Capítulo 7: Y si

Evelyn Wittig
3 min readMar 2, 2015

Cuando de adolescente dejé mi casa para ir a la universidad, esperaba una transformación. Era la transformación que la mayoría de nosotros imaginamos, aquellos de nosotros que luchamos para encontrar nuestro lugar en la topografía social dónde crecimos. En la universidad, muy lejos y con un nuevo comienzo, a través de algún proceso alquímico indefinido, no solo florecería. Yo, me convertiría.

Pero, ¿en quién? ¿O en qué? En algunos conjuntos de conceptos e ideas vagamente definidos, supongo, una versión de fantasía de mí misma que había estado esperando a surgir, liberada de la tiranía de un pueblo pequeño, de mi inclinación por meterme en problemas en todas sus formas, y de una desafortunada capacidad de renunciar a las cosas que me encantan en el momento en que se volvían trabajo. En la universidad yo estaría centrada y disciplinada. Yo encajaría. Me convertiría en una activista de un tipo u otro. Por encima de todo, yo sería muy, pero muy genial.

Cuando tienes diecisiete años, tal vez no eres aún del todo quienquiera que sea que se supone que vas a ser, pero sí tienes una identidad fundamental. ¿Crecerás? Una realmente lo espera. ¿Puedes cambiar? Sí, por supuesto, y lo harás.

Pero el cambio es una palabra difícil, y una que debes tratar ligeramente.

Cuando llegué a la universidad, empecé a descubrir una triste realidad sobre los seres humanos, y es que en ningún momento de nuestra vida emergemos de una crisálida. No hay una transformación de la noche a la mañana. No me convertí mágicamente en una nueva persona, y ciertamente no en una genial.

Pero este conocimiento no logró que perdiera la esperanza, o puede ser que me ayudara a ignorar la desafortunada verdad del asunto y seguir adelante. Raves, espectáculos punk, tiendas vintage, rockabilly. Probé diferentes versiones de mí misma y las descarté una tras otra. Después siguió San Francisco. Los bailes swing, el indie rock. Trabajo en una editorial. Luego vino Nueva York, la que sin duda sería la ciudad que me haría feliz, me convirtió en mí misma y no al revés. Me fui a Washington, DC y a continuación, volví a la escuela, a las bandas, con un collage de temas y estudios. Un regreso a la costa oeste, a California, al sur y al norte, a nuevos compañeros y amigos, para seguir metiéndome y deslizándome sigilosamente de nuevas y nuevas versiones de mí.

A pesar de cada nueva ciudad y cambio de vestuario, todavía no era la persona que quería ser. Nunca la chica que veía al otro lado de la habitación y admiraba. Nunca cómoda en mi propio cuerpo.

¿Y si yo no hubiera insistido en ir a Berkeley?, me preguntaba. ¿Y si hubiera seguido horneando y cocinando cuando me fui de casa, como lo hacía cuando era niña? ¿Y si no hubiera dejado de actuar? ¿Y si hubiera escrito más, si hubiera escrito diarios? ¿Y si yo no hubiera sido tan miedosa para irme a estudiar al extranjero en mi primer año? ¿Y si hubiera escuchado a mi padre cuando tenía diecinueve años, y hubiera seguido aprendiendo a programar computadoras? ¿Y si me hubiera quedado en San Francisco o en Nueva York? ¿Y si nunca me hubiera trasladado a ninguno de esos lugares? ¿Y si hubiera sido más alta? ¿Y si hubiera sido más bonita? ¿Y si hubiera sido más delgada? ¿Y si hubiera sido más despreocupada? ¿Y si hubiera sido más inteligente? ¿Y si hubiera sido más tonta? ¿Y si hubiera hecho un mayor esfuerzo para ser una mejor amiga, para ser una mejor persona, ser cualquier otra persona que la que era? ¿Y si hubiera sido otra persona por completo?

Es más fácil de lo que debiera ser meter todas estas preguntas en una bolsa y arrastrarlas a tu nuevo destino, al trabajo y la ciudad donde por fin harás todo correctamente.

¿Y si pudieras huir de ti misma?

Hay una sola manera de hacerlo correctamente, camina un día hasta la orilla de un precipicio y lanza cada una de esas preguntas por un lado. A menos que quieras irte por el precipicio, excava bien al fondo de la bolsa hasta que encuentres allí, a la reina en el corazón de esta colonia despiadada de preguntas: ¿Y si te amas a ti misma?

Bienvenida a casa.

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Evelyn Wittig

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