Noctámbulos

Episodio especial — Parte 1: Rue / ‘Euphoria’ (Sam Levinson, HBO, EE.UU., 2019-?)

Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag
7 min readDec 9, 2020

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ATENCIÓN: Este análisis puede contener información relevante y spoilers sobre el episodio especial de ‘Euphoria’: ‘Trouble Don’t Last Always — Parte 1: Rue’.

La soledad fue la especialidad de Edward Hopper. Nadie como él supo retratar ambientes nocturnos en los que se escuchaba el silencio y los pensamientos solitarios de sus personajes. La solitud de la gran ciudad, ese enclave monstruoso en el que, a pesar de rozarnos cada día con miles de almas, todo es tangencial. Tal vez su Nighthawks (1942) sea la pintura que mejor recoja esta idea: en ella, dentro de ese diner, vemos cuatro personas que no se miran, no se hablan. Como diría Fernando Pessoa, en uno de sus versos más bellos y célebres, “barcos que se cruzan en la noche y ni se saludan ni conocen”. La imagen del Phillies es la de los habitantes de la metrópoli, ensimismados en sus pensamientos, abatidos, derrotados por un sistema que ha conseguido devorar sus sueños y aspiraciones. Individuos disgregados de la sociedad y asesinados por las fauces de un monstruo insaciable; hastiados de una realidad que ha dejado de ser humana para convertirse en algo así como mecánica. No hay música, pero si la hubiere podrían resonar los acordes del The Sound of Silence de Simon & Garfunkel. Hello, Darkness, my old friend… Nada se oye más allá de los platos, el tintineo del fluorescente viejo o la crisis interna del hombre (o la mujer) sin atributos.

El Phillies de Hopper y su trasunto en el Frank’s que retrata Levinson.

En el primer episodio especial de Euphoria, titulado con un suculento Los problemas no son eternos, Sam Levinson nos traslada a ese no lugar que ya pintó Hopper. Tras un prólogo en el que vemos un bello y doloroso what if sobre cómo hubiera podido ser la vida en común de Rue y Jules –una mañana en la que despiertan juntas, se preparan para el día y se besan como despedida hasta el regreso a la habitación–, la joven protagonista de la serie entra en el baño y esnifa una raya de cocaína. Segundos después, ante el espejo, aparece con su característico look, la capucha granate de esa sudadera que mantiene como única memoria de su padre y el pelo suelto, para atravesar la puerta del baño y entrar a un diner donde espera Ali, un tipo de mediana edad que conversa con ella y trata de ayudarla en su transición hacia la abstinencia total. A partir de entonces, todo transcurrirá en ese espacio fantasmagórico, en torno a la mesa y los cafés. Sin embargo, de esta apertura, llama mucho la atención la continuidad. Levinson ofrece un único plano sin cortes en el que Rue pasa del sueño a la realidad, de la felicidad imposible a la tristeza inabarcable. Solo hay dos puertas, en las que la cámara persigue a su personaje a través del arco para acomodarse a su lado y ser testigo fiel de sus amarguras.

Todo tiene un aura espectral en ese viaje al centro de la noche que nos regala Levinson. Rue se confiesa sola, abatida, dolida tras los acontecimientos; con el recuerdo imborrable de los adioses, su huella en la cama y el sabor salado del abandono cayendo aún por sus mejillas. Ha recaído y tiene miedo. Otra vez. Vuelve a ser la chica dulce de mirada triste y perdida en pensamientos suicidas. En determinado momento, incluso, reconoce que no va a quedarse mucho tiempo. Nada le ata a una sociedad que la mastica, la escupe y la vuelve a deglutir. Los lazos son cada vez más inestables: como a esos noctámbulos de Hopper, el hogar también expulsa a Rue. Lo doméstico vuelve a serle tan ajeno que incluso en Nochebuena, la noche más familiar del año, tiene que buscar consuelo en ese Ali que, por momentos, parece una extensión de su conciencia insegura y doliente. Como si no existiese y la conversación fuese un monólogo de Rue con y hacia sus fantasmas.

Colman Domingo interpreta a Ali, un ex drogadicto que ayuda y sostiene a Rue.

