La última noche que fuimos capaces de soñar

Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag
Published in
7 min readAug 7, 2019

ATENCIÓN: Este análisis contiene spoilers de la primera temporada de ‘Euphoria’.

“Quizás recordemos esta noche en el futuro como el último momento de la vida en el que se puede soñar”. Así de contundente, pesimista y lírica se refiere Cassie a la noche del baile, y por extensión a la adolescencia, en el último capítulo de Euphoria. Durante los episodios anteriores, los jóvenes que componen el elenco deambulan, sufren, se envalentonan, investigan y pierden. Sobre todo pierden. Porque no hay aprendizaje más efectivo que una derrota y, durante nuestro proceso de madurez, perdemos, perdemos y volvemos a perder.

Zendaya se mete en la piel de Rue y se erige como imagen de la obra.

La obra comienza con un extenso prólogo en el que Rue, la protagonista, habla sobre cómo fue su infancia y establece los códigos que seguirá la producción de HBO en los siguientes capítulos. Así las cosas, Euphoria se construye como un retrato robot de la América post-11S. Violencia, abuso sexual, drogas, armas… Chavales, en definitiva, que juegan a tener la edad que no tienen y se pierden entre tiradas. Una nación salvaje. “Intentó hacerme un dedo en la pista sin pedirme permiso, pero bueno, eso es América”, llega a asegurar Rue en su speech, que abandona las concesiones y se sirve crudo y sin precalentamiento.

La trama se abre cuando en la rutina de Rue y su grupo de amigas aparece Jules, una exótica chica que viene de otro pueblo y que volteará toda normatividad de un plumazo. A partir de su irrupción, Euphoria se ramifica en varias y diversas subtramas que conseguirán ofrecer una amalgama bastante amplia de problemáticas juveniles. Desde la adicción de Rue hasta la violencia soterrada que ejerce Nate Jacobs sobre su novia Maddie. Precisamente en este último cuadro, el arco narrativo sobre Nate y su entorno familiar, que Levinson ofrece en pequeñas píldoras, es donde el retrato sobre esos Estados Unidos resulta más tangible. Bajo la relación que mantiene Nate con su padre –que viola y abusa de menores– se erige una efigie de los Estados Unidos y la violencia sobre la que se construye todo su discurso sociopolítico. Esa mirada hacia la masculinidad agresiva y las inseguridades heredadas, como la violencia, se hace extensiva hacia una nación heredera de sus propios fanatismos.

Jacob Elordi interpreta a Nate, el típico adolescente triunfador que esconde miles de inseguridades heredadas.

Hay en Euphoria otro concepto que cobra actualidad desde el momento en el que se pronuncia. Se trata de la forma en la que Kate habla de un problema tan propio de nuestros adolescentes (y no tan) como las sextapes filtradas y viralizadas sin ningún respeto a la imagen y el derecho a la intimidad de las afectadas. Kate habla de ello con una brillantez que solo puede radicar en el traspaso de voces que hace el personaje con el creador. De esta forma, Sam Levinson, a través de la voz de su personaje, habla de terrorismo corporal. Una acepción cruda, pero perfectamente representativa del daño devastador que supone dicho comportamiento. El concepto alcanza entidad y cuerpo con solo mencionarlo. La lucidez que Sam Levinson esconde bajo la piel de sus protagonistas defiende una adolescencia para nada hueca, sino más bien una juventud que se refugia de un sistema opresor y viciado en la droga, el sexo y la violencia, pero que también tiene una evidente capacidad de analizar y contextualizar la sociedad en la que vive. Lo demuestra la propia Cassie cuando habla de su adicción al teléfono móvil: “es que ya no puedo concentrarme en la vida real”, asegura, con toda la clarividencia y la autoconciencia que contiene la frase.

Sidney Sweeney es Cassie.

En esa línea de empoderar a una generación generalmente desprestigiada, Sam Levinson se atreve a proyectar, mediante la puesta en escena, a Rue y Lexi como dos resolutivas investigadoras del cine clásico de los sesenta. El granulado, la fotografía, la misma trama que sigue Rue en sus pesquisas –recordemos que tienen lugar durante una fase maniaca– aluden a la cinematografía clásica, resuenan a los ecos de su banda sonora e incluso huelen al humo de su tabaco. Es solo un ejemplo de la locuacidad de una puesta en escena que en absoluto abandona la narratividad, sino que la refuerza y la potencia hasta el máximo de sus posibilidades. Euphoria es un ideal de virtudes formales siempre dispuesto a aportar mensajes a través de sus imágenes y su fantástica banda sonora.

