Dos menores indocumentados cuentan la historia de sus viajes a través de un sistema de inmigración descompuesto, inútil y absurdo.

Juan Pablo Villalobos
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21 min readFeb 24, 2015

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By Juan Pablo Villalobos
Portrait Photographs by Brian L. Frank

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Cristhian — San Pedro Sula, Honduras

El bus no paraba nunca porque se suponía que nos podíamos escapar. Iba de Harlingen, Texas, a Denver, Colorado. Había dos choferes que se iban turnando y un baño que a cada milla que recorríamos olía peor, como si el contador de millas en realidad midiera la peste. Hay mil doscientas millas entre Harlingen y Denver, así que ya se podrán imaginar cómo olía aquel baño.

Yo había estado como dos meses encerrado en Harlingen, en un centro de detención que se llama BCFS, hasta el día anterior, cuando vinieron a decirme que iban a trasladarme porque el lugar estaba bien lleno.

– ¿Ya me van a mandar a Los Angeles, con mi hermana? — les pregunté.

– No — me dijeron –, te vas a otro centro, a Colorado.

Y me mandaron subir, junto con otros muchachos como yo, a un bus. Había viajado tanto en bus en los últimos meses que a veces parecía que había nacido en un bus. O que la vida era eso: un viaje en bus. Había salido de Honduras en bus. Atravesé Guatemala en bus. Atravesé todo México en bus. Pero en México, al contrario de este bus que no podía parar, al bus lo paraban todo el tiempo. Solamente de Chiapas a Veracruz lo pararon tres veces. Lo paraba la policía.

El primero que lo paró nos pidió dinero, nos amenazó, hizo como que iba a arrestarnos. La verdad la policía sólo quería dinero y si se los dábamos nos dejaban ir. Y si no tenías dinero te llevaban a la cárcel. Te quitaban como cincuenta pesos. Luego volvieron a parar al bus, porque el primer policía le avisó a otro que estaba más adelante, y ese otro le avisó a otro que volvió a parar el bus y así se la llevaban. Era como una cadena para sacarnos el dinero. Yo a veces traía puesta una camiseta del América y pude pasar dos retenes sin que me pidieran dinero, se quedaron pensando que era mexicano.

Lo que es igualito en cualquier bus es que es bien aburrido. El tiempo pasa lento y hasta parece que llevas veinte años arriba del bus. Yo sólo tenía dieciséis años y parecía que llevaba veinte en el bus. Acababa de pasar mi cumpleaños en Harlingen, en marzo. Estoy hablando del dos mil trece.

En eso vi que todos se iban corriendo para atrás del bus y desde atrás se oía el ruido de un relajo. Fui rápido a ver qué estaba pasando.

– Córrele — me dijo uno –, ya se acabaron los sandwiches.

Cristhian near his home in Los Angeles.

Alex — El Conacaste, Guatemala

Tengo dos hermanos que se quedaron en Guatemala, allá en el caserío, en la Aldea El Conacaste: un hermano mayor y una hermana menor. Mi hermano mayor está enfermo, por eso creo que él no se vino a Estados Unidos. Como en el dos mil doce o dos mil trece mi hermano iba en una moto y se cayó y se quedó muerto por un rato. Eso es lo que me contaron, pero no sé bien lo que pasó. Quién sabe qué tenga. A veces se desmaya y se queda muerto un rato.

En la Aldea El Conacaste hay como treinta casas, la escuela llega nada más hasta sexto y si quieres seguir estudiando hay que ir a Gualán. Para ir a Gualán se tarda como media hora en coche o dos horas caminando, por eso yo dejé la escuela al terminar el sexto. Y mi papá no quiso que yo siguiera estudiando, le tenía que ayudar a trabajar.

Allá sembrábamos milpa y frijol, era para nosotros, para consumir en la familia. Cuando tenía como cinco años, nomás salía de la escuela y me ponía a trabajar. Mi papá me ponía a limpiar sus terrenos. Tenía que limpiar la milpa. O traer leña. A veces teníamos que caminar tres o cuatro horas por la montaña para cortar café. El café era de un señor que le daba el trabajo de recolección a mi papá.

