Las réplicas del terremoto

Siete de los científicos más renombrados de Italia fueron acusados de homicidio después de un terremoto catastrófico. ¿Acaso el país ha criminalizado a la ciencia?

Víctor R. Hernández
26 min readApr 2, 2015

Por David Wolman
Animación por Rebecca Mock

Giulio Selvaggi dormía cuando empezó a temblar. Era la noche del 5 de abril de 2009, y el director del Centro Nacional de Terremotos de Italia había estado trabajando hasta altas horas de la madrugada en Roma, antes de ir a casa a dormir.

Por el movimiento de su cama, Selvaggi supo que el temblor era grande, pero que no había sido cerca. Estar cerca del epicentro de un terremoto grande es como ser un grano de maíz dentro de una máquina de palomitas de maíz. Cuando el terremoto ocurre más lejos, el movimiento es más lento y regular, de ida y vuelta, conforme las ondas de choque van llegando.

Selvaggi saltó de la cama y miró el teléfono, pero no tenía mensajes. Salió apresuradamente hacia la sala, mientras iba marcando a su oficina.

— ¿En dónde fue? — preguntó.

— L'Aquila, 5,8 — fue la respuesta.

(Más tarde se clasificaría como 6,2.)

El primer pensamiento de Selvaggi: «por lo menos no es un 7». Un sismo de magnitud 7 con centro en L'Aquila, una ciudad medieval en las montañas, hubiera matado a 10.000 personas.

A más de cien kilómetros de Roma, Giustino Parisse ya se había despertado dos veces por los temblores. El segundo, a las 12:39 de la mañana, había espabilado a toda su familia. Mientras revisaba su casa, Parisse, un periodista de 50 años de edad del periódico de L'Aquila, Il Centro, se encontró con su hijo adolescente en el pasillo.

Questo terremoto ci ha rotto — dijo, inquieto, el joven de 17 años, Domenico. «Este terremoto nos está jodiendo».

— Lo sé, lo sé — respondió Parisse—. Pero mañana hay escuela. Tienes que regresar a la cama.

Encendió una luz para asomarse a ver cómo estaba su hija de 15 años, Maria Paola. No estaba dormida.

—Nos vamos a morir todos aquí — dijo.

Sobresaltado, Parisse intentó hacer una broma.

—A ti nada te podría matar — dijo, y se dirigió de nuevo a la cama.

Tres horas más tarde, Parisse y su esposa se despertaron en mitad de una avalancha de yeso y ladrillo. Entre escombros, se arrastraron como pudieron hacia la sala, iluminando su camino con un teléfono celular, y trataron de llegar con los niños. Pero ya era demasiado tarde: Domenico y María Paola habían muerto sepultados.

El terremoto de 28 segundos había demolido cientos de edificios por todo L'Aquila. Para cuando dejó de temblar, había 297 personas muertas, más de un millar de heridos y decenas de miles sin hogar.

Durante el invierno y los comienzos de la primavera de 2009, Selvaggi y otros sismólogos en el Instituto Nacional de Geofísica y Vulcanología (INGV) de Italia habían estado siguiendo el desarrollo de numerosos temblores alrededor de L’Aquila. La secuencia de pequeños sismos en un período corto de tiempo, conocida como «enjambre sísmico», es diferente a las réplicas que siguen a un terremoto grande.

En lugares como L’Aquila, no son necesariamente anormales. Los medios de comunicación locales transmitían constantemente ese mensaje genérico al público. Los funcionarios del gobierno regional insistían en que no había por qué inquietarse, a pesar de que existe la costumbre histórica de no respetar los códigos de construcción. El Departamento de Protección Civil de Abruzzo, la región donde se localiza L’Aquila, incluso emitió un comunicado de prensa que afirmaba tajantemente que no habría ningún terremoto grande.

Sin embargo, la gente de L’Aquila estaba comprensiblemente preocupada. A lo largo de los siglos, la ciudad ha sido devastada por varios terremotos importantes. En 1703, un temblor mató a 10.000 personas, y en 1915, un terremoto de magnitud 7,0 mató a 30.000. Esta historia ha dado lugar a una cultura de la precaución. Cuando el suelo parece especialmente temperamental, muchos residentes — como sus padres y sus abuelos antes de ellos — toman sus cobijas y cigarros y salen a deambular por la piazza o el parque. Otros duermen en sus carros. Es mejor no estar dentro de un edificio antiguo que no ha sido reforzado contra sismos.

