La Guardia de la Noche

‘Antidisturbios’ (Rodrigo Sorogoyen y Borja Soler, Movistar+, España, 2020).

Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag
8 min readOct 22, 2020

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ATENCIÓN: Este análisis puede contener spoilers de ‘Antidisturbios’.

En la secuencia de apertura de Antidisturbios, la protagonista Laia juega al Trivial con su familia. En un momento de la partida, su olfato le dice que una pregunta que su padre le ha dicho que había fallado estaba bien contestada. La mujer de Antonio Machado sí se llamaba Leonor; ella tenía razón. Lejos de dejarlo pasar, monta en cólera y pide que la tarjeta sea revisada, corroborando que, en efecto, ese era su nombre. A partir de entonces, lo que podría haber sido una mera trampa familiar irrelevante, para Laia se convierte en una cuestión de honor y pide a su padre que reconozca que le ha hecho trampas y le pida perdón. No vale con haberlo descubierto. La tensión, en la mesa, se torna irreversible. Más tarde, en el 1x04, Laia se encuentra en una situación similar, salvo que, ahora, no es el famoso Trivial Pursuit lo que tiene en la mesa, sino una carpeta con investigación abierta, y no es su padre, sino un agente de la UIP al que investiga por un operativo en el que resultó fallecido un inmigrante senegalés. Nuevamente, su olfato le dice que, si aprieta, puede sacar lo que necesita y no duda: la confesión del policía no se hace esperar. Podríamos decir que estas dos secuencias son la mejor definición de la protagonista de la última serie de Movistar+ y no mentiríamos. Sin embargo, aunque no es una mentira, quedarse corto también es faltar, en cierto modo, a la verdad.

Una fabulosa Vicky Luengo interpreta a Laia Urquijo, una policía de la Unidad de Asuntos Internos que investigará un lanzamiento de desahucio turbulento.

Rodrigo Sorogoyen se aproxima al trabajo diario de la Unidad de Intervención Policial con esa habitual mirada que anhela lo quirúrgico. Su cámara, nerviosa y palpitante, se adentra en el seno de un grupo de antidisturbios (Puma 93) para, poco a poco, alejarse y abrirse a otros planos mucho más grandilocuentes y magnos. Así, lo que, en principio, parece que va a ser una docuserie sobre los lazos, las incertidumbres y las contradicciones de estos seis hombres terrenales (padres de familia divorciados con dolores de espalda, maridos deprimidos, tipos viviendo en ciudades a miles de kilómetros de sus familias…) termina por ser otro thriller más sobre corrupción, altas esferas y almas podridas. Nada nuevo.

Los antidisturbios que dan nombre a la serie terminan por convertirse en simples peones de un sistema lleno de zonas oscuras (luego entraremos en el peligroso discurso que adopta la producción ante este hecho). Nada importa, salvo de forma vehicular, ese desahucio con el que comienza la obra. Un festival de testosterona y violencia que Sorogoyen rueda con una cámara nerviosa en mano que se mueve de un lado a otro para resituarnos dentro de la rueda de tensión que viven los miembros de Puma 93 en el corral de vecinos al que tienen que desplazarse para ejecutar la orden del juez. En cierto modo, también, el piloto de la obra es como un abrazo paternalista que nos trata de explicar lo malas que pueden llegar a ser las personas y el peligro que tiene ofrecerles la posibilidad de usar la violencia sin justificación. Poco antes, Úbeda, uno de los agentes veteranos, ha ofrecido una definición al nuevo agente sobre qué significa su trabajo: “este trabajo es sota, caballo y rey. Como todos. Le pones un poco de chulería a todo lo que hagas y listo”, sentencia, cargado de razón y, efectivamente, de chulería. Otra vez, nada nuevo. Cualquiera con un poco de mundo puede conocer el cuestionable funcionamiento de un operativo de este tipo e incluso puede que haya tenido algún (des)encuentro con la UIP en manifestaciones, previas de fútbol o cualquier otro evento en el que se les asigne la seguridad del mismo. Pero hay maneras y maneras de contar las cosas. Al otro lado, queda la “vergüenza” de Diego cuando es preguntado por su profesión: “Soy funcionario”, asegura, para no revelar que pertenece a esta unidad policial.

Raúl Arévalo demuestra que sigue siendo uno de los actores nacionales más solventes en todo tipo de roles. Su interpretación de Diego es excelsa.

En Antidisturbios hay una predominancia del primer plano en gran angular que busca la atención al gesto y una especie de fisicidad mediante la que alcanzar la veracidad. Una obsesión que, a la larga, termina por ser contraproducente cuando la producción relaja la tensión inicial y se metamorfosea en una investigación clásica de un entramado corrupto. En ese sentido, Antidisturbios busca ser, quizás, más orgánica que otras producciones similares, pero el resultado es mucho más artificial y las costuras quedan, enseguida, al descubierto. El artefacto fílmico de Sorogoyen hace exactamente el mismo viaje que la serie: de lo mundanal a lo magno, de la luz natural de la calle al tungsteno de las oficinas, de la amenaza velada a la coerción violenta; en definitiva, de una puesta en escena profundamente orgánica y física (la que busca el primer plano como garante de esa verdad en la imagen) a otra mirada formal meramente burócrata (la de los planos generales que, en cambio, pretenden enclaustrar las voluntades personales).

