Imágenes vulnerables

La fotografía puede servir como un instrumento de guerra

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Opinión con Foro
9 min readAug 11, 2016

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(AP Photo)

En el futuro, la guerra de las imágenes acabará convirtiéndose en la guerra misma.
–Chris Marker

Durante los últimos meses, Francia ha sido escenario de múltiples ataques terroristas. La consternación, como un dolor profundo, han paralizado a la sociedad de ese país. Sabemos de primera mano que no es sencillo gestionar el horror, que su aparición conlleva una serie de preguntas cuya respuesta nunca es sencilla. En este marco, algunos diarios franceses han tomado una medida que, ante sus ojos, parece pertinente: dejar de mostrar imagen y nombre de los ejecutores del terrorismo, de los encargados de perpetrar y difundir el horror. ¿La razón? Estos periódicos consideran que publicar la imagen del criminal conlleva su glorificación. Velar el rostro y el nombre del terrorista es una solución polémica: más que un trabajo de edición responsable, podría mirarse como un acto de censura. Por lo demás, la mostración del horror habita las entrañas de México: la guerra contra el narcotráfico evidencia que la imposición de la imagen puede fungir como un mecanismo de control, un régimen de dominación.

La gestación del horror supone un problema que rebasa su propia dimensión política, pero que no deja de involucrarla: mirar el dolor no es sencillo, exige que tomemos una posición responsable. Como escribió Cortázar, todo esto es más bien difícil.

Imagen, borradura, dominación

(AP Photo/Francois Mori)

A finales de julio de este año, dos yihadistas descabezaron a un párroco en Normandía. Después, retuvieron como rehenes a cuatro personas. Luego de una hora, la policía logró abatir a los atacantes. ISIS se dijo responsable. La situación aparece en el marco de una imagen más amplia: una larga cadena de ataques terroristas ubicados en Francia, Europa, Medio Oriente y el resto del mundo. El hartazgo y la consternación siempre conllevan preguntas, interrogantes por los medios plausibles para resistir –y confrontar– la vejación. En este sentido, algunos diarios franceses han optado por cesar la publicación de la imagen y el nombre de los atacantes. Después del asesinato del párroco, Le Monde anunció su determinación: la medida es un recurso para prevenir la glorificación de los criminales. El diario católico La Croix, como el canal de noticias BFMTV, se han sumado a la decisión de elidir, por lo menos, las imágenes de los terroristas.

Aquí se abre una pregunta inevitable: ¿publicar la imagen y el nombre del terrorista tiene, por efecto inmediato, la glorificación de su acto? Suena difícil de asumir. Esa pregunta esconde otra mucho más amplia, pero igualmente pertinente: ¿cuál es el efecto político –subjetivo, también– de la mostración del horror? México puede hablar de esto.

Desde diciembre de 2006, sufrimos una ola de violencia que nunca vimos antes. La guerra contra el narcotráfico, emprendida por Felipe Calderón al inicio de su sexenio, provocó un estallido de agresiones que se han vuelto parte de nuestra vida cotidiana: asesinatos inenarrables, violaciones hechas para ser vistas, secuestros, desapariciones, dolores asfixiantes, innecesarios. El Estado, como los cárteles del crimen organizado, comenzaron una batalla por la legitimidad del poder coercitivo y económico. Calderón lo dejó claro: no dejaría que se le arrebatara el control del capital ni el monopolio de la fuerza. Este punto sirve de ancla para la observación de imitaciones entre supuestos contrarios, es decir, el Estado y el crimen organizado.

