Peligro, vendo melones y sandías

Fran Cano
No Ficción
Published in
2 min readJul 14, 2014

No sé cómo se llama. Él es un tipo muy delgado, de nariz prominente y habla distendida, campechana. Vende melones, sandías y otros productos hortofrutícolas. Conduce un camión blanco en el que viaja con su compañera, una mujer aún más escuálida que él, alta y con el pelo moreno largo. Ella no siempre se baja del vehículo; lo normal en esta pareja es que el hombre sea el comerciante de a pie.

Antes de entrar al bar de mis padres, el vendedor ambulante se percata desde fuera si hay afluencia, pues cuantas más personas haya más posibilidades tiene de capitalizar su mercancía. El hombre se nutre, sin pudor, de la clientela ajena; a nosotros no nos importa. El tipo —que no molesta a nadie— entra, oferta su producto y espera con recato a que se produzcan transacciones.

Hace unas semanas, entró a mi casa mientras yo lideraba el restaurante. Era por la tarde y hasta su aparición no había un alma.

—¿Dónde está la gente? —me preguntó con cara de decepción.

El calor, dije. Pidió un café con leche. Y, no recuerdo por qué, me contó una historia:

—En Alcalá la Real tuve un problema. Fui a un bar donde suelo vender. Estuve dentro un tiempo y alguien me avisó de que había un coche patrulla esperando a que saliera. Y salí. El agente me pidió que lo acompañase para hablar con su superior. Le seguí con el camión. Hablé con el jefe, que quería llevarse la comida que yo transportaba. Le fui muy claro: el camión no se toca. Tengo una mujer y un hijo. Y si me quitan el camión, ellos no comen.

El vendedor ambulante —según me explicó aquella tarde— salió airoso de un conflicto que pudo costarle caro. Mucho más caro que el precio que pide por varios kilos de sus productos.

Una noche, la terraza de mi bar lucía con algunas mesas de clientes. El comerciante, que sabía que era una ocasión estupenda, hizo su liturgia habitual: aparcó el auto, pisó tierra con paso firme, vociferó su oferta y esperó alguna señal por parte del público. La encontró. Pero no la que él buscaba. Mala suerte: quiso venderle a un agente de la Guardia Civil que en ese momento vestía de paisano. Éste, comedido, le invitó a marcharse. Y se fue.

No sé cómo se llama el tipo delgado. Deduzco —dadas las escenas relatadas— que no vende en igualdad de condiciones, que no paga impuestos por su actividad. Aun así me cuesta ver en él a un canalla, a un impostor. Él, como tantos otros que recorren kilómetros para conseguir un jornal, sólo intenta ganarse la vida. Quizá, para identificarse ante quienes lo consideran un infractor, deba poner un letrero en su camión: Peligro, vendo melones y sandías.

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