En las terrazas

Fran Cano
No Ficción
Published in
4 min readAug 5, 2014

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Una gaviota nos mira a Jenny y a mí como si quisiera contarnos una historia. La mañana es agradable. Estamos en la terraza de un bar de Zaandam cercano al río Zaan. El pájaro —blanco, de pico grande y con una especie de anilla en una pata— está convencido de que seremos sus cómplices en la tarea que todo ser vivo precisa realizar al menos un par de veces al día: la de alimentarse. La gaviota mira mi cruasán como lo haría un mendigo: “Tira un poco al suelo si no quieres engordar más”, parece decirme. No es difícil tener empatía con las aves: mi chica y yo compartimos mínimos trozos de nuestros bollos. El pájaro advierte pronto que nuestra caridad es limitada, que estamos de vacaciones con un presupuesto contrario a los caprichos. Da un rodeo por la esquina de la terraza antes de emprender un vuelo majestuoso.

—Ojalá pudiese uno volar así —dice Jenny.
***

Cae la noche en la Plaza Dam de Zandaam. Primer día de vacaciones. Amsterdam está a unos cincuenta kilómetros, según nos ha informado una trabajadora del hotel Zaan Inn. Creemos que estamos en las afueras, bien lejos, en un barrio perdido y tranquilo. Pronto sabremos la verdad.

En medio de la plaza hay un tipo muy extraño: está rechoncho, tiene una gorra y una mochila. Lo vemos desde la terraza de un bar de clientela juvenil. El hombre, con signos notables de embriaguez, no para de canturrear consignas onomatopéyicas y de llamar la atención de cuantos pasan a su lado. La persona que va a revelarnos en qué punto exacto de la Tierra estamos ahora fuma lo que parece un porro. Lo hace, lo disfruta, rodeado de una telaraña de bicicletas aparcadas.

—It´s Zandaam, not Amsterdam! It´s Zandaam, not Amsterdam! (¡Esto es Zandaam, no es Amsterdam!) —repite como un poseso el loco.

Una camarera se acerca al hombre para pedirle que no grite, que no moleste a los clientes.

Saco el Iphone y busco en Google la palabra Zaandam. Ya la he visto por la mañana en algunos carteles. Es hora de chequearla. Internet devuelve el resultado: es una ciudad del norte del país. Nos acordamos de los antepasados de la trabajadora de la agencia de viajes que nos contrató el hotel. Le dijimos “a diez minutos a pie” del centro de la capital holandesa; ella nos buscó, efectivamente, uno a diez minutos de Amsterdam. Pero en tren.

—Bueno, aquí no se está mal —le digo a mi novia, mientras me entero por Wikipedia que el futbolista Ronald Koeman, el héroe de Wembley, nació en la misma ciudad de la que presume, con orgullo provinciano, el fumeta de la plaza.
***

El Barrio Rojo hay que vivirlo. Es la Holanda libertaria. Las mujeres de los escaparates impactan más a las turistas de su propio sexo que a la potencial clientela masculina. No hay manera de que yo me empalme cuando todo es tan explícito.

Antes de entrar a un bar donde se puede fumar marihuana, compro un cigarrillo —ya liado— para rendir homenaje a la hierbita de Dios, que diría Sabina.
Nos sentamos en una mesa ubicada justo enfrente del televisor, que emite un partido de fútbol entre dos equipos holandeses que no reconozco. La mezcla de Bacardi y marihuana me conduce al escenario de distensión que persigo. Todo es concordia y relajación hasta que alguien que se sienta a mi lado, sin que me dé cuenta, me da un par de toques en mi brazo izquierdo.

—Cuéntame qué es tan gracioso —me interpela, en inglés, un hombre delgado y negro. Su tono es preocupante.
Reacciono como puedo: simplemente hablo de fútbol con mi chica, le explico. Él, después de un silencio confuso, me responde con otra oración que no alcanzo a comprender. Luego vuelve a su asiento, que está detrás del mío. Con el cubata vacío y la marihuana en el interior de mis pulmones —si es que la he sabido fumar—, pienso que es momento de largarse. Yo he escrito —no sé si largo, tampoco si profundo— sobre bares, pero esta escena es nueva: el negro más feo de Amsterdam quiere pegarle al reportero menos agraciado de Frailes. Los motivos parecen obvios: o bien cree que me he reído de él o, simplemente, en tanto que lobo solitario, quiere interactuar con los puños. Mi metro setenta —y la humillación de recibir una paliza en la supuesta ciudad liberal, del buen rollo, delante de mi novia— influye decisivamente en la retirada.

—¡Io, io! —me reta el tipo a la manera de los “niggers” de la serie “The Wire” justo cuando huyo del local. Faltó muy poco para que nos fuésemos directos al aeropuerto. El “Omar” —falso, sin cicatriz ni romanticismo— de los cojones.

***
La noche del viernes de la feria frailera es fría. Rafa, Jenny y yo hacemos señales de humo para que el camarero de un chiringuito nos sirva. Como la comunicación se antoja imposible, me levanto y le pido —en su cara, palpándolo— tres bebidas y otros tantos emparedados de lomo.

Empiezo a comer y veo a Maite Hidalgo venir hacia nosotros como si fuésemos de la orquesta La Tentación.

—Anda, vecina, que me ibas a contar algo —le dice a Jenny—. Y tú, mucho escribir en Frailespático, pero de esto, nada —me reprocha—. Bueno, que me alegro mucho —resuelve, mientras las coplas de Antonio Cortés retumban dentro y fuera de la Caseta Municipal.

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