Todos somos americanos, todos somos de Berlín

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Opinión con Foro
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11 min readJun 26, 2016
(AP Photo, File)

Kennedy, Obama y los remanentes de la guerra fría

En el verano de 1963, el viento sopla cálido sobre Berlín y las banderas ondean con los orgullosos colores de la República Federal Alemana. Junto a algunas insignias de la ciudad, las rayas y las estrellas, el blanco, el azul y el rojo de la bandera estadounidense, se pavonean sobre las calles extáticas de la dividida capital alemana. El aire es eléctrico. Ese 26 de junio, cientos de miles de personas se reúnen frente al mítico Rathaus Schöneberg para escuchar, con esperanza renovada, el discurso del presidente 35 de los Estados Unidos, John F. Kennedy. No es cualquier momento: aquí se respira la expectación y la historia. Konrad Adenauer, el canciller alemán de la RFA durante 14 años, aquél hombre que fundó el partido de la Unión Democrática Cristiana (que encabeza, hoy en día, nada menos que Angela Merkel), el político que forjó alianzas estratégicas invaluables con Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña, que reconstruyó un país después de la guerra y que impulsó el llamado Wirtschaftswunder (“milagro económico”), estaba retirándose. Ante la dimisión de un líder mítico, la incertidumbre reinaba entre los berlineses que presenciaban, con preocupación, un muro que se levantaba, a través de su ciudad, para sellar la brecha más vulnerable de la cortina de acero. Las tensiones de la guerra fría estaban en pleno, Kennedy y Khrushchev acababan de resolver, apenas, la crisis de misiles en Cuba, la incomodidad vietnamita aumentaba y, en América Latina, Fidel Castro causaba más de un dolor de cabeza a los planteamientos ideológicos del gobierno estadounidense.

Soldados de EE.UU. en Vietnam. (AP Photo/Horst Faas)

Ese caluroso día de julio se respiraba una expectación esperanzada. Millones de habitantes en Berlín Occidental querían escuchar un discurso de apoyo, un aliento de esperanza, una afirmación de pertenencia. Y eso fue, exactamente, lo que Kennedy les entregó. Haciendo gala de su célebre sentido de oportunidad, el presidente de Estados Unidos entendió perfectamente el momento histórico que estaba viviendo: en esos diez minutos sobre el podio, con el clamor emocionado de la multitud expectante, el hombre que un año más tarde sería asesinado en Dallas, planteó públicamente los cimientos ideológicos de la guerra fría en Europa. En un discurso marcado por las oposiciones, Kennedy dibujó a Berlín como el enclave perfecto de una demostración: el mundo libre del bloque capitalista, auge del progreso, y el mundo del bloque comunista sumido en la decadencia opresiva eran los dos polos que dividían a la capital alemana. En su discurso se construyó también un muro, imaginado y tangente, que atravesaba la idea de un Berlín separado por constitución ideológica:

Muchas personas en el mundo no entienden, o dicen que no entienden, cuál es el gran problema entre el mundo libre y el mundo comunista. Dejen que vengan a Berlín. Hay algunos que dicen –Hay algunos que dicen que el comunismo es la ola del futuro. Dejen que vengan a Berlín. Y hay quienes dicen, en Europa y en otras partes, que podemos trabajar con los comunistas. Dejen que vengan a Berlín. Y hay incluso unos pocos que dicen que es verdad que el comunismo es un sistema maligno, pero que nos permite el progreso económico. Lass’ sie nach Berlin kommen. Dejen que vengan a Berlín.

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Estas últimas palabras no fueron las únicas que pronunció Kennedy en alemán durante su discurso. Con la ayuda de un traductor, el presidente estadounidense anotó la pronunciación fónica en tarjetas y practicó durante horas, en el avión con el que atravesó el Atlántico, diligente, frente a un espejo. El efecto no podía fallar: parte esencial de la retórica del discurso reposaba en la pertenencia y la separación, entre aquellos increyentes que no conocían la situación de Berlín y uno de los hombres más poderosos del mundo que habla en Berlín, a los alemanes, en alemán. Fue en ese mismo discurso en el que Kennedy pronunció las célebres palabras “Ich bin ein Berliner” (Soy un berlinés) para sellar el sentido de pertenencia de la RFA al bloque del mundo libre. Fue también en ese discurso en donde el presidente estadounidense comparó el decir Ich bin ein Berliner con la declaración de ciudadanía romana, el Civis Romanus Sum (soy ciudadano romano). Ese dicho famoso, en cuestiones de derecho, por los alegatos de Cicerón, tiene una relación más fuerte con el discurso de Kennedy por el ejemplo bíblico: Pablo declara su ciudadanía romana para protegerse, en el Nuevo Testamento, de ser azotado.

