El ‘cordyceps’ y sus metáforas

Temporada 1 | ‘The Last of Us’ (Craig Mazin y Neil Druckmann; HBO Max, EE.UU., 2023-?)

Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag
6 min readApr 5, 2023

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ATENCIÓN: Este análisis puede contener información relevante y spoilers sobre la primera temporada de ‘The Last of Us’.

Para F., mi compañera de apocalipsis y luz que ilumina su penumbra.

Hace años, en una ponencia sobre el periodismo de guerra, el reportero ítalo-argentino Hernán Zin aseguraba que las historias de amor más bonitas, puras y auténticas siempre las había conocido en los territorios en conflicto. Una idea similar puede girar en torno a la trama posapocalíptica que centra el relato en The Last of Us (Craig Mazin y Neil Druckman; HBO Max, EE.UU., 2023-?). La serie, basada en la primera parte –por el momento– del videojuego de Naughty Dog, ahonda en la idea del amor como refugio, como esa luz en la oscuridad que pregonan las pintadas en la pared de los luciérnagas, el grupo resistente que tangencia la columna vertebral de la trama.

Quizás el momento álgido de esta idea nos llegue en el magnífico episodio 1x03 (Mucho mucho tiempo); una burbuja argumental en la que el equipo creativo de la obra nos sumerge en nada más y nada menos que una historia de amor que se inicia, se desarrolla y se completa en el mundo apocalíptico en el que el cordyceps ya lo ha arrasado prácticamente todo. “Antes de que aparecieses tú jamás tuve miedo”, le dice Bill a Frank en una de sus confesiones previas al desenlace. Porque, efectivamente, nuestro miedo, en la mayoría de ocasiones, se supedita al amor y a lo que podríamos perder si perdemos a nuestros seres queridos.

En esa historia romántica, en la que resuenan ecos del Romeo y Julieta shakesperiano o del suicidio de Stefan Zweig y Charlotte Altman, marido y mujer, amantes perennes, en 1942, conviven, además, otras grandes temáticas. Sin ir más lejos, la otredad y el miedo al otro representados en ese entorno búnker de Bill y en la tensa llegada de Frank a su vida, envuelta en dudas, miedos e incertidumbres. También aparece la enfermedad como metáfora de la decadencia del mundo exterior. La producción de HBO Max consigue, en este momento, caminar de lo íntimo a lo global, de intramuros a extramuros, para enmarcar un brillante símbolo como cierre de la historia: el marco de la ventana y esa brisa que mueve las cortinas recogiendo la idea de que, hasta en el fin del mundo, el amor puede situarse como una ventana abierta y generar una cierta intimidad (la misma que consigue la lucidísima puesta en escena). Más allá, la enfermedad y sus metáforas –que escribiría Susan Sontag– nos retrotraen, en cierta manera, a nuestro mundo actual y su ingénita crudeza cuando Bill sentencia que “no había cura para esto [el cáncer, n. del r.] antes del fin del mundo”.

La primera temporada de The Last of Us se construye más en torno a lo íntimo y lo silencioso –la introspección de sus protagonistas– que en torno a lo obvio y lo carnal –los zombis y la batalla por la supervivencia–. La puesta en escena de la teleficción llena de significantes cada una de las miradas que intercambian los personajes, así como los gestos, los silencios o las pequeñas muestras de cariño apenas perceptibles, pero vitales para no caer en las tinieblas. Así las cosas, la relación entre Joel y Ellie se construye desde ese fuera de campo verbal en el que todo lo “invisible” edifica y arquitectura un mundo compartido. Quizás el mejor ejemplo de esta delicadeza sea la mirada casi involuntaria que Joel, otro clínic interpretativo de Pedro Pascal, lanza al reloj de su hija en el momento en el que conoce a Ellie y se acuerda de ella. Sin palabras, el guion y la puesta en escena lo dicen absolutamente todo.

En el arco de desarrollo de la propia Ellie, una brillantísima interpretación de Bella Ramsey, por cierto, también se interpreta la intención de mostrar su unicidad en el mundo a través de su inmunidad. En un mundo en el que todo es descarnado, violento e individualista, Ellie se muestra como una persona empática y delicada que no casa con los crudos valores que gobiernan la escena. Esa distinción sirve a la obra para, a través de sus reflexiones en voz alta –y en silencio–, cuestionarse el mundo en el que contextualiza la acción con debates tan potentes y complejos como en qué momento pasamos de ser persona a monstruo o la idea de si al convertirnos en monstruos la persona sigue viviendo dentro o muere para dar paso a un nuevo estadio puramente no humano (Resistir y sobrevivir; 1x05). Sin embargo, tal vez el punto culmen en esa construcción de Ellie desde lo invisible sea la latencia que gobierna el episodio flashback sobre el enamoramiento incipiente entre la protagonista y Riley (Lo que dejamos atrás; 1x07), una historia en la que el carrusel de miradas, caricias y gestos desembocan en un desenlace bellísimo desde el que resuenan para siempre las palabras de Riley mientras su mano se entrelaza para siempre con la de Ellie: “ya sean dos minutos o dos días, esto es nuestro. Y no quiero perderlo. Podríamos ponernos poéticas y perder la cabeza juntas.”

Más allá de lo meramente narrativo, The Last of Us consigue también hacer hablar a las imágenes mediante una estudiada puesta en escena en la que los elementos se entretejen con lucidez, inteligencia y sentido del relato. Esta idea es algo que podemos ver ya desde la primera secuencia de la teleficción, ese cold opening que contextualiza todo el camino previo gracias a un programa de televisión en 1968 para, posteriormente, terminar de contextualizar y abrir camino hasta la actualidad con un elegantísimo flashback al momento clave de 2003. Una economía narrativa que el artefacto formal consigue enhebrar con el guion en la totalidad del relato y que alcanza grandes cotas, además, en la utilización del sonido como complemento de lo que se ve en los encuadres. Es el caso de la modificación que sufre la pista de sonido en los momentos en los que Joel sufre crisis de ansiedad (Familia; 1x06), instantes en los que el sonido se amortigua para ofrecer una conceptualización de lo que oye una persona cuando atraviesa un trago similar.

Así las cosas, la creación de Craig Mazin y Neil Druckmann nos adentra en un mundo postapocalíptico en el que alcanzan mucha más relevancia las emociones terrenales que los monstruos reales (con caracterizaciones y vestuarios fabulosos, por otra parte). Porque, en efecto, suele ocurrir que los peores monstruos sean los internos, los que conviven con nosotros a diario, los que nos amenazan desde un flanco mucho más peligroso por lo íntimo y lo subepidérmico. Los monstruos de la pérdida, la muerte y el desasosiego serían la oscuridad. El amor, como aseguraba Hernán Zin en aquella conferencia, será la única luz que podría ampararnos de aquellas penumbras.

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Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag

Periodista. Intento escribir retratos y fotografiar historias. Casi nunca lo consigo.