Fantasmas sobre Europa

Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag
Published in
6 min readJan 21, 2020

ATENCIÓN: Este análisis contiene spoilers sobre la quinta temporada de ‘Peaky Blinders’.

Entonces era muy difícil saberlo, pero, ocasionalmente, la Historia se guarda ciertas correspondencias y relatos subrepticios que solo conseguimos comprender cuando ya es pasado. De esta forma, era imposible saber, aquel martes, 29 de octubre de 1929, que el crac de las cotizaciones bursátiles de Nueva York –la capital del nuevo continente– iba a ser uno de los desencadenantes lejanos del auge del fascismo en la vieja Europa. Tan lejos y tan cerca. No es casualidad, por lo tanto, ni mucho menos, que la quinta temporada de Peaky Blinders, que se centra en el ascenso de los fascismos en el viejo continente, comience con el Martes negro y las consecuencias en las finanzas de los Shelby, como escalada alegoría de lo que ocurrió aquella noche a las grandes fortunas del mundo.

Esa pérdida de capital abre una brecha en el seno de los Shelby, cuyo miembro más joven, Michael, se encarga de las inversiones en bolsa de sus allegados desde Boston. Tanto es así, que en un intento de emular a las sagas mafiosas como El padrino, con un Tommy Shelby que cada día guarda más semejanzas con el Michael Corleone de Al Pacino y que, como era de esperar, ve un rival potencial en el hijo de Polly, más aún cuando su tenacidad y su desobediencia (Tom le había dicho que retirase las inversiones justo antes del crac) llevan a su familia a una aparente quiebra. Así lo reconoce el protagonista cuando su hermano Arthur le pregunta por qué no puede dormir: “Cuando duermo, sueño. Y cuando sueño, alguien quiere mi corona. Creo que puede ser Michael”.

Gina (Anya Taylor-Joy) llega con Michael (Finn Cole) y despierta las suspicacias de Tommy y el resto de la familia Shelby.

Sobre esa desconfianza, aumentada con la aparición de la nueva prometida del joven Michael, Gina (una Anya Taylor-Joy genial desde la sobriedad), que parece albergar ciertas esperanzas y ambiciones sobre su futuro marido en la compañía. No obstante, más allá de ese duelo interno, la quinta entrega de Peaky Blinders se ha apoyado en la Historia para hacer crecer su relato. Desde los primeros compases, en los que vemos como Tommy es ahora un diputado en la Cámara de los Comunes, la irrupción de la figura de Oswald Mosley alerta de las derivas políticas que va a tomar la producción de BBC. Steven Knight y Anthony Byrne, creador y director de la temporada respectivamente, ficcionan una efigie histórica real para ofrecer una mirada hacia las arenas movedizas en las que se convirtió el subsuelo político en los primeros años treinta. Oswald Mosley fue una figura controvertida que, desde la sombra del capitalismo, fundó el movimiento British Union of Fascists (BUF), al que se hace mención en la trama, y contra el que Tommy Shelby, de ideas socialistas y origen obrero, se plantea luchar desde dentro. Peaky Blinders nos muestra a Mosley como lo que fue: un tipo de buena planta y modales de cara a la galería que soñaba con liderar un Reich en suelo inglés y convertirse en el Führer británico. Su aspecto se asemejaba bastante a lo que en España podía ser el fundador de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera. En ocasiones, la pulcritud y el buen aspecto son las mejores herramientas para esconder a un criminal.

Sam Claflin se mete en la piel del fascista Oswald Mosley para convertirse en uno de los villanos más interesantes de la serie.