Porque el presidente estadounidense establece una relación evidente con los privilegios y el orgullo que garantizaban la ciudadanía romana en el marco religioso que tanto había citado desde su discurso en Colonia hasta sus famosas palabras en Berlín. Dice la Biblia:

“Acudió el tribuno y le preguntó: “Dime, ¿eres ciudadano romano?” –“Sí”, respondió. –“Yo, dijo el tribuno, conseguí esta ciudadanía por una fuerte suma.” –“Pues yo, contestó Pablo, la tengo por nacimiento.” Al momento se retiraron los que iban a darle tormento. El tribuno temió al darse cuenta que le había encadenado siendo ciudadano romano.” (Hechos 22: 25–29).

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La idea, aquí, es poderosa. La declaración de ciudadanía romana se equipara a la declaración de pertenencia a Berlín como adhesión al bloque capitalista, al mundo libre, a una pendiente ideológica que se admite como protectora y, claro, como privilegio. Pertenecer al mundo libre es también escapar del flagelo, liberarse de las prisiones, romper las cadenas y declarar, con orgullo, la pertenencia a un mundo en exclusión de otro. Se dibujan los dos bloques y la imagen inmaculada de protección y bonanza que aseguraban las fuerzas superiores del capitalismo. Al hablar de esta pertenencia en alemán, Kennedy quiso crear un fuerte vínculo social en la unidad imaginaria de todos los habitantes de la tierra prometida que se anunciaba, con puertas abiertas, como el mundo libre que empezaba y terminaba en Berlín.

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Han pasado más de cincuenta años desde ese caluroso día de junio. Las fuerzas del mundo se han reacomodado, el muro de Berlín cayó y el bloque soviético se colapsó bajo su propio peso. La guerra fría, sin embargo, marcó permanentemente al mundo con añejas relaciones internacionales. No por nada Niall Ferguson habla de una larga tradición de reglas en el comportamiento internacional de Estados Unidos que incluyen, ahora hablando de Siria con los recuerdos de Afganistán, el “mantener a los Rusos lejos del Medio Oriente”. No por nada, tampoco, uno de los grandes esfuerzos en política internacional de la llamada “doctrina Obama” (que, extensamente, caracterizó Jeffrey Goldberg en su seminal artículo para The Atlantic), fue el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba. El embargo económico a la isla caribeña es un claro remanente de otra época: establecido por Kennedy un año antes de su discurso en Berlín, esta muestra anacrónica de políticas de la guerra fría, actualmente, apenas, bajo la renovación de Obama, empieza a anunciar un posible fin. Y sí, podemos hablar de renovación: las políticas internacionales de Estados Unidos han mostrado un movimiento pendular desde el intervencionismo belicoso de Bush hacia el internacionalismo racional de Obama.

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Una de las grandes críticas hechas a la administración del actual gobierno estadounidense fue su tibieza frente a la situación de Siria. Muchos personajes importantes dentro del gabinete de Obama y, sobre todo, el Secretario de Estado John Kerry, consideraban como necesaria la intervención militar de Estados Unidos en el conflicto. La negativa de Obama resultó, para muchos, en el auge de la presencia rusa en la región, en la desestabilización del estado fallido de Siria y en el crecimiento desmedido de ISIS. Pero Obama nunca lo vio así y se declaró particularmente orgulloso de sus decisiones en ese momento:

Hay un manual en Washington que, supuestamente, los presidentes deben seguir. Es un manual que viene del establecimiento de nuestra política extranjera. Y el manual exige respuestas a diferentes eventos, y estas respuestas tienden a ser respuestas militares. Cuando América está siendo directamente amenazada, el manual sirve. Pero el manual puede ser también una trampa que lleva a malas decisiones. En medio de un reto internacional como Siria, te juzgan duramente si no sigues el manual, incluso si hay buenas razones que muestran que no debe aplicarse.

(AP Photo/Pablo Martinez Monsivais)

Esto indica, una vez más, la renovación que llevó a cabo Obama en cuestiones de política internacional; renovación que se concentró, polémicamente, en el ya famoso dicho: “don’t do stupid shit” (“no hacer estupideces”) que criticaba las desastrosas tendencias intervencionistas de la anterior administración. Cuando Goldberg le pregunta a Obama, en el ya citado artículo de The Atlantic, sobre la historia de las políticas internacionales estadounidenses, la respuesta del presidente es elocuente:

Le pregunté al presidente cómo pensaba que su política extranjera iba a ser entendida por los historiadores. Empezó por describirme un cuadro con cuatro casillas que representaban las principales escuelas de pensamiento americano en política extranjera. Llamó una casilla aislacionismo, que desechó como fuera de alcance. “El mundo está encogiéndose permanentemente,” dijo. “Retraerse es insostenible.” Llamó las otras casillas realismo, intervencionismo liberal, e internacionalismo. “Supongo que me puedes llamar un realista porque creo que no podemos, en cualquier momento, aliviar la miseria de todo el mundo,” dijo. “Tenemos que escoger en dónde podemos tener un verdadero impacto.” También notó que él era, obviamente, un internacionalista, devoto a fortalecer las organizaciones multilaterales y las normas internacionales.

