desarrollo de nuestras sociedades: no hay cohesión social ni éxito colectivo posible con un alto porcentaje de la población viviendo en condiciones indignas, con derechos vulnerados y enfrentando problemas multidimensionales que tendrán graves consecuencias si no se los encara de manera sostenida y a la escala adecuada.
La crisis dejó expuesta la realidad de los barrios populares. No solo es prácticamente imposible para los vecinos cumplir con las recomendaciones sanitarias durante el aislamiento (hacinamiento en viviendas precarias, falta de agua potable y saneamiento), sino que su economía se ha visto cuasi paralizada dadas las restricciones sobre la actividad en la mayoría de los países de la región.
La enorme mayoría de las trabajadoras y trabajadores de los barrios informales son empleados no registrados, eventuales o independientes, que suelen “vivir al día” y fuera de toda red de protección socio-laboral. La mayoría de ellas y ellos trabajan en sectores de baja renta, baja calificación y/o baja productividad, incluyendo la construcción, el manejo de residuos sólidos urbanos y la pequeña producción — todos sectores donde el nivel de actividad pasó a prácticamente cero de manera abrupta por las medidas de aislamiento social adoptadas, con matices, en toda la región. En el mismo sentido, miles de trabajadoras del servicio doméstico y de la industria del cuidado que no están debidamente registradas vieron disminuidos sus ingresos.
En educación y salud, estamos viendo como los efectos de la cuarentena exacerban inequidades preexistentes entre los habitantes de barrios informales y sectores medios y altos. Déficits en conectividad, entre otros, erosionan la relación de millones de niños con los centros educativos, lo cual probablemente resultará en un incremento del abandono escolar, ya de por sí alto en la región. Asimismo, la interrupción de tratamientos por enfermedades crónicas y una baja drástica en consultas no relacionadas al COVID (por temor a contagios), hacen esperar una escalada de problemas en el sistema de salud. Ambas dificultades afectarán desproporcionadamente a los más vulnerables.
Capital de impacto para la recuperación
Pese a la criticidad de la problemática, la inversión estatal (y en menor medida filantrópica) en mejoramiento e integración socio-urbana de barrios populares no es suficiente siquiera para cubrir el crecimiento vegetativo de la necesidad.
A nivel mundial, de acuerdo a UNCTAD, hay una brecha de inversión anual de no menos de 250 mil millones de dólares en programas de agua y saneamiento. En Argentina, uno de los pocos países de la región que cuenta con información sistemática, oficial y exhaustiva respecto de la informalidad urbana, se estima que la necesidad de inversión total para “urbanizar” las más de 4.400 villas y asentamientos informales del país registrados hasta el 2016 es de al menos 26 mil millones de dólares. Pese a los grandes esfuerzos fiscales realizados en años recientes, con una inversión pública federal anual que ha oscilado entre 100 y 200 millones de dólares, es evidente que una solución de escala apoyada únicamente en presupuestos públicos es una entelequia.
Esta dinámica, que se verifica en toda la región y el resto del mundo, habla de la necesidad y oportunidad para involucrar al capital privado en el financiamiento a escala de programas consistentes y plurianuales, que sobrevivan cambios de administración consolidándose como verdaderas políticas de Estado.
En el mundo y en nuestra región cada vez son más los fondos comunes de inversión, de pensiones, de aseguradoras o de bancos de inversión que buscan alinear sus carteras con el impacto social y ambiental. En este marco, los bonos sociales o “bonos ODS” (un mercado que se estima llegará a 400 mil millones de dólares a nivel global en 2021) pueden ser un vehículo prometedor para captar financiamiento de inversores institucionales y otros interesados en avanzar los objetivos de desarrollo sostenible.
Dada su naturaleza multidimensional, la inversión en programas de mejoramiento de barrios, es central para avanzar la Agenda 2030, construir comunidades resilientes y apuntalar la recuperación social y económica.
¿Cómo estructurarlo?
En contextos fiscales que se estiman serán restringidos para la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, la emisión de títulos de deuda en los mercados públicos puede atraer capital a escala que esté ligado a la financiación de programas o vehículos especiales dedicados a la integración socio urbana. En el caso de Argentina, una ley nacional sancionada en octubre de 2018 creó un fideicomiso financiero atado a un programa nacional, diseñado como fondo público-privado de afectación específica. La norma contempló la salida del vehículo al mercado de capitales y la posibilidad de incorporar aportes de multilaterales como el BID o el Banco Mundial (principales inversores en la temática en nuestra región).
Un vehículo de estas características pude asignar fondos a jurisdicciones subnacionales (Estados, provincias, municipios, comunas) para la ejecución de proyectos, canalizados como asignaciones no reembolsables o como préstamos, según el esquema de esfuerzos compartidos para el repago que se acuerde en cada caso. Los modelos de repago se pueden y deben apoyar en el enorme valor social y privado creado por los proyectos, desde la captación de plusvalía urbana y la monetización de derechos de desarrollo futuro en las áreas afectadas, hasta la captación de valor social futuro por parte de los gobiernos (en forma de recaudación fiscal incremental, mayor actividad económica, mejor performance educativa y/o de menores costos en salud o seguridad ciudadana, entre otros), y el aporte de los propios vecinos — cuya capacidad y voluntad de aporte queda evidenciada a partir del capital que con mucho esfuerzo ya invierten para ser forjadores de su propio hábitat (informalmente) en el presente.
Nunca hubo una mayor necesidad ni un tiempo más oportuno para avanzar en la construcción de ciudadanía y de comunidades resilientes. De cambiar la narrativa y pensar en la informalidad no como un pasivo sino como una oportunidad de generar valor social y activos urbanos.
Poner a la integración socio urbana en el centro de la recuperación post-COVID es tanto imperativo moral como estrategia para asegurar la cohesión, prosperidad y estabilidad de nuestras sociedades, habilitando procesos inclusivos, sostenibles y con justicia social.
Conoce al autor
Sebastián Welisiejko
Director de Políticas Públicas | GSG
Economista especializado en desarrollo económico, inversión de impacto, conflicto e integración socio-urbana. Actualmente se desempeña como Director de Políticas Públicas en The Global Steering Group for Impact Investment (GSG), una organización sin fines de lucro dedicada a promover la economía de impacto, con sede central en Londres y presencia en más de 30 países. Antes fue Secretario de Integración Socio-Urbana de la República Argentina, subsecretario en la Jefatura de Gabinete de Ministros de la Nación (Argentina), Director Ejecutivo del GSG (Londres) y Economista Jefe de The Portland Trust (Londres), una ONG británica dedicada a la promoción de la paz y la estabilidad entre Israelíes y Palestinos a través del desarrollo económico. Sebastián es Economista por la Universidad de Buenos Aires (Argentina) y tiene un Mágister en Desarrollo Económico por la Universidad de Sussex (Reino Unido).