Apartamento

Fran Cano
No Ficción
Published in
3 min readJun 2, 2015

Mi casero me llamó por teléfono en torno a las nueve de la mañana. Faltaban pocos días para que mi contrato expirase y J., el dueño del apartamento que arrendé hace un año, me despertó bruscamente. Carraspeé antes de coger el Iphone azul de la mesita de noche y deslizar el dedo índice en horizontal para atender la llamada:

— J., dime.

— Fran, ¿qué pasa? Oye, ¿cuándo tienes intención de irte del piso?

— Lo necesito hasta el 31 de mayo. Al día siguiente, por la mañana, me recoge un amigo.

Mi casero — un tipo alto, de pelo débil hacia atrás, un llavero con los colores de España colgando de un bolsillo — calló durante unos segundos. Fue un silencio de esos que no funcionan en la televisión. Después dijo:

— Vale. Mira, hay un chico que entrará en el apartamento en junio. ¿A qué hora saldrías el día 1? Es para vernos. Me devuelves las llaves y me recuerdas cómo funcionan el aire acondicionado y la calefacción.

— A las diez estaría bien.

— Mejor a las nueve — contestó él.

La madre que lo parió, pensé al otro lado de la línea telefónica, pero cedí ante su presión, tan sutil:

— De acuerdo. A las nueve. Nos vemos, J.

Después de la llamada, me levanté, desganado, con la certeza de que mi estancia en el número 13 de la calle Doctor Eduardo Arroyo pasaría a la historia a una hora insana; a J. sólo le faltó pedirme que abandonara el piso a las doce de la noche. Esa exigencia, esa pulcritud en los tiempos, me dio rabia, me pareció descortés: soy un inquilino puntual en los pagos, incapaz de generar problemas en el bloque.

Me propuse alargar un poco más la estancia. Yo sabía que Rafa, el amigo que me ayudaría con el traslado, no estaría en Jaén hasta pasadas las once. A un íntimo le puedes pedir un favor, pero obligarlo a que madrugue va en contra de la amistad. Valoré este asunto antes de llamar de nuevo al casero:

— J., soy yo, Fran. El colega que me recoge vendrá sobre las diez y media. Entiende que no voy a cargar con los bultos por la calle. Quedamos mejor a esa hora.

— Bueno, está bien. El nuevo inquilino dejará algunas cosas en el apartamento el domingo por la tarde.

El domingo fue 31 de mayo, último día de contrato. Efectivamente, un joven delgado, con barba tupida, subió y bajó (por las escaleras; el ascensor no funcionaba) cajetas para acomodar sus cosas. Mi novia y yo habíamos llenado de bolsas el suelo del comedor. Las cosas del arrendatario saliente se amontonaban junto a las del entrante. Contemplé esa imagen después de salir del periódico: era fácil diferenciar los paquetes; el orden y la proporción reinaban en los suyos; los míos (y de mi chica, que pasó esa noche conmigo) fueron más improvisados. Qué útiles las bolsas de plástico del Masymas.

Al día siguiente, J. comprobó el estado del piso. Le llevó poco tiempo chequear dos habitaciones y un cuarto de baño liliputienses.

— Fin de etapa — le dije al entregarle las llaves, y le palmeé la espalda.

Rafa llegó, como habíamos acordado, a las once y media. Nos ayudó con las maletas. Coincidimos en el elevador (ya funcionaba gracias al nuevo residente) con quien ya es el inquilino de mi antiguo apartamento: él subía a dejar más cosas; nosotros, que bajábamos, despoblábamos el inmueble.

No creo que vivir de alquiler sea necesariamente una expresión de precariedad. Sí hay cierta esencia leve en ese subir y bajar maletas, abrir y cerrar puertas de ascensores, recibir y dar llaves de casas ajenas. Me fui, como ya me he ido otras veces. No sé si volveré, pero aclararé una cuestión capital — y conciliable con el respeto a la propiedad privada — a futuros caseros: no hagan madrugar a los inquilinos.

--

--