Los neones, la oscuridad de la noche o la purpurina son elementos constantes en la bolsa de herramientas del director, que además destaca en su arquitectura de planos y en la estructuración de los guiones a través del montaje (brillante en el season finale) y la propia puesta en escena. Los prólogos mediante los que la narración se abre a cada uno de los personajes que la van a protagonizar son el preludio de un juego fotográfico, técnico e imaginativo que alcanza su cumbre en la atmósfera de feria del 1x04, un clínic sobre el manejo de la tensión y la ramificación narrativa, y durante todo el episodio de cierre. Más allá, la producción de HBO consigue secuencias de altura cuando, por ejemplo, imagina el viaje psicotrópico de Rue a través de un pasillo que se mueve, oscila y en el que ella va caminando de las paredes al techo a la manera del Origen (2010) de Christopher Nolan, o cuando atiende a todo el episodio depresivo de la protagonista en el episodio 1x07 con una oscura naturalidad que se puede pinzar con los dedos. Las imágenes de Euphoria duelen, abren heridas y tienen el poder y la potestad de ayudar a cerrarlas.

Jules es interpretada por la artista transgénero Hunter Schafer, que roba cada uno de los planos en los que aparece.

Sin embargo, la cita a la opera magna de Nolan no es el único momento en el que el director de Assassination Nation (2018) desliza sus referentes. Durante los ocho episodios de Euphoria resuena el nombre de Xavier Dolan. En la relación de Rue y Jules podemos ver y resignificar las que mantenían los protagonistas de Los amores imaginarios (2010) y Laurence anyways (2012). Brillo, música, festividad, dolor y gloria. Más adelante, en el cierre de su arco narrativo conjunto, resonarán los ritmos, las cadencias y las constantes temáticas de dos de los grandes nombres del cine asiático de las últimas décadas. Repican las adolescencias problemáticas del Millennium Mambo de Hou Hsiao-Hsien (2001), con la que comparte iluminación, juventud y un viaje al submundo del narcotráfico imberbe y la violencia que arrastra, pero también los amores imposibles de Wong Kar-Wai a través de estilemas comunes como el tren, el intento frustrado de escapada, la renuncia y la despedida o la idea de la última noche compartida.

La pareja formada por Rue y Jules, y por Zendaya y Schafer, es la columna vertebral.

Sam Levinson establece un juego interminable de códigos. Consciente del lugar que ocupan sus personajes, pero también sus interlocutores, el cineasta se atreve a cuestionar, reforzar o denunciar los lugares comunes de todos ellos. No es casualidad, por lo tanto, que la última secuencia se circunscriba al lenguaje del videoclip, tan endiosado y dominado por la generación de las Rue, Jules y compañía, que han crecido en ese idioma audiovisual, y por los directores que nacieron a la par que ellas. La generación Rosalía. Y, sin embargo, hasta en esa performance aparentemente caprichosa de Zendaya se esconde, amén de un soberbio montaje, la poderosa idea de un tránsito de su personaje, que comprende que tras una dolorosa derrota (la despedida en el andén) se puede esconder la mayor de las victorias; Rue acaba de vencer a su doble adicción: la droga y Jules (de la que nosotros también nos desenganchamos). Ella se acaba de convertir en un tótem de resistencia y en símbolo de una adolescencia que, al contrario de lo que nos habían dicho, sí puede terminar triunfante. Tal vez ese sea el momento en el que alcanzamos la madurez, cuando uno comprende que, a veces, se gana más perdiendo que obteniendo lo que se anhela de manera impulsiva. Que la vida golpea a cada uno a su manera, pero lo importante es resistir. Cuando uno reconoce cuál fue la última noche en la que fue capaz de soñar.

Los adioses.

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Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag

Periodista. Intento escribir retratos y fotografiar historias. Casi nunca lo consigo.