Devil Came to Me

Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag
Published in
7 min readNov 20, 2018

ATENCIÓN: Este análisis contiene spoilers sobre la primera temporada de la serie ‘Las escalofriantes aventuras de Sabrina’.

En 1997, el por entonces grupo de rock Dover se hacía un hueco en el panorama nacional con su LP titulado Devil Came to Me. En su primer single, con el mismo nombre, un verso decía: “devil came to me, and he said: you belong to me” (“el diablo vino a por mí y me dijo: tú me perteneces”). En este verso de la banda madrileña, ya extinta, se podría contener buena parte del argumento primario de Las escalofriantes aventuras de Sabrina: el diablo viene a por una adolescente, mitad mortal, mitad bruja, para reclutarla en su ejército de la noche.

Roberto Aguirre-Sacasa, al frente del apartado creativo y conocido por la escritura de obras como Glee (Ryan Murphy, Brad Falchuk e Ian Brennan; Fox, 2009–2015), por ser uno de los showrunners de Riverdale (The CW, 2017-?) y por su trabajo en la firma Archie Comics, consigue salirse un poco de sus propios márgenes y, a su vez, entregar un trabajo en el que su firma es indiscutible. Un árbol que ramifica su potencial en varias direcciones y que se apoya en una multiplicidad de virtudes a la hora de transgredir las normas clásicas del género, sobre todo a través de lo argumental.

Sabrina Spellman (Kiernan Shipka) tendrá que lidiar con las contradicciones de su doble vida: lo real y lo fantástico.

La brujería: mujeres contra el patriarcado

“¿Por qué tengo que renunciar a mi propio cuerpo?”, pregunta Sabrina en el 1x01 a una de sus tías, un par de brujas con las que reside tras la fatídica muerte de sus padres cuando era niña. Así es: cuando la joven es llamada a filas para realizar el denominado bautismo oscuro, un ritual de iniciación en el culto al demonio, debe renunciar a todo control sobre su individualidad para otorgarle su vida al Señor Oscuro.

Evidentemente, la frase tiene una lectura social que se apoya y gana intensidad en la actualidad. Una mujer nunca debería de perder el control y la potestad sobre su propio cuerpo. Eso es lo que reclama Sabrina con esa línea de guión, aparentemente más sencilla de lo que muestra finalmente: una lucha contra el patriarcado, representada históricamente en las brujas. No es el único momento en el que la creación de Aguirre-Sacasa abraza el feminismo. No podía ser menos en un título sobre brujas. Durante los primeros compases, la obra nos habla sobre cómo las mujeres siempre han sido consideradas brujas cuando han buscado algo de libertad para decidir sobre sí mismas. Un estigma que aún perdura cuando utilizamos la palabra con ese sentido peyorativo en nuestro día a día y que, incluso en la serie, es esgrimido para hablar de la asociación de mujeres que crean Sabrina y sus amigas en el Instituto.

Michelle Gomez da vida (o muerte) a la inquietante profesora Wardwell.

Todo se resume en un miedo histórico que la señora Wardwell –magnífica Michelle Gomez– apunta en uno de los últimos minutos de la temporada con una sentencia rotunda y muy clarividente: “a las mujeres nos enseñan a temer nuestro poder”. Si extrapolamos la frase a la vida real, sin brujerías ni sortilegios, veremos cómo las mujeres, históricamente, han sido enseñadas a amar su cárcel doméstica por esos hombres que, como alega Zelda, la tía de Sabrina, en conversación con el Padre Oscuro, siempre recurren a la fuerza bruta.

La religión, el opio del pueblo

No es el único punto argumental relevante que esgrime la producción de Netflix. Sin ir más lejos, otra de sus grandes subversiones tiene mucho que ver con la creencia, la fe y la religión. Un camino espinoso que Roberto Aguirre-Sacasa no duda en recorrer con la cabeza alta. Con la altivez del que recoge una bolsa de ingredientes aleatorios y sabe que va a malearlos y devolverlos en forma de caramelo envenenado aunque irresistible.

Así las cosas, en Las escalofriantes aventuras de Sabrina se habla de sacrificios, culpabilidad, culto único, monoteísmo, excomulgación, segregación religiosa y fanatismo con toda la naturalidad que le permite su constante doble sentido. No importa que estemos ante una narración eminentemente fantástica; en su melodía suenan ecos de un mundo absolutamente terrenal. Por eso cuando se habla de los sacrificios en el festín de festines (1x07) sabemos que no se habla solo de eso, sino de todas las atrocidades que se han llevado a cabo en nombre de un Dios en nuestra historia.

Los conceptos de cielo e infierno quedan para estudio en este copioso divertimento. Nunca se pierde la mirada hacia el mundo real, hacia las creencias que degluten voluntades, hacia los integrismos y los martirios sacrificiales. Todo lo que pone en pantalla la obra de Netflix tiene una extrapolación al mundo real. Por eso, y más, frases como la que pronuncia Prudence ganan peso reflexivo: “¿qué diferencia hay entre tu fe en el mortal y mi fe en el Señor Oscuro?, ¿por qué tu fe vale más que la mía?”, clama la hermana extraña interpretada por Tati Gabrielle, en una clara alusión a esa segregación y ese supremacismo que las religiones reclaman unas sobre otras.