Barack Obama y Ngyen Phu Trong. (AP Photo/Carolyn Kaster, File)

Así, la llamada “doctrina Obama” se aleja definitivamente del intervencionismo de Bush y del ya antiguo aislacionismo propuesto por George Washington. Y, justamente, podemos considerar como muestras de este cambio la negación de intervención en Siria, el controvertido uso de drones en vez del despliegue de tropas, las exitosas e históricas negociaciones nucleares con Irán y, claro, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba. En el funeral de Nelson Mandela se puede observar la sorpresa de Raúl Castro cuando Obama se le acercó y le tendió una mano inesperada. A pesar de que las negociaciones con la isla caribeña, encabezadas por Ben Rhodes -el principal consejero en seguridad internacional de la Casa Blanca-, ya llevaban seis meses en Canadá, el gesto mostraba una intención de diluir viejas reticencias que constituyeron, durante mucho tiempo, una evidencia de la común relación entre ambos países. Constitutiva para la política internacional de Estados Unidos era la reticencia hacia Cuba, constitutiva para la política cubana era el rechazo de las relaciones con Estados Unidos.

(AP Photo/Desmond Boylan)

Es por eso que resulta interesante, en este contexto, revivir el discurso de Kennedy en Berlín hace más de cincuenta años. Con su histórico discurso en la Habana, Obama firmó el inició del fin de uno de los remanentes más anticuados de la guerra fría en la tensión histórica entre Estados Unidos y Cuba. Y es interesante porque, a pesar de las diferencias en el contexto, a pesar de las enormes divergencias en política internacional entre la era de Kennedy y las renovaciones de Obama, a pesar de las cinco décadas de distancia, encontramos similaridades impactantes entre los discursos. Obama habla de la cercanía cultural entre Estados Unidos y Cuba, de Miami como ese monumento levantado por la persistencia del pueblo cubano, del amor al beisbol y al boxeo que comparten ambos países y de las familias separadas por sólo 90 millas de mar. Pero también, como Kennedy lo hizo en Alemania, Obama habla en español, cita a Martí en su idioma y, en algún momento, dice, incluso: “todos somos americanos”. Así, en un modelo de política internacional completamente distinto, Estados Unidos sigue reproduciendo la misma retórica de integración y el discurso de Obama no se puede separar completamente de los binomios recurrentes de la guerra fría: los conceptos de libertad (económica y social), de democracia y de derechos humanos son recurrentes en su discurso. Como Kennedy, Obama habla de las dificultades de su país, de las frustraciones de la democracia, pero sigue afirmando la superioridad de un modelo que Estados Unidos mantiene como guardián y custodio.

(AP-Photo)

Pero esta lógica de guerra fría tiene un giro importante y necesario en el discurso de Obama: la insistencia sobre la capacidad de decisión del pueblo cubano. Al hablar de la necesidad de elecciones en Cuba, sobre la libertad económica y la tolerancia a la protesta pacífica, Obama matiza sus duras declaraciones como opiniones y creencias. Habla de diálogo entre las dos naciones y de la libertad del pueblo cubano para elegir su propio destino. La integración aquí al modelo americano pasa más por el internacionalismo y la multilateralidad, por las negociaciones abiertas y los discursos concentrados en la voluntad popular, que por las presiones políticas y económicas de la era Kennedy. Las críticas del presidente de Estados Unidos al sistema soviético en 1963 eran divisiones que se imponían como un muro ideológico tan infranqueable como el muro físico que dividió Berlín. Las críticas en el discurso de Obama, en cambio, por más paternalistas que puedan ser, pasan por el matiz de una discusión posible, deseable y necesaria. Y si, incluso dentro de un discurso racional e internacionalista como el de Obama, se sigue construyendo la representación del sistema estadounidense como un imperio de protección, privilegios y libertad, es difícil imaginar cómo continuarán estas negociaciones bajo Hillary Clinton o — no lo queramos– Donald Trump.

Muro de Berlín. (AP Photo/John Gaps III)

Clinton ha manifestado, en múltiples ocasiones, sus tendencias intervencionistas en política internacional, pero su cercanía con la actual administración puede, al menos, dar ciertas esperanzas de que los pasos mínimos de Obama hacia las negociaciones con el congreso para levantar el embargo no se estanquen en el cambio. Trump, al contrario, promete un nuevo movimiento pendular que responde, en espejo, a la voluntad de cambio después de Bush: si el internacionalismo de Obama fue una respuesta al intervencionismo de Bush, la irracionalidad de Trump puede ser una respuesta al racionalismo del actual presidente. De ahí el manifiesto aprovechamiento político que ha hecho el candidato republicano a la complejísima cuestión de Siria y del terrorismo.

(AP Photo/Pavel Golovkin)

Esperemos, en cualquier caso, que Obama tenga éxito al legar las intenciones de acabar con un embargo que, más de cincuenta años después, nos hace regresar, en un peligroso vaivén, de los discursos dicotómicos de la guerra fría, a la terrible necesidad, no menos maniquea, de separar pertenencias en la visión irracional de Donald Trump.

Por Nicolás Ruiz.

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