Una tarde con Umbral y otros personajes

Fran Cano
No Ficción
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3 min readApr 14, 2014

Las tardes en el bar de mis padres empiezan a ser más largas. Hay más horas de luz, realidad solar que me golpea sin procurarme un daño serio; nada que no se vaya con un artículo.

El viernes pasado me puse al frente del negocio con “Diario de un escritor burgués”, obra de Francisco Umbral, bajo el brazo. Es una forma de ser honesto con mis clientes: yo quisiera ser así, burgués y escritor, pero como ni mi bolsillo ni mi talento lo posibilitan, aquí estoy, hago lo que puedo, intento servirlos con eficacia, sin malas artes.

El primero de la tarde fue José Garrido “Bubi”. He escrito al menos dos veces de él. A mi entender, es más que un barrendero depresivo que recupera la felicidad con el whisky. Cuando lo perfilo siempre uso una expresión de su autoría: “Corazón alegre”. Eso es. Me gusta de José que sus sombras, su lado menos estético, no afectan a nadie más que a él mismo.

— Fran, ganas más que yo y sólo trabajas dos días. Tú escribe las tonterías que yo te diga. Y cuanto más grande, mejor —me aconsejó hace una semana, al lado de la iglesia. Dicho y hecho.

El viernes José estaba en su honda: canturreaba entre silencios efímeros, giraba la cabeza sin sentido presa de “estos nervios míos” y me pedía “un cubito de hielo” a poco que el cubata menguaba.

Como estábamos solos, me puse en una esquina de la barra y abrí “Diario de un escritor burgués”. Umbral habla de que la profundidad no existe. “Y no hago este libro, ni nada de lo que hago, buscando la profundidad, mi profundidad o la del mundo. (…) Somos usuales, lo cual quiere decir, por el lado positivo, que tenemos algún uso. Y ya está bien”.

Luego de leer el párrafo anterior (no recuerdo con exactitud cuánto tiempo después; conocer el dato me sirve de poco), entró en el bar Raúl Atienza “El Pireo”, hombre afín al Ballantine´s. De Atienza en mi pueblo sobra leyenda, como de cualquiera que lleve toda su vida en Frailes, tierra trampa de la Sierra Sur jiennense. A mí Raúl me cae bien, en el bar es correcto incluso cuando se entrega a la euforia etílica.

Reanudé la lectura en la placidez de las horas muertas. En tardes así la taberna funciona con piloto automático, me dije gozoso de ser reportero, escritor y camarero, todo a tiempo parcial y con beneficios mínimos. Umbral filosofaba sobre el individuo y la existencia: “Uno no se ve nunca a sí mismo. Uno se sorprende a sí mismo de tarde en tarde, casualmente, en unas huellas, en un espejo, en un papel. De ahí toda la crueldad por imponer el yo. Porque el yo siempre nos falta”.

A mí lo que me faltó fue una bolsa de golosinas. Uno de mis clientes (no diré quién, porque yo nunca hablo mal de quienes vienen a mi bar a menos que sean muy tontos o trabajen en administraciones públicas) aprovechó mi evasión literaria para zarandear una caja de chucherías como si fuese una palmera, y obtuvo, gracias a su insistencia, golosinas en una bolsa que metió en su bolsillo en gesto que derrocha oficio.

Yo me hice el loco de tal manera que un poco más y el propio cliente, ladrón de baratillo, me regaña: “Coño, que me he agenciado la bolsa delante de tu cara de tonto. ¿No has oído el ruido que he hecho?”, pudo defenderse. Pero yo seguí a lo mío: Umbral, Umbral, me justifiqué.

Leer ennoblece mi carácter, atempera mis ataques de ira, me hace un hombre sin odio. Qué importa perder unos céntimos insignificantes.

Horas después, cuando la tarde empezó a oscurecer, demostré que no soy un tipo vengativo: el hurtador comió, sin pudor, golosinas; yo, lejos de reprocharle nada, me uní con un sutil movimiento de muñeca al festín más absurdo y dulzón de mi historia hostelera.

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