No obstante, pese a sus agujeros negros, el dispositivo formal de Antidisturbios alcanza varios puntos notables, véase la citada secuencia inicial y su espejo en el interrogatorio del 1x04 también citado, en los que las imágenes consiguen elevar la producción. Destacarían, dentro de este cuadro, además del extenso plano secuencia de la cena de los compañeros, el brevísimo instante en el que Laia tiene que comprobar en su libreta cuál es el nombre del senegalés fallecido durante el desahucio, ya que la burbuja posterior de corrupción, tramas y subtramas lo ha relegado a un plano secundario. Esa sutil comprobación de la policía sirve para denunciar cómo, en un escaso plazo de unos meses, la víctima real de este suceso ha sido olvidada: nadie recuerda ya a Yemi Adichie; la importancia de las víctimas es relativa en tanto y cuanto existen víctimas de primera y de segunda clase (lo mismo ocurre con los desahuciados). De la misma manera, la puesta en escena de Rodrigo Sorogoyen y de Borja Soler alcanza una de sus cumbres gracias al uso de los espacios y sus asociaciones. Así, mientras el grueso de la trama corrupta campa a sus anchas por comisarías, alcaldías e instituciones, el equipo de expolicías que investigan a sus integrantes tienen que reunirse de forma clandestina en un piso franco que recuerda a, entre otras cosas, los centros de operaciones de un grupo terrorista.

El momento de la carga, rodado por Rodrigo Sorogoyen con mucha tensión y una interesante puesta en escena.

Pero más allá de las imágenes y la puesta en escena, donde Antidisturbios ofrece cal y arena a sacos, la última ficción de Movistar+ traslada un profundo conflicto en lo referente a su aspecto narrativo. Y no solo por las enormes fallas que existen en la escritura –ese polvo de Laia y Álex en el baño de la discoteca como autor ex machina que advierte al espectador de que también la policía tiene sus grises morales (?) o la inconexa secuencia que muestra la llegada a España de Yemi Adichie en una patera– o por la brocha gorda con la que están trazadas algunas de las analogías (¿de verdad era necesario para ilustrar las cloacas del Estado colocar ese calco caricaturesco de Villarejo, llamarlo Revilla[rejo] y volcar en la composición de su personaje todos los tics y tonos que hemos ido descubriendo del expolicía en las escuchas desveladas?). Más allá de estas pequeñas (o no tanto) brechas, lo peligroso de Antidisturbios radica en el discurso que, poco a poco, introduce, que finalmente no solo obvia la denuncia, sino que termina por resultar casi exculpatorio y ciertamente justificador de la violencia ejercida por los policías en todo momento. Una loa a los héroes. ¿No es eso lo que se da a entender al espectador cuando se empequeñece la muerte del propio Yemi Adichie para dejar paso a “lo verdaderamente importante”? ¿No está justificando la serie los actos del grupo de antidisturbios cuando evidencia que solo son meros peones de los reyes truculentos de las altas esferas? Evidentemente, ellos son solo (nótese la cursiva) el brazo armado de la ley, pero eso no debería exculpar sus actos individuales ni colectivos, de los que deberían seguir teniendo que depurar responsabilidades.

De igual manera ocurre –y aquí resulta casi más evidente el discurso– durante toda la secuencia del operativo contra los ultras franceses (por su estética se asemejan al Commando Ultra 84 del Olympique de Marsella). Más allá de una búsqueda de lo bello en la pulcra forma de rodar la violencia (aumento de una partitura tensa en determinados momentos clave de la secuencia, iluminación de contrastes muy estudiada para epatar según en qué instantes con las acciones de los protagonistas, primer plano sonoro de los jadeos, etc.), el foco de Sorogoyen se detiene en la filmación del apresamiento y apaleamiento de unos hinchas radicales por parte del grupo de antidisturbios, tras sufrir uno de ellos una paliza de cuatro de estos seguidores en un callejón. Lejos de ser analítica, la mirada del cineasta se torna más bien partidaria desde el momento en el que la decisión de grabarla como si la cámara fuese otro cuerpo más –convirtiendo al espectador, quizás, en el otro agente, malherido, abandonado y, en ese momento, no sabemos si ni siquiera vivo– no hace otra cosa sino justificar su venganza. Por si quedaba alguna duda, en el episodio final, los agentes entregan una de las bufandas ensangrentadas del ultra apaleado al policía que había sufrido la agresión. La imagen no es para nada inocente. Nunca lo son. Es un trofeo. La Policía está tomando como suyo el mismo juego de perversión de los estandartes que practican los propios grupos ultra. Un gesto que, al asumir la política de guerra de estos grupos como proporcionada, no hace sino legitimar y engrandecer esa respuesta al desagravio por parte de los vengadores. “Lo que no pudiste tú, pudimos nosotros; para hacer foie les dejamos”, remata el jefe de la unidad, entre risas y justo después de entonar, borrachos como cubas, el himno de la Policía Nacional. Significativo y esclarecedor. Como ese final tan icónico en el que los héroes (porque el discurso subterráneo ya los ha convertido en ídolos sin posibilidad de cuestionamiento) llegan a Catalunya como refuerzo al operativo montado en torno al 1-O (el crucero con la imagen de los Looney Tunes lo deja clarísimo). Los justicieros reinan, las calles son suyas, la Patria también. Ya lo dijo uno de los integrantes del grupo: “la Policía siempre gana”. La noche se avecina, ahora empieza su guardia…

Sin duda, el equipo interpretativo que da vida a la unidad Puma 93, integrado por los actores Raúl Arévalo, Raúl Prieto, un inmenso Hovik Keuchkerian, Roberto Álamo, un soberbio Álex García y un espídico Patrick Criado, se convierten en uno de los puntos a favor de ‘Antidisturbios’.

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Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag

Periodista. Intento escribir retratos y fotografiar historias. Casi nunca lo consigo.