La casa que todos conocen y todos niegan conocer

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nifor
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4 min readOct 4, 2016

Si tu plan después de salir de alguno de estos populares tugurios es continuar la fiesta, muy probablemente has visitado la casa de “Don E”.

La escena de las cantinas del Centro Histórico de Hermosillo es por demás rutinaria y predecible. Algunos prefieren La Verbena, con su aura “hipsterosa” y a la vez igualitaria, donde un estudiante de Ciencias de la Comunicación de la UVM puede llegar a compartir la “cahuama” con la artista callejera que estudia Artes Escénicas en la Universidad de Sonora.

Otros, puristas como son, prefieren la honesta suciedad del Club Obregón, un rincón donde borrachines, profesores, investigadores, estudiantes y demás fauna nocturna, conviven en ese entrañable patio, disfrutando las cervezas más frías de la ciudad. Entre cucarachas y colillas de “Delicados”, la vida es, definitivamente, más sabrosa.

Si tu plan después de salir de alguno de estos populares tugurios es continuar la fiesta, muy probablemente has visitado la casa de “Don E” (omitimos el nombre que, seguramente ya conoces, para evitarle posibles problemas con la ley), ubicada en una esquina de la calle No Reelección, a unas cuantas cuadras de la Capilla del Crimen, perdón, del Carmen, y al pie del Cerro de la Campana, longevo testigo de los aspectos más truculentos de la vida nocturna de la pomposamente llamada “Ciudad del Sol”.

Dedicado al negocio del “after hours” clandestino por décadas, “Don E” es descendiente de familias de rancio abolengo en la sociedad hermosillense. Según fuentes consultadas, su supuesta homosexualidad le valió la marginación dentro de su círculo social, por lo que decidió cortar relaciones con la “gente bonita” de la capital sonorense, ya que no era convocado a las fiestas y saraos propios de la “high”. Aparentemente, inició en el negocio de la clandestinidad en la Nuevo Hermosillo, para después asentarse en el Centro Histórico de la ciudad. Incluso, ha purgado un par de condenas en prisión.

Mermado de su salud, postrado en una silla de ruedas, ha dejado la operación de la casa en manos de familiares y colaboradores.

La primera vez que uno acude a esta renombrada institución del “underground” local, jamás se olvida. Recuerdo tocar la vetusta puerta de lámina de acero, para que inmediatamente uno de los dependientes abriera la ventanita, y después me dejó entrar. Rápidamente me preguntó que si quería, le pedí una cerveza por la cual pagué un considerable sobreprecio (impuesto a la clandestinidad, podría decirse).

En ese lugar es posible encontrar drogas, pero como buen boy scout que soy, ni pregunté.

Los parroquianos de “Don E” pueden ser considerados regulares, pues en mis esporádicas visitas he logrado coincidir con algunos rostros conocidos. Las cumbias amenizan un ambiente denso, como de una tensa paz, en la que toda la gente actúa relativamente tranquila, pero a la vez a la expectativa de que alguna pinche desgracia podría ocurrir en cualquier momento. Gajes de la vida nocturna, pues.

Dentro de la variopinta clientela, se encuentran profesionistas, prostitutas, estudiantes, trasvestis, trabajadores de la construcción, alcohólicos, taxistas, etc. El orden se mantiene gracias a la férrea presencia de jóvenes de aspecto cholo que actúan como cuerpos de seguridad al interior de la casa. Una desvencijada sala y unas cuantas sillas componen el área principal de la casa, donde la interacción social sucede.

La decoración no podría ser más estereotípica y “kitsch”: Cuadros ochenteros de naturaleza muerta, imágenes religiosas con fondo de terciopelo rojo y luces LED, santos y vírgenes que son testigos mudos de las horas de la noche, que suelen ser más auténticas.

Al ritmo de cumbias, un grupo de trasvestis bailaba en torno de un señor de más de 50 años, quien movía sus botas con singular habilidad. Envalentonado con la “cheve” y extasiado por la atención de las “señoritas”, el caballero compró ronda tras ronda de Tecate Light para sus nuevas “fans”. Todo sea por las fans.

Me acoplé con unas arquitectos que habían decidido continuar la fiesta, al salir de la cercana Barra Hidalgo. Las tres muchachas eran clientes regulares y conocían al dedillo el protocolo. Justo cuando les pregunté si no tenían miedo de alguna redada de la policía, una de ellas apuntó hacia la puerta: El muchacho encargado abrió la ventana y le hizo señas a un oficial de policía, que había sonado el claxon de su camioneta para (probablemente) recolectar la cuota de la noche. Le hizo saber que viniera más al rato.

Los “baños” son precarios, pero nada fuera de lo común si los comparas con los de otros lugares que sí funcionan dentro de la ley.

Miré mi reloj y confirmé lo que el intenso dolor que sentía en mis sienes me había estado avisando desde hacía tiempo: El Sol estaba por salir. Me despedí de mis nuevas amigas y salí en búsqueda de un taxi que me llevara a casa (remember: Si tomas, no manejes, wey). Buscando un cigarro en mi bolsillo, me di cuenta que vivir de noche me había pasado factura con cierto rencor: Mi celular (con las pocas fotos que alcancé a tomar de manera oculta para documentar este artículo) ya no estaba conmigo.

Después de un concierto de “putas madres”, “chingadasmadres” y demás bendiciones matutinas, me subí al primer taxi libre que pasó y me enfilé rumbo a mi casa, prometiendo que “jamás volvería a ese pinche tugurio de mierda”.

Mentí.

Alberto Corral

Alberto Corral es el alias de un no tan joven diseñador gráfico de Hermosillo, Sonora, México. Amante de los bares de mala muerte, la cafeína y la nicotina, Alberto relata sus crónicas de la vida nocturna para que la gente conozca, desde una fuente presencial, los pormenores de lo que sucede en su ciudad ya entrada la noche.

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