  1. Conocemos, para empezar, una de las estrategias que los cárteles usan para sembrar el horror: después de mutilar un cadáver, lo abandonan colgado de un puente o lo arrojan en la calle para que todos puedan verlo. Generalmente, estas apariciones van firmadas por el cártel que las ejecutó. La aparición de esos cuerpos sirve como una advertencia, una tentativa de configurar un régimen violento presidido por sus autores. Nosotros ponemos las reglas aquí, que esta imagen –este cuerpo– sirva para demostrarlo.
  2. El Estado calderonista hizo gala de un proceder similar durante su gestión: la exhibición de capos capturados, que los volvía algo como un trofeo de cacería. Aunque menos violento y sin horror aparente, el asunto no dejaba de ser intimidatorio: se trataba de la afirmación irresponsable de una estrategia fallida desde sus orígenes, de la que su autor nunca quiso retractarse. En aquellos años, el asunto me pareció alarmante: tal vez nuestro gobierno, me dije, no sea tan distinto de aquellos a quienes pretende combatir.
(AP Photo/Marco Ugarte)

La batalla por el poder fáctico, que sostienen Estado y crimen organizado, no pudo llevarse a cabo sin la puesta en circulación de imágenes coercitivas. Imágenes diseñadas para diseminar regímenes de horror, imágenes que hacen ley. El caso de los diarios franceses puede arrojar luz a lo anterior: si lo que buscan es evitar la glorificación de la barbarie, eso indica que los editores están conscientes del poder de la imagen cuando se reduce a una función de combate. Sin embargo, no parecen estar muy al tanto de la forma en que ese poder se despliega, se ejerce. Lo que persiguen al omitir el rostro y el nombre de los atacantes es evitar que ellos sean (ad)mirados. Además, no mirar es también un proceso complejo. De principio, la invisibilización del horror podría erigirse como una opción seductora en México: si no miramos esos cuerpos que sufren, tal vez podamos evitar sus efectos y dominaciones.

Pero evadir no es resistir.

(AP Photo/Alexandre Meneghini)

La imagen-herramienta

Si no recordamos la historia de Kevin Carter, por lo menos tenemos presente la fotografía que lo hizo famoso y lo encaminó al suicidio: esa en que un niño sudanés, flaco hasta los huesos, está a punto de ser presa de un buitre hambriento. Carter capturó la imagen en 1993. Su publicación lo hizo acreedor a un Pulitzer. Pero los laureles significaron poco en comparación con la ola de críticas que el fotógrafo tuvo que soportar: nadie entendía cómo se había detenido a fotografiar esa escena sin intervenir en ella para ayudar al pequeño. Esto, aunado a una caótica vida personal, lo llevó al suicidio en 1994. El caso es un referente paradigmático de uno de los problemas que de continuo aparecen al pensar la imagen: ¿es aceptable fotografiar el horror, no sería mejor soltar la cámara para intervenir de otra forma en eso que se pretende retratar?

Sin embargo, hay algo que es preciso señalar: esa demanda puede fungir como la máscara de una noción ideológica y, por lo tanto, coercitiva en alguna medida. Bajar la cámara también significa dejar de producir una imagen que, desde sus antípodas, es fabricada en una situación de horror. Eso que se disfraza de principio ético sirve para impedir el registro de un hecho que, bien visto, contradice el mensaje de los grandes Estados: estamos bien hoy, mejor que nunca, de hecho. No mirar, no hacer la imagen, ayuda a sostener un sistema de creencias y ejecuciones dañinas.

(AP Photo)

Lo anterior arroja luz a los casos abordados. Los diarios franceses, con la medida de no publicar imagen y nombre de los terroristas, buscan impedir glorificaciones. Sin embargo, ese no es el único efecto de su obturación. Lo que logran es invisibilizar sus marcas vitales, humanas, me atrevo a decir. Si el ejecutor del terror queda borrado del terreno humano, si se le niega públicamente aquello que lo distingue de una masa, entonces es mucho más sencillo convertirlo en un enemigo inhumano a la mirada de todos. He allí un primer paso hacia la legitimación de un ataque cruel, ciertamente injusto, contra su gente. El caso mexicano es distinto, pero grave. Nuestro régimen armado se sostiene, en gran medida, por una severa imposición de imágenes totalizantes: cuerpos colgados entre las avenidas, exhibición gozosa de –supuestos– criminales capturados, divinización del Ejército. En México somos continuamente orillados a mirar y, sobre todo, a incorporar los efectos más aberrantes de esas imágenes.