Contra esa amenaza se propone luchar Tommy Shelby, desmarcándose algo de la línea en la que se ha movido hasta ahora la serie, y convirtiendo la obra en un manifiesto por el antifascismo, que cobra importancia en los tiempos de resurrección desde los que se emite, con la propaganda del Brexit coleando en las islas británicas y el neofascismo más fuerte que nunca en las fronteras de Europa. Así las cosas, este movimiento de Peaky Blinders nos permite acercarnos a un hombre que mantiene sus ideas firmes ante los monstruos que las tratan de aniquilar. Eso sí, al estilo Shelby. Quizás la frase que mejor resuma este sea la que pronuncia el propio Tommy en mitad de una conversación con una de las representantes del sindicalismo más combativo: “Yo soy mi propia revolución”. Un mensaje claro de que él hace las cosas a su manera, sin adherirse a movimientos o luchas colectivas. Como un activo independiente, aunque para nada alejado de la lucha común.

Sin embargo, más allá del aspecto político, en el que solo nos quedaría el comentario sobre la breve aparición de un Churchill al que la Historia ha engrandecido muy por encima de su figura, la quinta tanda de Peaky Blinders ha lanzado otras amenazas, mucho más íntimas y acaso más peligrosas, contra el protagonista. Si la temporada se ha centrado más aún en la figura vertebral de Tommy no ha sido en vano y por capricho, sino porque eso le ha servido para mostrar la vulnerabilidad y las fallas de un hombre que, hasta el momento, se había mostrado bastante más cerca del superego que de las incertidumbres. Hasta ahora. La puesta en escena y el guion de este sexteto de capítulos nos han ofrecido una aproximación a los miedos más profundos de Tommy, en la que las recurrentes apariciones fantasmales de Grace no hacen otra cosa que hablarnos de la culpabilidad que siente ante su asesinato y la imposibilidad de olvidar su pasado (algo que se agrava con la rotunda frase que le dice a Ada: “hazme un favor: cuando nazca tu hijo, aléjalo de mí”), así como la visceralidad de sus reacciones (el cambio de plan cuando Mosley habla mal a su mujer, Lizzie) dejan entrever a la persona que viste las pieles del mito.

Arthur y Thomas Shelby continúan llevando el peso de la narración y el de la compañía familiar a sus espaldas.

Por otra parte, Peaky Blinders se ha mantenido fiel a sus orígenes en el resto de tramas. Desde la venganza de Aberama Gold por la muerte de su hijo a manos de un grupo paramilitar filofascista que más tarde descubriremos como cómplice del propio Oswald Mosley, hasta la visita de Polly y Arthur a un orfanato religioso en el que se abusa de las niñas o las tensiones crecientes entre los personajes satelitales, donde cobran especial relevancia las que mantienen Arthur y Linda o las que surgen de la desconfianza hacia Michael y Gina. Precisamente, esa tensión sostenida entre Arthur y su mujer Linda propicia dos de los momentos más potentes de la puesta en escena: la paliza de este al cuáquero con el que su mujer comienza a mantener una relación de amistad y, más tarde, el desenlace en el que las notas del Dona Nobis Pacem 2 se funden con una trenza de imágenes de arquitectura narrativa interesante que vuelve a dinamitar el clásico efectismo formal de la obra, esta vez más abrupto y tal vez sobrante que en ediciones anteriores.

Todo muere. Y Peaky Blinders también está empezando a ofrecer signos evidentes de agotamiento, de enfermedad de complicado pronóstico. La serie creada por Steven Knight está adoleciendo lo que podríamos denominar como el mal de la no muerte: una tediosa tendencia a no dejar morir a ninguno de sus personajes centrales (con la salvedad de John, que permanecía siempre en un discreto segundo plano) que cada vez va provocando giros de guion y utilizaciones del deux ex machina más insostenibles. Pero, entre el tedio y las brumas, refulge la ideología, como salvavidas narrativo para el hundimiento formal; la mayor virtud reside en la afirmación de Arthur ante la presencia del villano Billy McCavern: “Fascistas, míralos, los odio. Siempre los he odiado”. Porque, aunque como el final de la obra nos ha mostrado, con Tommy reconociendo que quizás haya encontrado en Mosley al enemigo con el que no podría acabar jamás, solo la lucha y el antifascismo nos harán libres.

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Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag

Periodista. Intento escribir retratos y fotografiar historias. Casi nunca lo consigo.