Conforme el enjambre continuaba, la ansiedad se exacerbaba gracias a un personaje del lugar llamado Giampaolo Giuliani. Giuliani usa un aparato casero para tratar de predecir terremotos inminentes. Sus declaraciones — y el poder amplificador del interés mediático en ellas — le habían ganado una reputación en el pueblo. Ya fuera en la misa de la iglesia de Santa Maria del Soccorso o mientras tomaba una soda de naranja en el Bar Belvedere, la gente lo saludaba no con un «Buongiorno» sino con un «Tutto a posto?» (¿Todo bien?). Una empresa de medios locales se refirió a él como «el profeta de la desgracia» y aquel invierno, cada vez que la tierra se agitaba, la incesante agitación de Giuliani parecía ser validada.

Para finales de marzo, habían ocurrido miles de sismos, docenas de los cuales habían llegado a 3,5 en la escala de Richter. Luego, el 30 de marzo, un temblor de 4,0 hizo que la situación se catapultara de la tensión al punto de la locura. Percibiendo que era necesario un gesto para calmar los nervios del público, el Departamente de Protección Civil a nivel nacional decidió llamar a los mayores expertos del país, la Comisión de Riesgos Serios, para evaluar la situación. Selvaggi, el sismólogo de Roma, no estaba en la comisión, pero su jefe, Enzo Boschi, sí. Una figura titánica en la comunidad científica italiana, Boschi le pidió a Selvaggi que lo acompañara y hablara con el grupo.

Giulio Selvaggi

Antes de la reunión, el jefe de protección civil de Italia, Guido Bertolaso, llamó a la oficina regional de Abruzzo. De acuerdo con la transcripción que después se filtró a los medios, Bertolaso dijo que el objetivo de la reunión era «callar a todos esos idiotas y tranquilizar a la gente».

Bertolaso estaba particularmente molesto por el hecho de que los funcionarios locales hubieran tratado de contrarrestar las afirmaciones de Giuliani con la absurda respuesta de que no sucedería un terremoto.

«No digan eso de que “No se esperan más sismos”. Decirlo es muy estúpido», decía. «No se puede decir nada parecido cuando estás hablando de terremotos… ni siquiera bajo tortura».

En cambio, explicaba, quería una «operación mediática». Era cuestión de esperar: las luminarias de los terremotos de Italia estaban camino a L’Aquila. Ellos arreglarían el desorden.

La reunión, a la cual asisitieron siete expertos, incluyendo a Selvaggi y a Boschi, y un puñado de funcionarios locales, duró sólo una hora y media. La conclusión: un terremoto grande a corto plazo era poco probable. Pero no hay que olvidar que este es un país de terremotos: nunca se sabe. Las palabras de Boschi durante la reunión llegarían a ser fundamentales. «Un terremoto grande parecido al de 1703 es improbable a corto plazo», dijo. «Pero la posibilidad no puede ser descartada definitivamente».

Una funcionaria de Abruzzo planteó de nuevo el tema de la predicción. «Nos gustaría saber si hemos de creer a esa gente que va por ahí creando alarma»; se estaba refiriendo al experto autonombrado, Giuliani. «Esas afirmaciones no tienen base científica», le respondió el director de la comisión, Franco Barbieri. «La secuencia sísmica no predice nada, pero es seguro que pone la atención en la zona sismogénica donde, tarde o temprano, ocurrirá un terremoto grande», dijo. «Lo único que se puede hacer para proteger a la gente en un lugar así», le recordó, «es construir estructuras seguras». Tal como se repiten los científicos y los ingenieros con la cadencia de un rosario: «Lo que mata a la gente no son los terremotos, son los edificios».

Los habitantes del pueblo se enteraron de las evaluaciones del grupo a través de declaraciones citadas en las noticias, que incluían un fragmento de una entrevista con uno de los miembros de la comisión, Bernardo De Bernardinis, cuya formación es de hidrólogo, no sismólogo. La entrevista se filmó antes de la reunión pero se transmitió después, con lo cual se daba la falsa impresión de que era un resumen. ¿Acaso el enjambre era un signo de que lo peor estaba por venir? «Al contrario», dijo De Bernardinis. «La comunidad científica me asegura que la situación es buena debido a la continua descarga de energía».

Era una afirmación absolutamente incorrecta. Las líneas de falla no son válvulas de presión y los sismos pequeños no necesariamente liberan la energía que de otro modo contribuiría a un terremoto más grande. Prácticamente todos los sismólogos están de acuerdo en que no existe correlación — positiva o negativa — entre la ocurrencia de los temblores pequeños y la de los grandes. Sin embargo, el reportero de la televisión encontró la respuesta de De Bernardinis tan satisfactoria que decidió terminar la entrevista con una nota jocosa. «¿Entonces deberíamos irnos a tomarnos una buena copa de vino?» «Oh, sí», dijo De Bernardinis, y recomendó un viñedo de su pueblo natal.

Seis días después, L’Aquila, y muchísimas vidas, fueron destruidas.