Tati Gabrielle interpreta a Prudence, una de las ‘hermanas extrañas’.

Puesta en escena: iluminación, fotografía y arquitectura de espacios

No hay duda de que en la parte narrativa es donde Las escalofriantes aventuras de Sabrina llega a su máximo exponente. Sin embargo, eso no quiere decir que la producción adolezca de puesta en escena, ni mucho menos. Roberto Aguirre-Sacasa convierte su nueva serie en una resonancia de las antiguas en la que, a su vez, también hay ecos de sus trabajos de cómic. La textura noventera de la imagen alude en determinados momentos a esas obras de high school a las que se circunscriben Glee o Riverdale, sus dos grandes trabajos anteriores.

No obstante, el conjunto va ganando entidad formal según avanzan los capítulos por varios motivos. Uno de ellos es el trabajo fotográfico y de iluminación y el uso que hace de ellos el equipo creativo de la serie. La fotografía se ajusta a lo esperado en una obra que podríamos denominar de género. Pero también lo transgrede. La iluminación es dura, con muchos contrastes y claroscuros; muy eclesiástica (luces que caen desde el cielo –o las vidrieras y ventanales– sobre los dominadores de la escena). También, en determinados momentos, sobre todo en los interiores, la fotografía se abraza a los puntos básicos del género de terror.

Precisamente, en esos interiores es donde la puesta en escena termina de ganar esa fortaleza. Primero, con el personaje de Ambrose, cuyo encarcelamiento domiciliario no alude a otra cosa que a su homosexualidad (velada, al principio de la decena de episodios, donde destaca la primera conversación, en clave, con Luke; patente hacia el final). Ese confinamiento, que también sufre Sabrina cuando debe posicionarse entre sus amigos mortales y su nueva vida bruja, es representado gracias a la ausencia de luz natural en la casa, siempre en penumbra, en la noche, sin incidencia del día ni de esa libertad exterior que simbolizan las ventanas, aquí siempre cerradas a cal y canto o filtrando luz neblinosa o tenue.

La iluminación, una de las grandes bazas de la serie de Netflix.

Más allá de este detalle, importantísimo y demostrativo del know how del equipo de dirección y creación, Las escalofriantes aventuras de Sabrina nos regala otra sucesión de momentos que denotan calidad y autoconocimiento. Hablamos, por ejemplo, de ese bottle episode (1x05) en el que los personajes quedan atrapados en varias pesadillas simultáneas y que sirve a la obra para ofrecer una mirada hacia su intimidad y hacia el mundo interior que los atormenta. Batibat, el diablo de los sueños, solo nos advierte de que, a fin de cuentas, los peores demonios siempre son los internos. Algo que vuelve a revolotear en la visita a ese nivoso purgatorio que realiza Sabrina en el 1x09, en el que se encuentra con sus miedos y anhelos: su pasado, sus padres y quién sabe si una proyección de su futuro.

De Francisco de Goya a Dario Argento: las referencias de Sabrina

Las escalofriantes aventuras de Sabrina también sirven a su creador Roberto Aguirre-Sacasa como tablón de corcho. El creador airea sus referencias, sus gustos y sus principales obsesiones en cada uno de los pliegues de la serie. Pero lo hace con un criterio interesante y cautivador, para nada aleatorio. Esto implica que el espectador pueda encontrarse de frente con El aquelarre de Francisco de Goya (1823), también denominado como El gran cabrón, durante las secuencias del Bautismo Oscuro y le estén hablando de lo grotesco y de cómo Sabrina pretende romper el orden establecido en el que Satanás entrega los poderes a sus brujas de forma patriarcal. También podemos entender en esa línea que la teleficción juegue con las expectativas de su interlocutor al vestir a uno de los personajes con la camiseta que lleva Johnny Depp, poco antes de ser asesinado, en Pesadilla en Elm Street (1984), en un claro guiño al tótem de Wes Craven. De igual manera, la dirección significa sus referentes cuando, aludiendo a los códigos clásicos, coloca en la casa de los Spellman el mismo techo de cristal que Dario Argento destruyó en Suspiria. Porque, tal vez, el paso evolutivo lógico al sistema que empieza a despertar con Sabrina fuese ese matriarcado que vemos en la obra maestra del giallo dirigido por el cineasta italiano.

Corren tiempos de caza de brujas en los que es más pertinente que nunca la revisión histórica del relato clásico. Una resituación en la que las brujas de hoy serían las nietas de aquellas a las que no pudieron quemar ayer. Y en esa traslación a la actualidad, Las escalofriantes aventuras de Sabrina, un caramelo envenenado, sale más que airosa.

Praised Satan!

Durante la primera temporada, las referencias se suceden. ‘El aquelarre’ de Goya aparece representado, pero también literalmente, en varias ocasiones.

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Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag

Periodista. Intento escribir retratos y fotografiar historias. Casi nunca lo consigo.