Traducción de «How to Be Polite» de Paul Ford

Cómo ser cortés

Y por qué los buenos modales pueden transformar tus relaciones

Fernando Valverde
9 min readSep 5, 2014
El buen chico, 1837.

La mayoría de las personas no se dan cuenta de que soy cortés, lo que es la idea. No parezco educado. Soy grande, mustio y necesito un corte de pelo. Ningún alma me asociaría con los sándwiches de berros. Aun así, una vez al año alguien me aparta y me dice: “Eres extrañamente cortés, ¿no es así?” Y siempre me emociono. Se han dado cuenta.

Los cumplidos no siempre son tan suaves. Por ejemplo, hace dos años, al final de un arduo proyecto corporativo convirtiendo lentamente mil casillas rojas de una hoja de cálculo en amarillo y luego en verde, mi compañera se giró hacia mí y me dijo: «Pensé que eras un lameculos terrible cuando empezamos a trabajar juntos».

Hizo una pausa y frunció el ceño. «Pero en realidad ayudó a hacer las cosas. Era una estrategia». (Así es como una persona maleducada hace un cumplido, que yo acepté de buen grado.)

Se sorprendió al ver el obstinado poder de la cortesía con el tiempo. Con el tiempo. Ésa es la cuestión. La mayoría de las veces hablamos de la cortesía en el momento. Por favor, gracias, pase usted, me gusta su sombrero, bonitos zapatos, estás radiante hoy, por favor, siéntese usted, señor, señora, etc. Todo bien, pero efímero.

Manuales de protocolo

Cuando estaba en el instituto solía leer manuales de protocolo. Emily Post, etcétera. Los manuales me parecían interesantes y bastante divertidos. Había buen material sobre cómo escribir una nota de condolencia, y cosas ridículas sobre cómo comportarse en los barcos o en la Casa Blanca.

No esperaba aplicar mis descubrimientos a mi día a día como adolescente. Era uno más en el instituto. No molaba, pero tampoco me torturaban. Votado «el más estudioso» de mi clase, lo que equivale más o menos al «con menos posibilidades de tener relaciones sexuales». En el instituto nadie se fijó en mi educación excepto un chico. Me gritaba por ello. «¿Por qué eres siempre tan educado, tío?», preguntaba. «Es raro». Lo tomé como una alabanza y tomé nota para ocultarlo más, para ser más profano. La verdadera cortesía, razoné, era invisible. Se adapta a cada situación. Más tarde, el mismo chico me robó mi copia de Aqualung en casete.

Pero no importa. Lo que más me atrajo fue la forma en la que la práctica de la cortesía te permite crear un círculo protector en torno a tus emociones y a ti mismo. Siguiendo las instrucciones en el libro, podrías zafarte de una situación terrible y cuando todo hubiera acabado, podrías tirar tus guantes blancos al cesto de la ropa sucia y seguir con tu vida. Imaginé que había un gran mundo ahí fuera y la cortesía me sería útil por el camino.

Al principio no lo fue. Nadie necesita tarjetas de visita en la universidad (aunque me sorprende que no hayan resurgido entre los estudiantes de arte dramático). En mi veintena me di cuenta de que podría ganar puntos con mis mayores presentándome y hablando con respeto. Pero entonces, de repente, importó. Mi habilidad para ir a una fiesta y hablar con cualquiera sobre lo que fuera, para charlar y hacer preguntas, para dirigir la conversación implacablemente hacia el interlocutor, significaba que estaba recopilando ingentes cantidades de información sobre otras personas.

Aquí va un truco del cortés, uno que nunca me ha fallado. Lo compartiré contigo porque me caes bien y te respeto, y tengo claro que sabrás aplicarlo sabiamente. Cuando estés en una fiesta y te veas empujado a entablar una conversación con alguien, comprueba cuánto tiempo puedes aguantar antes de hablar acerca de a qué se dedica. Y cuando llegue ese doloroso parón llegue, apodérate del momento. He llegado a deleitarme en esa agonizante primera pausa, porque sé que puedo sacar una conversación adelante. Pregúntale a la otra persona a qué se dedica y, justo después de que te lo cuente, di: «Vaya. Parece complicado».

Porque prácticamente todo el mundo cree que su trabajo es difícil. Una vez fui a una fiesta y conocí a una mujer bellísima cuyo trabajo era ayudar a los famosos a llevar joyas de Harry Winston. Me di cuenta de lo decepcionada que estaba por tener que interactuar con este gigante desaliñado con una camiseta sin marca, pero cuando le dije que su trabajo me parecía difícil se animó y habló durante 30 minutos sobre zafiros y Jessica Simpson. No dejaba de tocarme mientras hablaba. Se lo perdoné. No revelé ningún detalle sobre mí, ni siquiera mi nombre. Al final, alguien me llevó de nuevo a la fiesta. La coordinadora de joyas para famosos sonrío, me cogió de la mano y me dijo: «¡Me caes bien!». Parecía aliviada de haberse desahogado. Lo consideré un gran logro. Desde entonces, habré dicho cientos de veces a un desconocido: «vaya, eso parece complicado», siempre con gran éxito. Ya no me queda vida estando en casa con mis hijos, así que guarda este truco para tus fiestas. Mi regalo para ti.

A un amigo y a mí se nos ocurrió un juego llamado Cuentista. Te juntas con otro cuentista en una fiesta y hablas con todas las personas que puedas. Ganas puntos haciendo que la gente revele algo sobre sus vidas. Si dominas la conversación, pierdes un punto. Los dos cuentistas se comunican mediante señas y llevan la cuenta en una hoja de papel o en sus mentes. Uno pensaría que la gente se daría cuenta, pero está tan encantada por la atención recibida que el hecho de que estés jugando al Cuentista se les escapa.

Tocando el pelo

Una forma de ser cortés es no tocar a nadie a menos que te lo pida expresamente. Te sorprendería la frecuencia con la que la gente mete la pata; basta con buscar en Internet «tocar el pelo a una mujer negra» para maravillarse con la cantidad artículos, publicaciones y guías. Esto dice la periodista Jenna Wortham, del New York Times, en una entrevista en The Awl sobre tocar el pelo:

Entiendo que pueda sonar exagerado para algunas personas, pero que alguien me toque sin mi permiso me jode el día y el sentido de privacidad y el espacio personal y me lleva a una espiral psicótica en la que me pregunto qué señal inconsciente he tenido que dar para indicar que estaría bien, incluso cuando sé que no hay ninguna.

He leído muchos relatos sobre personas blancas tocando el pelo a alguien de color y los leo con la boca abierta. No solo por el racismo. Simplemente porque, como persona educada que soy, la idea de tocar el pelo de alguien hace que me den tics en el ojo. ¿Cuándo sería apropiado? Si alguien tuviera una araña enorme y venenosa en su pelo. Si estuviera haciendo un truco de magia. O después de seis años o más de matrimonio.

Hay excepciones. Doy palmaditas en la cabeza de los niños pequeños que conozco desde hace más de seis meses. Si un niño pequeño se ofrece a sentarse en mi regazo o quiere que lo aúpe a mi espalda mientras hago sonidos de caballo, primero hago contacto visual con los padres y luego acepto. Después, puede que acaricie la cabeza del pequeño, un poco. No me opongo a despeinarlos en determinadas circunstancias apropiadas.

Pero toda una clase de problemas desaparece de mi vida porque veo a las personas como si tuvieran una burbuja invisible de un metro a su alrededor. Si hay algún pelo suelto en sus chaquetas les pregunto si puedo quitarlo. Si no quieren, lo harán ellos mismos. Si su nombre es Susan, es Susan. Lo que ocurra dentro de esa burbuja depende exclusivamente de ellos. No tiene nada que ver conmigo.

Ahora bien, incluso aunque me preparé y estudié libros de protocolo, aprendí todo esto de la forma habitual, metiendo la pata hasta el fondo y teniendo que enviar correos electrónicos de disculpas al día siguiente. Las disculpas por correo son bastante embarazosas de mencionar. Atroces de enviar. Me emborracho y suelto una sarta de vulgaridades. O digo alguna estupidez. Despierto y suspiro. «Me he dado cuenta», escribo, «que tuve que ser una persona insufrible anoche». Nunca le tocaría el pelo de nadie, creo. Pero claro que podría. Una de las cosas que tiene ser cortés es que sabes que dentro de ti se esconde alguien increíblemente maleducado.

Hace unos veinte años leí una entrevista en un fanzine a una prostituta en la que ella exponía las normas que seguía con sus clientes. La mayoría de las normas eran de sentido común: preservativos, puntualidad, etcétera, pero la única norma que se me quedó grabada fue: «¡No cagues en mi baño!». En negrita, subrayado y con signos de exclamación (era un fanzine, recuerda).

Siempre que leo acerca de profesionales del sexo —lo que es muy a menudo, porque nuestra cultura está obsesionada— esta norma aparece en mi mente. Nunca he tenido motivos para ponerla a prueba. Pero me gustaría pensar que, si las circunstancias alguna vez se alinearan para que contratara a una profesional, sabría cómo comportarme con respecto a esta norma. Por ejemplo, si fuera necesario haría una parada rápida en Starbucks antes de ir a su apartamento. Y ya que estaba en Starbucks le ofrecería llevar un café. «Estoy en el Starbucks», escribiría. «¿Quieres algo?» A petición suya compraría un Frappuccino® de Caramelo con crema «light» y quizás un panecillo Chonga [queso, cebolla y ajo]. Y sí, lo sé, es inmoral para una mujer de Nueva York querer un panecillo del Starbucks. Pero ¿quién soy yo para juzgar?

Aquí termina la fantasía. Es solo una pequeña norma ubicada en mi cerebro, archivada bajo Prostitutas. Hay miles, quizá decenas de miles, de normas similares «por si acaso». ¿Y si tuviera que reunirme con el alcalde mañana? ¿Y si tuviera que ir a un restaurante caro? ¿Y si tuviera que entrevistar a un vagabundo para una historia? Emily Post no podría cubrir todo, así que tendría que apañarme. Soy, lo admito, una persona muy ansiosa. Pero también soy educado.

Conclusión

La cortesía te hace ganar tiempo. Deja puertas abiertas. He conocido a tantas personas a las que, si hubiera confiado en mis primeras impresiones, no querría volver a ver. Y, sin embargo, muchos de ellos son ahora grandes amigos. Y rara vez les he tocado el pelo.

Una vez conocí a una mujer. En nuestra primera cita, fuimos a un bonito bar con mesas azules y, en el curso habitual de la conversación, me habló largo y tendido sobre la extirpación de un teratoma dermoide en sus ovarios. Esto es, un quiste con dientes (no es una metáfora). Había ido esperando flirtear, pero en su lugar aprendí acerca de la extirpación quirúrgica de una masa mutante con pelos y dientes del tamaño de un puño en sus genitales. Esto mató la química. La acompañé a su casa, le dije que había pasado un gran rato, y me fui a casa a buscar quistes por Internet, siempre un buen final para una velada. Después hablamos poco. Todo agradable y breve. Un año después me la encontré en el tren y quedamos otra vez. Mucho después supe que ella había tenido un día realmente malo en un año realmente malo. Ahora estamos casados y tenemos gemelos.

A veces recibo una llamada o un correo de alguien cinco años después del último contacto y pienso, oh vaya, odiaba a esa persona. Pero ellos nunca lo supieron, claro. Veamos si les sigo odiando. Muy a menudo descubro que no. O que los odiaba por una razón estúpida. O que ellos habían tenido un mal día. O, mucho más probable, que yo había tenido un mal día.

La gente lucha en silencio contra todo tipo de cosas terribles. Sufren de depresión, ambición, abuso de sustancias, y pretensión. Sufren por tragedias familiares, por una educación mediocre y por odiarse a sí mismos. Sufren por matrimonios fallidos, dolores físicos y por la editorial. Lo bueno de la cortesía es que puedes tratar a esas personas exactamente igual. Y luego esperar a ver qué pasa. No tienes que tener una opinión. No tienes que hacer juicios. Sé que no suena como una liberación, porque vivimos y trabajamos en una economía basada en la opinión. Pero lo es. No tener una opinión significa no tener una obligación. Y no estar obligado es una de las riquezas más dulces de la vida.

Hay otro aspecto de mi educación que no me gusta mencionar. Pero lo voy a hacer. A menudos me consume un sentimiento de amor y empatía abrumadores. Miro a la otra persona y me invade la alegría. A pesar de toda mi ironía, realmente quiero saber cómo es el proceso de colgar joyas en los famosos. ¿Cómo se siente la joya en tu mano? ¿Cómo se sienten los famosos en tus manos? ¿Cuál es más suave?

Este no es un mundo en el que se pueda simplemente expresar amor por otra persona, dónde puedas alabarles. Tal vez debería serlo. Pero no lo es. He aprendido que la gente temerá tu entusiasmo y calidez, y esperará a oír el precio. Lo cual es justo. Todos hemos sido atraídos por el amor de alguien solo para descubrir que no podemos permitírnoslo. Un poco de distancia nos da tiempo a todos.

La semana pasada, mi mujer volvió del parque infantil. Me dijo que mi hijo Abraham, de dos años y un metro de alto, se acercó a una mujer con un hiyab [un velo] y le preguntó: «¿Cómo te llamas?» La mujer le dijo su nombre. Luego él extendió su manita y le dijo: «¡Encantado de conocerte!». Todo el mundo rió, él sonrió. Le dio su apretón de manos más firme, como yo le enseñé.

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