A muchos de los que estaban aquella noche en L’Aquila los atormenta el sonido del temblor, un fantasmagórico e ineludible murmullo, que se sintió como si una fuerza sobrenatural cayera sobre ellos. Otros recuerdan la nube roja que rápidamente cubrió la ciudad, causada por las incontables tejas de ladrillo rojo que se sacudían, se caían y se quebraban.

Una vez que el impacto aminoró, que los cuerpos fueron retirados y los escombros limpiados, los supervivientes empezaron a alzar la voz en contra la comisión. Insistían en que los mensajes tranquilizadores de los expertos eran lo que habían persuadido a la gente de quedarse en sus casas la noche del 5 de abril, incluso después de los dos sismos, en lugar de haber salido para alejarse de los edificios inseguros.

Giustino Parisse

Uno de los críticos de la comisión fue Parisse, el periodista que había perdido a sus hijos adolescentes. «Como padre», me dijo Parisse, «soy el último responsable de la seguridad de mis hijos». Pero eso no niega lo que el ve como una falla de responsabilidad por parte de los científicos e ingenieros. «Vinieron a L’Aquila a tranquilizar a la gente, no a evaluar el riesgo», dice.

Muchos otros pensaron igual. Pronto, los habitantes interpusieron una demanda penal, acusando a los científicos de negligencia en su deber legal de evaluar el riesgo y de aconsejar sobre la mejor forma de minimizar las pérdidas humanas y de propiedades. Parisse se unió a la demanda. Como periodista pudo haber escrito más artículos, me dice, pero su impacto hubiera sido mínimo y efímero. «A través del sistema de justicia uno tiene más oportunidades de una verdad más duradera».

A la siguiente primavera, los siete hombres — cinco miembros de la comisión y dos expertos, incluyendo a Selvaggi — fueron acusados de homicidio. La acusación era que en la reunión del 31 de marzo habían omitido deliberadamente su responsabilidad de informar a la población sobre el riesgo que se avecinaba.

El anuncio de los cargos formales disparó una oleada de condenas de todo el mundo. «El riesgo de un litigio disuadirá a científicos y funcionarios de aconsejar a sus gobiernos o incluso de trabajar en el campo de la sismología y la evaluación de riesgo sísmico», declaraba una editorial de la revista Eos, de la Unión Americana de Geofísica. El director ejecutivo de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia [AAAS, por sus siglas en inglés] le escribió al presidente de Italia para recordarle que una auténtica montaña de investigación básica, mucha de la cual ha sido hecha por italianos, muestra que los terremotos son impredecibles.

Pero Fabio Picuti, el fiscal de 45 años de Abruzzo, se mostró inmune al desdén o se sintió envalentonado por él. Los de afuera no saben lo que pasó aquí, argumenta. No saben de las órdenes de Bertolaso para una «operación mediática». No pueden comprender el verdadero impacto del comentario de De Bernardini sobre la «descarga de energía». No están familiarizados con nuestras costumbres, con nuestra humildad cuando se trata de la fuerza destructiva de la Madre Naturaleza.

Como él mismo lo puso: «La salida más fácil para los medios es decir que éste es un caso de “la ciencia a juicio”».

El edificio del juzgado de Abruzzo estaba tan dañado por el terremoto que el juicio tuvo lugar en un bloque de edificios provisionales en una zona industrial del pueblo. Era el verano de 2011. En una de las puertas exteriores, alguien había escrito un cartel: «Castigar a aquellos que mataron a nuestros hijos no es venganza. Es una forma de que nuestros niños mueran un poco menos».

La acusación de Picuti contra los científicos construía un patrón. Los habitantes del pueblo se contuvieron de seguir su costumbre establecida de huir de sus casas durante los sismos debido a un mensaje excesivamente tranquilizador por parte de la distinguida comisión. Fue una «promesa de seguridad desastrosa», como a Picuti le gusta ponerlo.

El juicio se concentró en los testimonios de las víctimas heridas y los deudos. La gente contó casos de parientes que habían acumulado cobijas y galletas junto a la puerta para tomarlos al salir en el caso de un sismo, pero que decidieron quedarse dentro después de ver la entrevista por la televisión. Estaba el caso de un hombre cuya familia creía desde hace mucho que los sismos son seguidos por «réplicas» subterráneas de mayor intensidad… y que usó la evaluación de los expertos para convencer a su esposa embarazada de que no había necesidad de salir esa noche. Todos ellos, incluyendo su hijo pequeño, murieron cuando la casa de la pareja se colapsó. Estaba el caso del estudiante universitario que murió aplastado, aún cuando sus amigos habían preguntado por la estabilidad sísmica del dormitorio apenas una semana antes. Los funcionarios locales les habían dicho que no debían preocuparse.

