El espejo vacío y la luna de la cosecha

Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag
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6 min readMar 7, 2019

ATENCIÓN: Este análisis contiene spoilers sobre la tercera temporada de ‘True Detective’.

Resulta altamente difícil determinar el momento exacto en el que un enfermo de Alzheimer se pierde entre sus propias brumas. En su poemario sobre la enfermedad, Un espejo vacío, María José Aldunate escribe: “Alguna vez leí que morimos cuando nuestros recuerdos mueren. Yo he comenzado a olvidar; ¿habré empezado a morir?” En el último plano de season finale de True Detective se aúnan varias dicotomías: muerte y enfermedad, olvido y memoria, ego y soledad… Sin embargo, todo queda inundado profundamente de olvido y deceso. El análisis de la secuencia circula, sobre todo, en dos direcciones: por un lado creemos ver ese instante cartier-bressoniano en el que Wayne Hays se sumerge en su bosque interno y las brumas de su memoria; por el otro, se ha creído que, en esa conclusión, acabamos de ver morir al detective en el porche de su domicilio. Quien aquí firma se pregunta si acaso no es el mismo desenlace: la muerte viste múltiples y diversos trajes.

En la construcción de la secuencia resuena la última película de James Gray, La ciudad perdida de Z (EEUU, 2017), también sobre un viaje en el que predominaban bosques (en aquel caso, selvas) y con carácter más interior que exterior. Quién sabe si Nic Pizzolato, showrunner y alma mater de la teleficción, ha sentido la inspiración en un cineasta que, como él, se consolida como un renovador del noir psicológico. Como en aquel largometraje, estrenado en el Festival de Berlín del 2017, en la tercera temporada de True Detective han tomado más relevancia los arcos psicológicos de los protagonistas que el contexto físico al que se circunscriben. Incluso que el crimen en sí mismo.

Tras una segunda tanda más coral, la producción de HBO ha experimentado una suerte de regreso sobre sus pasos. Los ecos son más con la primera entrega que con la anterior y, en esa suerte de retroceso, el título ha recuperado cierta ritualidad (esas muñecas de paja, el entorno rural, etc.) e intimismo (una pareja de policías, las familias, las rencillas entre vecinos, etc.) que había dejado escapar en su anterior acercamiento al crimen. Así las cosas, todo comienza con un secuestro e infanticidio al que retornaremos una y otra vez como macguffin vertebral. Los caminos de los detectives Wayne Hays (impresionante Mahersala Ali a tres tiempos) y Roland West (sobrio y solvente Stephen Dorff) se entrecruzan para tratar de elaborar una investigación que aporte pruebas y culpables y reconstituya la fachada de los Purcell y, más allá, las fronteras de West Finger, el entorno rural en el que se desarrolla prácticamente toda la acción de esta third season.

La ritualidad de la que hizo gala la primera temporada ha regresado en esta tercera tanda de episodios.

Así las cosas, el montaje de la obra se divide en tres segmentos: la investigación posterior al crimen, en 1980; la reapertura del caso en 1990 y, por último, el rodaje de un documental (True Criminal) en 2015, para el que Wayne Hays, ya retirado, presta su declaración. En esta última segmentación temporal es en la que más incidencia habrá sobre los recuerdos, los fantasmas y la memoria perdida, convirtiéndose en un relato de espíritus, soledades y remordimientos. Es, precisamente, en ese tiempo presente en el que la puesta en escena ideada por Nic Pizzolato, y ejecutada por directores como Jeremy Saulnier (3x01 y 3x02), Daniel Sackheim (3x03, 3x06, 3x07 y 3x08) y el propio creador (3x04 y 3x05), adquiere una identidad visual y narrativa mucho más elevada y certera. Las imágenes de esta tercera aproximación se han revelado como entidades con voz propia, capaces de contextualizar, informar y reflexionar sobre el estado de ánimo, la fisicidad e introducirse en la mente de los personajes. Es imposible olvidar esos fundidos a negro del fondo tras Mahersala Ali cuando Wayne Hays permanece incapaz de recordar su pasado (la imagen de la carretera rodeada de oscuridad es muy representativa del personaje). También lo son las apariciones fantasmales de Amelia en los recuerdos del detective, gracias a la etérea actuación de Carmen Ejogo, que vuelve a robar cada una de sus secuencias. Y entre tanto, una secuencia que demuestra el nivel formal y metafórico de este True Detective: la asunción de los remordimientos de Hays como una especie de figuras sin rostro que lo arrinconan contra la pared y contra sí mismo y sus oscuridades en una escena que brilla desde la ausencia de aire.

La puesta en escena ha sabido informar, contextualizar y otorgar imágenes tan impactantes y significativas como esta.

El viaje hacia la mente enferma ha sido fascinante desde lo abrumador de sus lecturas. Porque si algo no han permitido estos ocho episodios ha sido la concesión, ni al espectador ni a sus propios perfiles principales. El Wayne Hays interpretado por Mahersala Ali ha estado cargado de inseguridades, tonos grises y espacios oscuros (quizás también representados en esos juegos de puesta en escena). Muchas veces, el investigador no ha sido más que una marioneta en manos de la propia sucesión de hechos; un figurín que nos ha enseñado su masculinidad herida, cuando su mujer se decide a investigar y novelizar el secuestro y la investigación policial, pero también su culpabilidad (rasgo definitorio de quién es), su debilidad y un profundo amor por los suyos, cuando, en el Wallmart, influenciado por el secuestro que investiga, cree haber perdido a sus hijos (3x03). En ese episodio, Pizzolato y Sackheim se atreven a pincelar una teoría sobre la manera en la que la vida personal y el aspecto profesional se entrelazan y trascienden entre sí, contaminándose y retroalimentando las fantasmagorías.

Carmen Ejogo interpreta a Amelia, la mujer de Wayne. Una secundaria de lujo.

Más allá de este viaje interno, True Detective se ha deslizado a los confines del entorno en el que se desarrolla la trama central en sus tres tiempos. Un retrato de la Norteamérica profunda, la rural y auténtica, en definitiva, la de Donald Trump y el ala este del partido republicano, con su racismo latente (América se construyó en torno a), su mirada de aversión a lo no tradicional y su turba enfurecida (lo expone, de forma sutil, la subtrama de Brett Woodard en el 3x04). Estos Estados Unidos han quedado retratados a través de un movimiento intratemporal (si somos capaces de leer entre líneas, veremos poca diferencia entre lo acontecido en 1980, 1990 y 2015) como una entidad poco cambiante y reivindicada en torno a una férrea exaltación de una identidad (re)construida alrededor de un sistema que pisotea a sus miembros, en el que todo se compra y se vende y que permanece siempre lleno de corruptela.

En esos barros y lodazales, entre lo íntimo y lo público, se ha movido como pez en el agua la tercera tanda de True Detective. Nic Pizzolato ha sabido contemporizar y retroceder para no agotar su creación; tras el movimiento creativo, el showrunner ha permanecido a la espera de la luna de la cosecha (y quién sabe qué dioses o musas) para regalarnos un viaje al interior del espejo. Un espejo que no mira solo a sus protagonistas, sino a todos los que observamos detrás como cómplices, jueces y parte. Un reflejo (¿vacío?) de nosotros mismos y nuestras conciencias.

Un fotograma que podría ser símbolo de la serie: los investigadores en tránsito.

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Jesús Villaverde Sánchez
OchoQuinceMag

Periodista. Intento escribir retratos y fotografiar historias. Casi nunca lo consigo.