Sam Levinson se apoya en la magistral dirección de fotografía de Marcell Rév, que recrea a la perfección los ambientes de la pintura de Edward Hopper (los reflejos, la luz de tungsteno del diner, las sombras que caen sobre los rostros, la noche casi como otro personaje que escruta a los protagonistas, etc.) para contextualizar lo que podríamos (re)denominar como “la noche americana”. Mientras tanto, Levinson, que dirige el episodio, nos ofrece un constante primer plano hacia los interlocutores que permite ver cómo van cambiando su gesto, sus muecas y los pinchazos que les da la conversación en el fuero interno (no solo a Rue, interpretada de forma excelsa por Zendaya, sino también a Ali, que los sufre cuando, por ejemplo, habla de su pasado o de cómo ha influido en su relación con sus hijas).

La composición del espacio lo sitúa como un elemento opresor sistémico, aislando y minimizando a Rue cuando la cámara no ofrece su primer plano.

La conversación que mantienen Rue y Ali va de lo íntimo a lo magno, de lo personal a lo societario, de lo mínimo a lo máximo, y hace el camino contrario. El diálogo que mantienen ambos personajes lo es todo. Una confesión, plano contra plano, sobre los miedos y los duelos, una crítica moral al sistema capitalista, una mirada hacia la felicidad y su efímero acto de presencia en nuestras vidas. Todo cabe en esa interpelación de aproximadamente una hora que mantiene a Rue en ese no lugar, un purgatorio entre el ruido de los vivos y el silencio de los muertos. Sin embargo, más allá de las revelaciones sobre el dolor íntimo y la personalidad, resuena en las palabras de Rue y Ali lo mismo que resonaba en los espacios inmensos y agobiantes (en Nighthawks, por ejemplo, no vemos ni puertas ni ventanas abiertas) de Hopper. La soledad creada por el sistema de consumo. Una feroz crítica al capitalismo que cristaliza en el maravilloso ejemplo con el que Ali pone a Nike en el disparadero como representación del todo. Una sociedad enfocada al consumo constante que sitúa en el núcleo a los individuos para, posteriormente a la compra, olvidarlos en el más oscuro de los rincones. Un sistema corrompido por la necesidad creada, individualista y profundamente mortífero, que crea soledades y disgrega la colectividad. Quizás por este motivo destaque la decisión de puesta en escena de Levinson al colocar como único motor de este episodio a dos personajes (que a veces parece ser solo uno), individuos que han perdido la noción de lo colectivo y se encuentran solos entre un mar de gente que ni siquiera es capaz de percatarse de que están ahí, de que tal vez necesitan el más mínimo contacto para reincorporarse en sí mismos.

La puesta en escena opta por un granulado que la aproxima al noir y a las espectralidad de aquellos personajes perdidos en la inmensidad de sus interioridades. Euphoria se aproxima a esa idea con pies de plomo, con la ausencia absoluta de prisa por llegar a una conclusión que probablemente no llegue nunca, y pensando más bien en el camino que nos ofrece. Un viaje al interior de la mente que es, por extensión, un viaje a la mentalidad de una sociedad en sí misma y que, además, queda subrayada, sin estridencias, por las dos únicas canciones que introduce Sam Levinson en el capítulo. Primero, en un interludio en el que Ali sale a hablar por teléfono con sus hijas (recordemos que es Nochebuena y lo triste de estar compartiendo ese momento con una persona ajena a tu familia), suena el Me in 20 years de Moses Sumney, que replica el estado de ánimo de Rue (“will love let me down again?”) mientras lo escucha, inmersa en sus pensamientos, a través de esos auriculares que se han convertido ya en su escudero más fiel. Mucho más tarde, en ese epílogo en el que Ali lleva en su coche a Rue –no sabemos dónde–, resuena imponente el Ave María de Labrinth. Como si anunciase una revelación, una anunciación, algo que se nos escapa de esas intimidades no desnudas de Rue. En esa mirada que se difumina entre la lluvia que golpea el cristal que nos separa de ella. Todo aquello que nunca fuimos capaces de leer ni adivinar tampoco en los noctámbulos de Edward Hopper. El misterio de nuestras soledades; lo que quedará de nosotros cuando ya no estemos.

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Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag

Periodista. Intento escribir retratos y fotografiar historias. Casi nunca lo consigo.