Reunir estos testimonios fue esencial para el argumento de homicidio de Picuti. Razonó que las muertes fueron causadas por las cosas que los científicos y los ingenieros dijeron y las que no dijeron. Eligió convenientemente sólo algunas de las declaraciones pasadas y algunos fragmentos de revistas científicas para arguir que los científicos habían sabido que era casi seguro que habría un evento sísmico importante. No hubieran podido saber una fecha y lugar exactos, por supuesto, dice Picuti. Pero deliberadamente omitieron discutir el riesgo en aras de transmitir seguridad.

El juez Marco Billi hablando durante el juicio. (Tiziana Fabi/AFP/Getty Images)

A lo largo de los 13 meses del juicio, la perspectiva de que los declararan culpables les parecía ridícula a los hombres de la comisión. No descartaban la situación como si no fuera seria: despúes de todo, murieron personas. Pero la idea de que eran culpables de negligencia — de homicidio — estaba más allá de toda lógica. «Nadie realmente cree que yo sería tan estúpido como para ir a la región de Italia que tiene más actividad sísmica a decirle a la gente que no se preocupara», me dijo Boschi.

Pero, hábilmente, Picuti usó el propio trabajo de los científicos en su contra. Le mostró a la corte un mapa de riesgo sísmico de Italia producido por el instituto donde Boschi y Selvaggi trabajaban. Usando un código de color que va del rojo oscuro (el mayor riesgo) al verde pálido (el menor riesgo), el mapa muestra la probabilidad de que un terremoto importante ocurra en los próximos 50 años.

A primera vista, dos lugares lucen claramente peligrosos. Uno está cerca del extremo sur del país; el otro es un área con forma de cuña que pasa directamente por L’Aquila. Picuti contrastaba el nivel de riesgo representado en el mapa con la evaluación de Boschi de «improbable».

Cuando le pregunté a Picuti por el mapa, su horizonte de 50 años y el hecho de que el riesgo diario de un terremoto es bajo, incluso en las áreas coloreadas con el rojo más intenso, se mostró displicente. «La gente escucha “bajo” o “improbable” y piensan: bajo». Picuti le dijo al juez que lo que se le debió decir al público es lo que dice en el mapa: muy alto.

Pero la pincelada maestra de Picuti fue blandir un artículo académico de 1995 titulado «Forecasting When Larger Crustal Earthquakes Are Likely to Occur in Italy in the Near Future [Pronósticos de cuándo es probable que ocurran terremotos de corteza importantes en Italia en el futuro cercano]». Usando registros históricos, evidencia geológica y los mejores datos sísmicos disponibles en el momento, los sismólogos trataban de predecir terremotos para diferentes áreas de Italia en una escala de tiempo de 5, 20 y 100 años. De acuerdo con el modelo, la probabilidad de que L’Aquila sufriera un terremoto importante dentro de todos esos rangos era de 1. No, no es un error de imprenta. El modelo predecía un terremoto grande en L’Aquila con un 100 por ciento de certeza.

¿Quién era el primer autor del artículo? Enzo Boschi.

Para recalcar este punto, Picuti puso a otro sismólogo del INGV en el estrado. Él resumió lo que Boschi y sus colegas habían escrito, pero luego sorprendió a Picuti al explicar que el modelo estaba simple y sencillamente errado.

La fórmula que producía una probabilidad de 100 por ciento de que un terremoto ocurriera en los próximos 5 años obviamente daría el mismo pronóstico para dentro de 20 0 100 años, dijo el sismólogo. Pero ningún evento sísmico importante ocurrió durante esa ventana inicial de 5 años. Y que el temblor no llegara no significaba que en el año seis estuviera retrasado y en el año siete más aún. Eso sólo significaba que el modelo mismo estaba errado. Boschi y sus coautores incluso habían señalado su conclusión como sospechosa en el mismo artículo.

Mientras Selvaggi veía cómo se desarrollaba este testimonio, no pudo evitar sentirse esperanzado. Picuti había excluido la evidencia de que la predicción de terremotos es imposible pero luego permitió que un científico con grandes credenciales le diera una cátedra de probabilidad y método científico a una audiencia que evidentemente la necesitaba.

Pero Selvaggi fue demasiado optimista. El 22 de octubre de 2012, el juez Marco Billi, un hombre de 43 años, de complexión atlética y con cabello negro corto, caminó hacia el frente del juzgado provisional. En Italia no se usan jurados: la decisión era solamente de Billi. Mirando hacia abajo, leyó su veredicto con voz monótona y apenas audible. Por entregar «información inexacta, incompleta y contradictoria», los científicos y los ingenieros eran encontrados culpables de homicidio involuntario. Cada uno de ellos recibió una sentencia de seis años en prisión, con derecho a apelación.

Según lo vio Billi, los asistentes de aquella reunión de 2009 eran los responsables de las muertes. No de todas las víctimas: sólo de aquellas que Picuti mostró que tenían el hábito de salir de sus casas cuando había un temblor. La ciencia tras el artículo de 1995 de Boschi no le interesaba a Billi. Como me dijo después: «No vimos los detalles del modelo. Sólo vimos lo que Boschi escribió; es decir, que había una probabilidad de 1 de que L’Aquila tuviera un terremoto importante. Eso es todo. ¡Son las palabras de Boschi!»

Boschi está furioso por esta forma de ver las cosas. No sólo se trata de que el modelo original tenía fallos, de que Picuti es incapaz de entender la probabilidades para salvar su vida, o incluso de la pasmosa contorsión lógica de Billi. Se trata de que no deberíamos estar aquí en primer lugar, discutiendo investigación básica y artículos científicos, cuyo objeto principal es compartir con otros para que puedan refutar o refinar lo que has planteado. «Estoy dispuesto a ir a la cárcel por ese punto», estalla. «Un científico puede escribir las opiniones que quiera en un artículo científico y eso está fuera del alcance de un juez».

Incluso en la tierra de Berlusconi y el circo judicial de casos como el de Amanda Knox, condenar a un grupo de geocientíficos tras el paso de un desastre natural es un nuevo fondo. ¿Qué hubiera dicho Galileo? Pero lo que pasó en L’Aquila es una ventana a la forma en que pensamos sobre el riesgo, lo comunicamos y vivimos con él, y a los impedimentos para un pensamiento claro que nos afligen a todos.

En el invierno de 1951 un grupo de analistas de la CIA archivó el informe NIE 29–51. Su objetivo era examinar si los soviéticos invadirían Yugoslavia. ¿La conclusión final? «Aunque es imposible determinar el curso de acción que el Kremlin más probablemente tomaría, creemos… que un ataque a Yugoslavia en 1951 debería considerarse como una posibilidad real». Una vez terminado, el informe entró a la máquina burocrática.

Algunos días más tarde, un funcionario del Departamento de Estado se reunió con el genio de inteligencia cuyo equipo había redactado el informe. ¿Qué significaba «una posibilidad real»? El hombre de la CIA, Sherman Kent, dijo que pensó que tal vez había un 65 por ciento de probabilidad de una invasión. Pero la pregunta en sí le inquietaba. Sabía lo que «una posibilidad real» significaba para él, pero claramente significaba cosas distintas a diferentes personas. Decidió encuestar a sus colegas.

El resultado fue impactante. Algunos pensaban que significaba que había un 80 por ciento de probabilidad de invasión; otros interpretaban una posibilidad tan baja como de 20 por ciento.

Años después, Kent publicó un articulo en Estudios de inteligencia en el que usaba el informe sobre Yugoslavia para ilustrar el problema de la ambigüedad, particularmente al hablar sobre la incertidumbre. Incluso propuso un acercamiento estandarizado al lenguaje usado para el análisis de riesgo: «probable» para indicar un 75 % de confianza, más o menos 12 %, «probablemente no» para 30 % de confianza, más o menos 10 %, y así.

La matriz de riesgo de Kent nunca pegó, pero la necesidad de «palabras para probabilidad estimada» que fueran precisas es tan relevante hoy como lo era entonces. Después de la debacle de inteligencia que llevó a la Guerra de Irak, por ejemplo, la Oficina de los Estados Unidos del Director de Inteligencia Nacional reelaboró el acercamiento de Kent en nuevos lineamientos sobre el lenguaje de la estimación. El objetivo era hacer menos borrosas la información, las probabilidades y la confianza que habían llevado errónamente a los estadounidenses a desquiciarse por armas de destrucción masiva ficticias.

De manera similar, después del huracán Sandy, la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica [NOAA, por sus siglas en inglés] contempló las consecuencias de sus comunicados antes de que la tormenta tocara tierra. Según el sistema de clasificación del Servicio Climatológico Nacional, Sandy pasó de ser un huracán a un ciclón pos-tropical. Eso podría servirle a los entusiastas del clima y a los lexicógrafos, pero para los medios y el público, el cambio sólo sirvió para confundir, especialmente cuando los reporteros usaron erróneamente la palabra «degradado» para explicar el cambio.

Una auditoría sobre el desempeño de la NOAA llevada a cabo en mayo de 2013 enfatizó que la agencia debería evitar las descripciones abstractas y en cambio hacer un mejor uso del lenguaje enfocándose en los efectos: posibles inundaciones en estas áreas; tormentas que se levantan hasta esta o aquella altura; vientos tan fuertes como para derribar árboles de 100 años de edad.

«Si alguien dice “improbable” al hablar de un terremoto, uno no sabe realmente a qué se refiere», dice Baruch Fischhoff, profesor de ciencias sociales y de decisión en Carnegie Mellon. ¿Es improbable como la probabilidad de tener gemelos o improbable como la probabilidad de ganarse la lotería?