Yo le tenía miedo a mi papá, porque me pegaba. También le pegaba a mi hermana. Si mi hermana se salía de la casa, mi papá le pegaba. A mi papá no le gustaba que mi hermana saliera de casa. Lo que pasa es que mi papá se emborrachaba. Allá en Guatemala hacen el guaro, que es un aguardiente muy fuerte, que quema la garganta. La gente toma mucho allá. Y mi papá tenía su propia sacada, él hacía su guaro. El guaro no se le acababa nunca. Por eso me fui, por eso me quise venir. Me fui el primero de julio de dos mil trece. Me vine solo, tenía dieciséis años.

Alex, photographed in Los Angeles on February 15, 2015.

Cristhian

Pos ya aguántense el hambre — dijo uno de los choferes.

El problema es que faltaban como doce horas de camino. Y ya iba a ser como otro contador de millas, pero éste del hambre: a cada milla, más hambre. Y yo creo que una cosa es la peste, que te puedes aguantar, y otra el hambre. Yo creo que les dio miedo que se hiciera una rebelión, que nos fuéramos a pelear, entonces dijeron que iban a parar para comprar comida y pararon en un Walmart. Yo vi por la ventanilla al chofer que se bajó para hacer la compra y me quedé tratando de adivinar lo que iba a traer.

El otro día me dijeron que van a abrir un Walmart en San Pedro Sula. Me lo dijo un amigo por Facebook. Ahora sólo tengo dos amigos de Honduras en el Facebook. Y me cuentan que allá las cosas están cada vez peor, que mataron a éste o a aquel, eso se la pasan diciéndome. Yo en San Pedro Sula tenía cuatro amigos que eran mis mejores amigos. Todas las tardes íbamos a jugar soccer a un campo que estaba ahí cerca de donde vivía, en el barrio Cabañas. Ahí hay muchas pandillas, en las esquinas, y a la fuerza tienes que entrar. Cuando estás pequeño no te ponen atención, pero a medida que vas creciendo te obligan a vender droga. O te mandan a golpear a alguien. O incluso te mandan a que asesines a alguna persona.

Mis amigos eran mayores que yo, ya tenían como dieciocho años. Como yo era el más pequeño, me decían que me fuera a Estados Unidos, que ésa era la única manera de salvarme de las pandillas.

– Véte — me decían –, tú tienes a tu hermana que vive allá, tienes a tu mamá, tienes a tus tíos.

Era verdad: mi mamá y mi hermana se habían ido a los Estados Unidos. Yo estaba solo con mi papá. Y mi papá no me ponía atención, no me cuidaba, me dejaba siempre solo en la casa, por eso mi hermana le mandaba dinero a una señora para que me lavara la ropa, para que me diera comida, para que me mandara a la escuela. Mi hermana me mandaba casi doscientos dólares al mes y yo empecé a guardar ese dinero, hasta dejé de ir a la escuela. Terminé ahorrando casi mil dólares.

De esos cuatro amigos míos, luego que me fui, dos se fueron también. Uno se fue a Tegucigalpa y el otro se mudó a otro barrio de San Pedro Sula. Y los dos que se quedaron siguieron yendo al campo de soccer a jugar, hasta que un día los mataron.

Yo no sé la razón por la que los mataron, aunque sí sé que los andaban obligando a entrar a las pandillas. Sí hicieron varias cosas, incluso hasta robaron. Eran mis mejores amigos y los mataron en el mismo campo de soccer donde yo jugaba con ellos.

La señora que me cuidaba tenía un hijo que viajaba para Guatemala y para México. Le di todo el dinero que tenía y creo que la señora le dio más, porque con mi dinero no me alcanzaba. Mi hermana me decía que me esperara a que ahorrara dinero, a que ella fuera residente para que pudiera arreglarme papeles. Pero yo no me quise esperar. ