Noviembre de 2010

Yo tuve un tumor cerebral

pero ahora estoy bien.

Evelyn Wittig
9 min readDec 17, 2014

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Todo comienza en alguna parte.

Un temblor en la mano izquierda, debilidad muscular leve, la incapacidad para pintar mis propias uñas. Acepté estos cambios como sujetos de fascinación —idiosincrasias particulares a mi cuerpo. Cuando se lo dije a mi madre, ella me sugirió que incorporara más vitamina C a mi dieta.

En el invierno de 2010, la nieve se amontonaba contra las ventanas del jardín de mi apartamento mientras yo vomitaba el desayuno, luego agua, y por último, una amarga sustancia amarilla el día entero hasta que estaba demasiado débil para moverme al cuarto de baño. Me quedé dormida en el suelo preguntándome si iba a despertar al día siguiente.

«¿Qué tan enfermo tienes que estar para llamar a una ambulancia?» Le envíe en un mensaje de texto a mi compañera de cuarto que se encontraba de vacaciones.

Después de ese episodio, comencé a experimentar extraños dolores de cabeza palpitantes —pequeñas tormentas que combatía cerrando mis ojos y quedándome de pie sin moverme hasta que desaparecían—. Yo trabajaba como gerente en una organización no lucrativa cerca de Herald Square. En ese entonces vivía sola, a una hora en las profundidades de Brooklyn, en un barrio italiano que a regañadientes apreciaba. Tomaba clases de baile cinco noches a la semana, a menos que asistiera a una lectura o a una conferencia o a una fiesta en alguna parte. Eran días largos y largas noches. Vivía a base de café y rebanadas de pizza de un dolar. En mi nevera lo único que encontrabas era pepinillos y condimentos.

Vale —y mezcla para hacer margaritas.

Pronto, los dolores de cabeza se unieron con un vértigo incapacitante. Pequeñas manchas se formaban en los bordes de mi visión. Las náuseas me abrumaban por las mañanas. Estaba delgada, pero eso estaba de moda.

Una vez, cuando los dolores de cabeza eran frecuentes y feroces, le dije a mi madre que sentía como si alguien estuviera pellizcando la parte de atrás de mi cuello y apretando mi cerebro. Yo no lo sabía en ese momento —y no lo descubriría hasta meses después— pero no me equivocaba.

Cerca del final de octubre de 2010, hubo una tormenta invernal temprana que azotó Nueva Inglaterra. Yo recién había aceptado mi posición como estudiante de doctorado en la Universidad de Gales, Aberystwyth. En tacones y una falda de tubo, me arrodillé sobre la papelera en mi oficina y vomité el contenido de mi almuerzo. Mi compañera de trabajo, que había estado siguiendo mis quejas a través de los meses, me llevó a una clínica cercana.

A partir de ahí, las cosas progresaron rápidamente. Me dieron instrucciones estrictas de tomar un taxi directamente al hospital. No camines, no tomes el tren. Asentí obedientemente mientras seguía vomitando en una bolsa de H&M. En la sala de emergencias en el Beth Israel, una enfermera me llevó a tomar una tomografía computerizada. Nunca había estado en un hospital antes. Esperé a los resultados. Un preocupado auxiliar se asomó por la puerta y me miró, luego se retiró. Más caras de preocupación. Malas noticias, entonaron, sin llegar a decir qué era lo que estaba mal. Fui admitida, decorada con IVs, y me dijeron que tenía que esperar de nuevo. En un momento, un joven médico me dijo: «Vaya pequeño cacahuete tienes en tu coco» ¿Cacahuete? Esa fue la primera vez que oí hablar de él. El médico me mostró el escáner.

Cuando pienso en tumores, pienso en metáforas de la invasión. Algo extraño, contundente, y no deseado. El crecimiento de la oscuridad donde antes había luz. El joven médico señaló la pantalla y dijo: «Allí». Allí había una sombra en el fondo de mi cabeza. Una esfera alojada en el cerebelo, una presencia que era a la vez extraña y parte de mí. No es un tumor aún, pero tampoco no es un no tumor. Para confirmar cualquier caso se requería de una serie de imágenes de resonancia magnética.

Desde la sala de emergencias, me trasladaron a la unidad de neuro de cuidados intermedios. Eso era grave, un amigo me informó por texto. Un médico de mayor edad cuyas gafas las usaba en la punta de su nariz y cuya voz era firme pero amable a lo largo de su explicación de la condición hemangioblastoma convino en que era realmente grave.

A los veinticuatro años, pensaba que tenía las cosas resueltas. Pensaba que era invencible. Yo podía tomar otro Advil. Yo podía superar los dolores de cabeza, el vértigo, la náusea. Todo estaba bien, me había convencido a mí misma, porque se suponía que todo iba a estar bien. Sucedieron cosas malas, pero eran cosas como perder mi teléfono o romper con mi novio. La enfermedad, tumores, cirugía cerebral: esas cosas le suceden a otras personas. El doctor pidió programar la cirugía de inmediato. Le pedí un momento. Durante veinte minutos seguidos, sollocé en voz alta en el borde de mi cama de hospital. Yo no quiero esto, yo no puedo hacerlo, yo no quiero esto. ¿Cómo sucedió esto? ¿Por qué?

Los hemangioblastoma son tumores vasculares localizados en el cerebelo, tallo cerebral, o en la espina dorsal. Representan el 2% de los tumores en el sistema nervioso central, el hemangioblastoma afecta típicamente a individuos de mediana edad y puede asociarse al síndrome Von Hippel-Lindua en el cual los tumores son recurrentes a lo largo de la vida de una persona. No son cancerosos, pero pueden provocar complicaciones serias con el tiempo. Mientras sea posible extraerlos por medio de cirugía, el pronóstico tiende a ser positivo.

Preguntar el por qué o el cómo, a los 24 años, fui diagnosticada con un raro tumor que se sabe que afecta a un rango de edad totalmente fuera del mío, es como comprometer mis pensamientos a una rueda de irracionalidad. Le puedo dar vueltas y vueltas a la pregunta y nunca tener una respuesta. De ahí en adelante, me moví como en un sueño.

Tuve que llamar a mi madre. Nada podía suceder sin antes verla en persona. Pero cuando contestó el teléfono, no pude formar las palabras. Le pasé el teléfono al doctor y le pedí que le explicara el problema. A tres mil millas de distancia, una mujer madura tuvo que pararse a la orilla del camino y llorar, para luego comprar un boleto de avión y así poder asistir a la inminente craniotomía de su aterrada hija de veintitantos años.

Una amiga que vivía en el norte de estado de Nueva York, dejó la escuela de leyes a mitad del semestre para tomar un bus y viajar cuatro horas y media hasta la ciudad. Pasamos Halloween viendo Arrested Development en mi cama de hospital en la víspera de mi cirugía. En la cama del otro lado de mi habitación, una señora mayor que no hablaba inglés gritaba una sola palabra una y otra vez: dolor, dolor, dolor. Las enfermeras la miraban tristemente, pero no podían hacer nada. Recuerdo que Carye tomaba mi mano y suspiraba Dios —una simple declaración llena de pena, frustración y miedo— y yo pensaba Dios no esta aquí. Esa noche no puede dormir —o mejor dicho: tenía miedo de dormir—. ¿No eran esas las últimas y más preciadas horas?

En la mañana, Carye pintó mis uñas mientras discutíamos que peinados me podrían quedar bien después, ya que tenían que rasurar la mitad de mi cabeza antes de la cirugía. Al hablar de nada en particular, podíamos evitar el peso de la realidad.

Mi disfraz de Halloween, 2010

Mi madre me dio un beso, me dijo que me amaba, pero no me acompañó a la sala de preparación. Las paredes eran blancas y el corredor nunca acababa. Me había olvidado de quitarme la ropa interior. Nos reímos de eso. Es extraño como el mundo titila y da vueltas cuando entretienes la posibilidad que nunca más lo verás. Por segunda vez en el año, me dormí con la duda si despertaría otra vez.

Cuatro horas de cirugía se volvieron ocho. Hubo una hemorragia, me dijeron. Desperté con pánico y atontada. ¿Qué hora era? ¿Mi madre sabía que estaba bien? En la sala de cuidados intensivos, las enfermeras me dijeron que tenía los pulmones más sanos de la sección de oncología. Mi cabeza se sentía tan pesada. Recuerdo que la morfina me daba naúseas. Pensé que mis puntos se iban abrir nuevamente. Mi madre tomaba mi mano. Carye volvió a la escuela de leyes. Fui trasladada a la unidad de cuidados intermedios, después a mi apartamento para la terapia de seis semanas. Otra amiga voló desde San Franciso para que pudiéramos ir a comprar sombreros juntas. En la calle, un hombre me piropeo, luego cambió de parecer. ¿Qué te pasó en la cabeza? Nos reímos de eso, también.

El resultado.

Lentamente, la evidencia física del trauma desapareció. Escribí muchas páginas reflexionando sobre esas ocho horas de oscuridad sin sueños. Si hubiera muerto, ¿hubieran seguido eternamente? ¿Me habría encontrado perdida? ¿Si hubiera vislumbrado el después lo hubiera encontrado vacío? Semanas después, soñaba flashes vívidos y aterradores que me despertaban en el medio de la noche. Rehusándome a moverme a mi habitación, dormía en un sillón de seda rosado que mi antigua compañera de habitación y yo cargamos a traves de Stuy Town, que luego nos llevamos a Bushwick, y que terminó en el lugar con la alfombra rosada en Bensonhurst.

Después de un chequeo preliminar, los doctores acordaron que podía continuar con mis planes de comenzar mi Doctorado en enero. En Nueva York, nevó profundamente. Tuve un tratamiento de canales y me removieron dos muelas del juicio. El gobierno federal procesó mi visa de estudiante. Sentada rigidamente en el piso de mi sala, empaqué cosas pequeñas en cajas. Practiqué escribir con mi mano izquierda para recuperar la fuerza del músculo. Por los esteroides todo me sabía a cenizas. Tenía hambre todo el tiempo. Eso no era un sueño, pero parecía como si lo fuera.

Todo comienza en algún lugar.

A traves de una serie de puntos dispersos en un periodo de años, puedo trazar un camino desde la primera sugerencia de que algo no andaba bien hasta el diagnóstico final del doctor. En cualquier número de encrucijadas, pude haber tomado otro camino y arribar al final de manera más abrupta. Pienso en la cita con neurología que hice en marzo de 2010, luego cancelada porque las jaquecas habían desaparecido por un tiempo. O el final pudo ser diferente, pudo haber sido peor, pudo haber sido nada. ¿Y si hubiera tomado más vitamina C o comido mejor o dormido mejor? ¿Y si el tumor hubiera sido canceroso o inoperable? O, nuevamente, la rueda de la irracionalidad.

Muchos años han pasado y ahora puedo subir montañas tan bien como subo las escaleras. Escribo historias y mi nevera tiene más cosas que sólo condimentos. Mi cabello volvió a crecer y la sensibilidad en mi cabeza ha retornado, a pesar de que cortaron el nervio en esa parte. Cada vez que le cuento a alguien que tuve un tumor en el cerebro, modifico la declaración agregando: pero ahora estoy bien.

2010; 2011; 2013

Aún así, algunas noches, me despierto alarmada por un estado de sueño profundo sin sueños, pensando: todo debe terminar en algún lugar.

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Evelyn Wittig

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