Esta falta de claridad se aplica especialmente cuando se habla de los efectos potenciales de los desastres naturales porque los eventos como los terremotos y los huracanes de categoría 5 son muy infrecuentes. ¿Qué significaría un terremoto de magnitud 6,2 para tu vida, tu calle, la escuela de tus hijos, los cimientos de tu casa?

La sabiduría convencional nos dice que la gente es pésima para los números. Pero tal como Kent se dio cuenta en los años cincuenta, somos incluso peores para las palabras. En un estudio del que Fischhoff es coautor, las personas tenían problemas para entender un 30 % de probabilidades de lluvia. No era la probabilidad lo que hacía que metieran la pata, sino la palabra lluvia. ¿Estamos hablando de llovizna o de un aguacero? ¿Todo el día o parte de él? ¿Y sobre qué área exactamente? (Comunicar pronósticos en italiano es adicionalmente desafiante. En inglés, se puede usar forecast [pronóstico] en lugar de prediction [predicción] para connotar incertidumbre. En italiano, sólo está previsione, que tiene una connotación fuertemente determinista.)

La crueldad divina de lo que pasó en L’Aquila es que cuando Boschi dijo que un terremoto grande era «improbable», estaba — y sigue estando — en lo correcto. Pero ahí donde un científico de carrera escucha la palabra improbable y sabe que los eventos raros llegan a ocurrir, una persona no científica escucha improbable y la usa como camino a un no va a pasar.

Aun así, incluso un comunicado de la Comisión de Riesgos Serios construido con el mayor cuidado probablemente se hubiera quedado corto. No porque fracasara en llegarle a la gente o porque se le recibiera con suspicacia, sino porque las probabilidades nos desordenan la cabeza.

Incluso si podemos comprender una probabilidad de 30 % de lluvia, o probabilidades a corto plazo como un volado, los eventos de baja probabilidad son diferentes. Tienen un efecto «desconcertante» en la gente, dice Howard Rachlin, profesor emérito de psicología de la Universidad Stony Brook. Así que tendemos a agruparlos juntos: 1 entre 10.000 suena tan desconcertante como 1 entre 100.000. Es por eso que la gente compra billetes de lotería, aún cuando la probabilidad de ganar es apabullantemente menor que un evento como un gran terremoto en una región con actividad sísmica.

«Todas las probabilidades bajas parecen iguales», dice Rachlin.

Cuando se trata de vivir la vida a diario o de hacer planes para el siguiente fin de semana, comportarse como si una probabilidad baja fuera esencialmente de cero no es necesariamente malo. De otro modo, estaríamos paralizados.

Pero si alargas esa probabilidad en el tiempo — que es como se calcula el riesgo de un terremoto — , la confusión con las probabilidades bajas se transforma en una completa incomprensión. Si vives en un lugar proclive a los terremotos durante 10.000 días, la probabilidad acumulada se hace más y más grande, hasta hacerse 1. A nuestras mentes, desafortunadamente, les cuesta trabajo seguir eso.

«No podemos ver cómo es que estas pequeñas cosas se suman cuando las hacemos una y otra vez», dice Fischhoff. Estudio tras estudio — al ver el interés compuesto, al manejar sin cinturón de seguridad, inundaciones, terremotos — subestimamos esos efectos acumulados. Es uno de esos defectos cognitivos que claman por ser bautizados. Tal vez se debería llamar algo así como ceguera al riesgo temporal.

¿Qué tan atentos deberíamos de estar a la influencia de estos puntos ciegos? Cuando no está mucho en juego — en una reunión de un grupo de enfoque sobre la mejor forma de promocionar sartenes, digamos — no hay razón para estar a la defensiva de los sesgos que nos llevan a descarriar nuestro pensamiento. Pero cuando hay mucho en juego, dice Fischhoff, como cuando comunicamos el riesgo sísmico, «le debemos a la gente el entendimiento de cuáles son las barreras específicas y la mejor forma de superarlas».

Aquí es donde los científicos e ingenieros de la Comisión de Riesgos Serios se equivocaron, incluso si no se dieron cuenta. No percibieron cómo iban a caer sus palabras. Estaban acostumbrados a reuniones a puerta cerrada, y el mandato de la comisión era aconsejar al Departamento de Protección Civil, no al público. Pero una vez que los micrófonos y las cámaras se añadieron a la mezcla, todo cambió. Se convirtieron en comunicadores de riesgo, y si eso les gustaba o no o lo que pudieron haber sentido al respecto se volvió irrelevante. (Desafortunadamente, dice Fischhoff, otro resultado robusto en las ciencias sociales es que «la gente tiende a exagerar lo bien que comunican».)