Ambos casos comparten un rasgo fundamental: la imagen se concibe como un dispositivo meramente instrumental, un recurso que puede orientarse hacia un fin específico, un artefacto de guerra.

Balancearse, mirar

La decisión de los diarios franceses me hace pensar en “La imagen intolerable”, de Jacques Rancière.

[…]los medios de comunicación dominantes no nos ahogan de ninguna manera bajo el torrente de imágenes que testimonian masacres, desplazamientos masivos de población y otros horrores que constituyen el presente de nuestro planeta. Muy por el contrario, ellos reducen su número, se toman buen cuidado en seleccionarlas y ordenarlas. Eliminan en ellas todo aquello que pudiera exceder la simple ilustración redundante de su significación. Lo que nosotros vemos sobre todo en las pantallas de la información televisada, es el rostro de los gobernantes, expertos y periodistas que comentan las imágenes, que dicen lo que ellas muestran y lo que debemos pensar de ellas. Si el horror es banalizado, no es porque veamos demasiadas imágenes de él. No vemos demasiados cuerpos sufrientes en la pantalla. Pero vemos demasiados cuerpos sin nombre, demasiados cuerpos incapaces de devolvernos la mirada que les dirigimos, demasiados cuerpos que son objeto de la palabra sin tener ellos mismos palabra.

(AP Photo/Petros Giannakouris)

Aquí vale la pena recordar las palabras de Herve Beroud, director editorial de BFMTV:

Las fotografías son muy simbólicas… y son mostradas repetidamente. Tienden a colocar a los terroristas y a las víctimas en el mismo nivel

El juicio de Beroud habla de un conflicto nítidamente identificado por J. Rancière: existe un circuito de circulación de la imagen que puede igualar los objetos de su representación, aunque sean radicalmente distintos. Sin embargo, eso no es un atributo inherente a la imagen, sino una consecuencia del dispositivo en que es –convenientemente– inscrita. Este dispositivo también es lo que anula eso que debería implicarnos en ella, lo que debería llevarnos a una toma de postura ante el horror que miramos.

Efectivamente, es importante diferenciar la imagen del agresor del retrato de la víctima que sufre, que ha quedado marcada. Pero esto no puede estar en función de repudiar con las vísceras al terrorista ni de incorporar el dolor del ofendido. Pienso ahora en un pasaje de “Arde la imagen”, de Georges Didi-Huberman.

[…] la imagen exige siempre de nosotros un arte de funámbulo: enfrentar el peligroso espacio de la implicación en el que nos movemos delicadamente mientras, a cada paso, nos arriesgamos a caer (en la creencia, en la identificación); permanecer en equilibrio teniendo como instrumento nuestro propio cuerpo auxiliado por el balancín de la explicación (de la crítica, del análisis, de la comparación, del montaje). Explicación e implicación sin duda se contradicen, como la rectitud del balancín contradice la improbabilidad del aire. Pero sólo de nosotros depende el que las utilicemos juntas, haciendo de cada una la forma de desarrollar aquello que no se ha pensado de la otra.

(AP Photo/Rebecca Blackwell)

En su Historia(s) del cine, Godard nos recuerda que no hay imagen total: una imagen es la manifestación de las relaciones entre lo visible y lo invisible. Aunque quiera emplearse como mecanismo de dominación, ella es siempre un artefacto en falta. Necesita de otras imágenes para gestar nuevos sentidos comunes, nuevas significaciones. Balancearse entre la explicación y la implicación implica evitar la mentira de la mirada objetiva y la incorporación acrítica del horror. Esto no se logrará nunca borrando el rostro y el nombre del criminal. La vía para resistir el uso bélico de la imagen debe buscarse en otra parte: en la asunción de que ella, como nosotros, es vulnerable.

Por Armando Navarro.

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