Lo que podemos aprender de la vida indígena

Una experiencia que me hizo repensar el concepto de desarrollo

Rodolfo Ocampo
5 min readFeb 5, 2014

Llegué pensando que tenía todas las respuestas, me fui pensando que no tenía ninguna. Pax me recibió con una sonrisa y un español defectuoso. Su personalidad decía mucho, así que era fácil entender sus ocasionales palabras en Chol. Este chiapaneco bonachón sería nuestro guía y confidente durante la aventura que sería recorrer unos diez asentamientos indígenas. Básicamente, nuestro trabajo consistía en llevar el conocimiento citadino a las comunidades; instruirlos en el uso de las herramientas intelectuales del hombre occidental. Enseñarles a hacer un plan de negocios, sacar costos, maximizar ganancias: sonaba fácil, más cuando se trataba de negocios cuyo ingreso no rebasaba los cinco mil pesos mensuales. Cantidades ridículas, verdaderamente, pero esto tenia que ser hecho con la mayor seriedad posible.

Diego y yo nos tomamos la noche previa para planear el material didáctico. Cartulinas y plumones; nos apegamos a lo básico. Elaboramos una presentación sencilla que introducía conceptos como costo de oportunidad, costos variables y costos fijos. Todo marcado con colores para hacer de la lección algo mas ameno.

La primera casa que visitamos tenía una atmosfera extrañamente cálida. El silencio reinaba el pequeño espacio cubierto por palma y que aún no ostentaba el distintivo “Piso Firme Colocado por el Gobierno Federal”. En efecto, el piso era de tierra y no había división entre comedor, cocina y cuarto. Todo en un mismo lugar; todo cabe en un jarrito sabiéndolo acomodar. El primer reto fue presentarnos. Aparentemente los anfitriones no hablaban nuestro idioma- el español- así que tuvimos que recurrir a un traductor. El traductor sería Pax, cuya fidelidad de traducción nunca pude constatar. Procedimos a la lección, y fue de nuestro conocimiento que la señora de la casa apenas comenzada a incursionar en el negocio de los pollos. No era muy complicado: la microfinanciera les prestaba un poco de capital inicial para hacerse de unos cincuenta pollos — de a nueve pesos por cabeza- y comida para aves. El negocio consistía en criarlos hasta que estuvieran suficientemente pachoncitos para ser vendidos –vivos- en la comunidad. Cien pesos era el precio objetivo de venta, aunque algunos les regateaban hasta noventa, dejando aproximadamente una ganancia de treinta pesos por pollo, después de gastos de comida y tomando en cuenta los (muchos) que se morían en el proceso.

Verdaderamente me sentí ignorante cuando acepté que no entendía como eso podía ser negocio. ¿Por qué alguien querría comprar pollos gordos que ni siquiera ponen huevos? Si son para comer, ¿por qué no simplemente compran un kilo de pechuga en la tienda, lo cual, además, es más barato? Busqué varias explicaciones racionales, pero la razón era mucho más folklórica. En verdad la gente prefería escoger, matar y cocinar su propia comida antes que comprar un Bachoco crecido con amor, litros de hormonas y buenas dosis de conservadores. Era una cuestión cultural, ni más ni menos, y es ahí donde se encontraba el negocio de nuestros “educandos”.

En este punto ya me las empezaba a oler. Los roles de maestro y alumno habían cambiado: era yo quien comenzaba a tomar lecciones. A medida que fuimos yendo a adoctrinar con nuestra religión económica a más ultra-micro-empresarios, fui aprendiendo que su modo de vida no era inferior al mío y que el progreso natural de su situación no era llegar a la posición que yo considero adecuada. Su modo de vida no era ni mejor ni peor, solamente diferente. Cabe señalar que mis cartulinas terminaron en la basura y la dinámica de clases cambio a: yo haciendo preguntas estúpidas y ellos contándome sobre la manera en que las cosas son ahí. Cosechaban su propio maíz, convertido por ellos mismos en tortillas; mataban a sus propios pollos convertidos por ellos mismos en tacos. Hasta el chile usado en la salsa salía de la misma tierra que cosechaban desde niños.

Algunos incurrían en actividades diferentes. Una de las casas que visitamos no se dedicaba al tradicional negocio de pollos, sino que hacían pan, usando harina comprada, pero mezclada con huevos que sus mismas gallinas ponían. Tenían un pequeño carrito, famoso en todo el ejido, que salía en las mañana repleto de pan y regresaba por la tarde totalmente vacío. Mientras “hacíamos números” sobre el negocio, la señora preparaba el célebre bocadillo y un olor absolutamente glorioso llenaba la pequeña casa donde vivían diez. Definitivamente ese pan salido de un horno hecho con leña y fierros improvisados es el mejor pedazo de pan que ha tocado mi boca. Naturalmente, pensé que podría convertirse en un imperio gastronómico vendido en todo Chiapas. Pero mientras pienso eso, veo a la familia reírse alrededor del horno porque el menso de Juan ya se había quemado otra vez.

Me doy cuenta de que esto es todo un ritual y tener un pequeño carrito de pan es parte de su cultura. Me doy cuenta de que es extrañamente hermoso que las personas aquí escojan al desafortunado gordito cuyo pescuezo será torcido por las mismas manos que lo servirán en el plato. Me doy cuenta de que hay algo muy bello en este modo de vida; algo tan bello que se vuelve tentador. Un modo de vida autosustenable, que no se separa de sí mismo, que vive y come de sus propias manos. Pax es el ejemplo perfecto: un indígena que logró salir de la pobreza, terminó la preparatoria y apoyó a sus hijos hasta la universidad. Y aun así, después de probar las mieles de la vida urbana, está de vuelta en el campo, porque aquí es donde le gusta estar, porque disfruta mil veces más una tortilla cosechada y cocinada con sus propias manos, que una cucharada de Zucaritas Kelloggs.

En otros lados, a este modo de vida lo llamarían estoico, en otros, lo utilizarían como inspiración para escribir un best-seller de autoayuda pseudobudista. Aquí simplemente lo llamamos pobreza. No niego que hay muchas necesidades básicas que necesitan cubrir, y de manera muy urgente: el piso sigue siendo de tierra, su baño consiste en un hoyo y una cubeta de agua, y, muy probablemente, hay épocas en las que pasan hambre. Pero la etiqueta de pobreza es demasiado genérica. Para resolver verdaderamente el problema, es necesario entender que los modos de vida no pueden ser sujetos a juicios de valor. Nuestro país es muy diverso. No podemos tratar de adaptar un solo molde de desarrollo a todos. Debemos de buscar condiciones dignas, siempre cuidadosamente preservando las tradiciones culturales que han sido heredadas y, más importantemente, elegidas. Creo que son esas tradiciones las que dan sabor a la vida. Y mientras escribo esto, recuerdo que un tal Subcomandante Marcos pedía justamente eso hace veinte años. Tal vez el encapuchado no estaba tan loco después de todo.

Si te ha gustado lo que leíste y quieres leer más, puedes hacerlo en mi página: http://quinto.mx. Date una vuelta ☺ ¡Puedes contribuir escribiendo, compartiendo listas de Spotify, vídeos o fotografía!

--

--