Pero aún así tenían que hablar públicamente. Alguien tenía que hacerlo. Si no lo hubieran hecho, no hubiera habido ningún mensaje que contrarrestara la información falsa que estaba infectando a la comunidad, gracias a los esfuerzos generadores de pánico de un solo hombre.

Algunas mañanas del invierno y de la primavera de 2009, Giampaolo Giuliani estacionaba su Audi 80S gris, modelo del 96, en la banqueta de una angosta calle del pequeño pueblo de Coppito, justo a las afueras de L’Aquila, y entraba apresurado a su tienda. Se movía a través de teclados viejos amontonados en pilas, cajas de cables, repisas atiborradas de pedazos de placas madre y un surtido irregular de partes electrónicas en venta, hasta llegar a una escalera excavada en piedra que lo conducía a su «laboratorio» subterráneo.

Su sismógrafo, de unos 50 centímetros de alto, yace en una esquina del cuarto, acordonado por cuatro sillas de madera. Junto a éste hay un escritorio sobre el cual estaban un monitor de computadora de una década de antigüedad, un cuaderno lleno de anotaciones garabateadas y un grueso manual técnico de instrucción titulado Costruzioni Apparecchiature Elettroniche Nucleari (Ingeniería de Equipos para Electrónica Nuclear). A la derecha del escritorio, en el suelo, hay una caja oscura. Del tamaño de dos cajas de zapatos, el sismógrafo está hecho de plomo y, según Giuliani, es más sensible que equipos de detección similares usados por científicos alrededor del mundo.

Giuliani tiene 67 años, una grave tos de fumador y ojos grandes y melancólicos. A diferencia de adivinos que blanden ideas chifladas sobre cristales o signos del zodiaco, sus teorías están respaldadas por la lógica. Los terremotos involucran cantidades colosales de energía. Con unas fuerzas tan grandes en juego, es concebible que hubiera una conexión entre la actividad sísmica importante y un cambio mensurable en los gases que se filtran desde el subsuelo. Sería como una especie de un informante geoquímico. Giuliani ha centrado su atención en el radón, un gas pesado radiactivo que existe en concentraciones más altas a lo largo de las fallas geológicas.

Los sismólogos han examinado el radón por más de una generación para ver si sus niveles cambiantes son indicadores de temblores venideros; pero no han encontrado nada. Susan Hough, una sismóloga del Centro de Terremotos del Sur de California y autora de Predicting the Unpredictable: The Tumultuous Science of Earthquake Prediction (Predecir lo impredecible: la ciencia tumultuosa de la predicción de terremotos), lo resume así: No hay «ninguna evidencia estadísticamente significativa de una relación entre las anomalías de radón y los terremotos».

Pero eso no impidió que Giuliani se convirtiera en una fuente frecuente para los medios al respecto de la actividad sísmica en L’Aquila. Durante aquellos tensos meses del enjambre, sus mensajes ominosos ayudaron a los medios locales a inyectar tensión en su cobertura de los sismos. «Le di mi número a algunas personas, pero en un mes o dos parecía que toda Italia lo tenía», dice Giuliani. Su trabajo como técnico en una instalación cercana de investigación en física de partículas y astrofísica nuclear le daba a sus declaraciones un aire de credibilidad institucional. Técnico, físico, científico… lo que fuera. Incluso The New York Times se referiría a él erróneamente como sismólogo.

Giampaolo Giuliani

El 29 de marzo de 2009, el pueblo de Sulmona, a unos 50 kilómetros de L’Aquila, fue sacudido por un sismo de 3,9. Giuliani escribió en su sitio web que este evento sería seguido por un terremoto grande en un día o dos. Con nada más para ellos en el horizonte, muchos habitantes de Sulmona decidieron evacuar el pueblo.

Ese terremoto nunca llegó. Eran buenas noticias para el público, pero los funcionarios locales no estaban contentos con Giuliani. Por incitar el pánico, le encajaron el equivalente a una carta de cese y desista.

Nunca predijo el mortal terremoto en L’Aquila, a pesar de sus continuas aseveraciones. En realidad, todo lo que hizo el domador de temblores de L’Aquila fue alborotar sobre el riesgo de un terremoto en un lugar sísmicamente activo, en un momento en el que el suelo se sacudía con frecuencia y los nervios de los habitantes estaban crispados.

Recientemente le escribí a Hough por correo electrónico y le pregunté qué le diría a Giuliani si tuviera la oportunidad de sentarse con él a discutir. «Francamente, tendría que aguantarme las ganas de darle un manotazo», me contestó.

Los científicos y funcionarios convocados a la, ahora, infame reunión en L’Aquila, me dijo Hough, «no hicieron sus declaraciones en el vacío, sino que respondieron a un individuo que estaba haciendo declaraciones muy irresponsables a todo pulmón». Sin Giuliani y sus adivinaciones, no hubiera habido debate sobre el significado del enjambre sísmico, ni declaraciones imbéciles de los funcionarios de Abruzzo de que no habría terremoto, ni comunicados tartamudeantes de los científicos ni el subsecuente juicio. Todo proviene de la caja de plomo en la guarida subterránea de Giuliani.

