Créditos de la imagen: Daniel Foster, via Creative Commons

Traducción de «Passwords Have Their Own Stories» de Ian Urbina

Las contraseñas tienen sus propias historias

Me gustaría oírlas

Fernando Valverde
4 min readDec 8, 2014

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Un hombre escribió que seguía sin entender por qué durante 20 años utilizó «Troop 64» para su contraseña, ya que era una referencia a un campamento de verano de su juventud en el que un monitor abusó de él y de una docena de chicos más.

«Arafat» era la contraseña de una mujer que trabajaba en un bufete de abogados judío-ortodoxo. Pensó que era lo último que alguien adivinaría.

Otros: el nombre de un perro de la familia que murió atropellado por un conductor errante, el modelo de su primera pistola, la marca de una batería que perdió cuando se quemó la casa de su infancia, el nombre de un profesor de química que inspiró su carrera.

Pocas cosas son tan universalmente despreciadas como las contraseñas: el esfuerzo que suponen para nuestra memoria, la interminable exigencia de actualizarlas, su mero número. Pero las contraseñas no sólo son molestas. En nuestra autoría de ellas, en el hecho de que las construimos para que nosotros (y solo nosotros) las recordemos, adquieren vidas secretas. Hay cosas que se esconden dentro de estos códigos, no sólo detrás de ellos.

Muchas de nuestras contraseñas están impregnadas de metáforas, picardías, algunas veces, incluso, pathos. «Poemas de una palabra» es cómo alguien me las describió. «Motivaciones caseras para momentos de reflexión». Muchas veces tienen una rica historia de fondo. Un mantra motivacional, un insulto al jefe, un santuario oculto a un amor perdido, una broma para nosotros mismos, una definitoria cicatriz emocional… son como chucherías de nuestra vida interior. Derivan de cualquier cosa: escrituras, horóscopos, apodos, letras de canciones, pasajes de libros. Como un tatuaje en una parte privada del cuerpo, suelen a ser íntimas, compactas y expresivas.

Estas «contraseñas de recuerdos», como me gusta llamarlas, son el centro de una historia reciente que escribí en el The New York Times Magazine sobre «la vida secreta de las contraseñas» [enlace en inglés]. Estaba el ex preso cuya contraseña incluía lo que solía ser su número de identificación de recluso («un recordatorio para no volver atrás», explicaba); el católico caído en desgracia cuyas contraseñas incorporaban a la Virgen María («es secretamente tranquilizador»); la mujer de 45 años sin hijos cuya contraseña era el nombre del bebé que perdió en el útero («mi forma de intentar mantenerlo vivo, supongo»). Estas contraseñas eran un poco como los coches de payaso. Abrías la puerta y salía una cantidad imposible.

Un amigo me contó lo que vivió la empresa de servicios financieros Cantor Fitzgerald poco después de los atentados del 11 de septiembre. Describió cómo, apenas unas horas después de que impactaran los aviones, Howard Lutnick, director ejecutivo de esa empresa, tuvo que llamar a las familias de los fallecidos. Ese día murieron más de 650 empleados de Cantor Fitzgerald, entre ellos el hermano del Sr. Lutnick.

Al hacer esas llamadas, el Sr. Lutnick consoló a las familias. Pero, al mismo tiempo, con mucha delicadeza, también tuvo que recopilar de esas familias información personal sobre sus seres queridos desaparecidos para ayudar a un equipo de técnicos de Microsoft a hackear las contraseñas de docenas de las cuentas más importantes de la empresa. Mi amigo me dijo que no podía atribuirle la anécdota. Así que llamé directamente al Sr. Lutnick. Lloró al relatar la experiencia.

Al menos tan sorprendente como las historias ocultas en estas contraseñas, ha sido la disposición de la gente, el afán incluso, por hablar sobre ellas. Desentrañar estos secretos parece ofrecer una especie de catarsis a todo lo frustrante del momento digital. Con tanta información a nuestro alrededor, con tantos dispositivos que domar, tantas contraseñas que gestionar, renovar y no anotar, el tema calma la ira. Sea cual sea la satisfacción que otros sacaron del tema, a mí también me resultó extrañamente gratificante. Para mí, puso en relieve cómo los humanos somos criaturas creativas y sentimentales, cómo inventamos rutinas extravagantes y artilugios ingeniosos para el día a día, cómo embellecemos, incluso, nuestros grilletes.

Son las mismas contraseñas que los expertos de seguridad nos dicen que no usemos porque son las más sencillas de descifrar. Y, aun así, mucha gente las usa. Este desafío me intrigó. También me intrigaron preguntas más amplias sobre si podría haber una lógica más profunda en la irracionalidad, patrones en el mal comportamiento o una razón por la que tan a menudo hacemos lo que los expertos dicen que no hagamos.

Aun así, no estoy seguro de hasta qué punto creo que las contraseñas de recuerdo revelan realmente algo sobre una persona. ¿Hace el secretismo algo más verdadero o sincero? «Crearlas es como un juego de asociación de palabras, sin palabra inicial», me dijo Jonathan Zittrain, profesor de Derecho en Harvard, que estudia Internet. Helen Petrie, psicóloga británica y profesora de interacción persona/ordenador en la City University, en Londres, describe las contraseñas como «una prueba de manchas de tinta de Rorschach del siglo XXI».

Mi opinión es que, si bien no pueden desnudar nuestras almas, estas contraseñas representan páginas, o tal vez fragmentos de páginas, arrancadas de nuestros diarios mentales. Eso ha sido suficiente para querer seguir recopilándolas. Esa también es la razón por pido a la gente que me mande un correo electrónico (urbina@nytimes.com) con las historias que hay detrás de sus contraseñas. No quiero saber sus contraseñas actuales. Sin embargo, me interesa conocer las viñetas que encierran sus viejas contraseñas y la lógica que las hace memorables y personales.

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