Actualmente, los abogados de los siete hombres están dándole los toques finales a los argumentos para la apelación que empezará a principios de octubre [de 2014]. Mientras lo hacen, tal vez quieran concentrarse en algunos detalles extraños. Los científicos que tomaron parte en la conferencia de prensa después de la reunión de 2009 insistían en que nunca dieron un mensaje tranquilizador en tono despreocupado. Y sin embargo, una de las partes más extrañas, sino es que francamente sospechosas, de toda esta saga es que las grabaciones de esa conferencia de prensa han desaparecido, aunque existe la filmación en video.

Los abogados tal vez también quieran presentar datos sismológicos, específicamente aquellos que muestren qué tan frecuente es que los enjambres sísmicos precedan a nada más que calma. Y podrían estrangular el argumento de Picuti de la causación usando ejemplos históricos como éste: En 1920, un enjambre sísmico ocurrió en el noroeste de la Toscana, justo como en L’Aquila. Una tarde el sismo fue tan fuerte (magnitud 4,1) que la gente decidió pasar la noche fuera de sus casas. Pero nada pasó esa noche, y en la mañana todos los hombres salieron a trabajar en el campo, mientras que las mujeres regresaron a sus casas y los niños fueron a la escuela. Fue entonces que pegó un terremoto de 6,6 que mató a cerca de 200 personas, casi todos mujeres y niños. Ese es el problema de la costumbre de huir durante un sismo: ¿en qué momento se debe regresar adentro?

Incluso si la apelación tiene éxito, es un proceso que podría tomar años — años que podrían faltarles a los científicos mayores como Boschi, de 72, o al ex jefe de la comisión Franco Barbieri, de 75 — . El juicio y el veredicto ya se han cobrado una cuota personal y profesional: empleos perdidos, pensiones amenazadas y, claro, la posibilidad del encarcelamiento. Al menos dos de esos hombres están pensando en dejar Italia definitivamente.

Mientras tanto, las secuelas del veredicto inicial de culpables continúan. Los científicos y los especialistas en políticas públicas de Boston a Yakarta están preocupados por el efecto que tendrá el caso cuando a los expertos se les pida que provean una opinión. Y en Italia misma, la situación ahora raya lo fársico. Recientemente, la reconstituida Comisión de Riesgos Serios advirtió de una «probabilidad significativa» para un terremoto importante. No le siguió ningún sismo, pero hubo mucha confusión al respecto de lo que significaba una probabilidad significativa. Si los italianos no están ya completamente anestesiados a los avisos de riesgo provenientes de las alta esferas, pronto lo estarán.

Tratando de mantener su estrés a raya, Selvaggi sigue una rutina diaria sana. Cocina mucho. Ha dejado de fumar y hace su mejor esfuerzo para hablar en público sobre el caso, para que su frustación no degenere en algo peor. En casa, sin embargo, trata de no sacar el tema frente a sus hijos.

Un día en la cena, le pregunté acerca de los testimonios de las víctimas. Eligió no asistir a las audiencias en la mayoría de esos días. Pensó que eso sería más respetuoso, y le preocupaba que si lloraba al escuchar los recuentos de los seres queridos muertos, su reacción se malinterpretara como una expresión de remordimiento o culpa.

Aun así, conoce muchas de las historias, especialmente aquella de Parisse, el periodista cuyos hijos adolescentes murieron.

Selvaggi no alcanza a concebir cómo respondería en caso de que perdiera a sus hijos. «Tal vez me mataría», dice. «No lo sé».

Por lo que él ha pasado, dice, no está ni siquiera cerca al tormento que Parisse ha soportado. Pero de todos modos siente una especie de conexión en la pérdida. En su oficina del instituto, tiene dos relojes de pared inutilizados. Hace un par de años, le sacó las baterías a los relojes y ajustó las manecillas de ambos a las 3:32 a.m. —el momento cuando pegó el terremoto en L’Aquila, cuando todas esas personas murieron y cuando la vida de Selvaggi se paró en seco.

«He pasado mi vida tratando de entender los terremotos para ayudar a prevenir el daño a la gente», dice. «Ahora esas personas están en mi contra, cuando creo que deberíamos estar juntos».

Esta historia fue escrita por David Wolman. Fue editada por Bobbie Johnson, verificada por Ben Phelan y Aaron Maines, y corregida por Lawrence Levi. Investigación y traducción al inglés por Lorenzo Mannella. Animación por Rebecca Mock. Fotografías de retrato por Chiara Goia. Fotografías en blanco y negro por Paolo Pellegrin/Magnum.

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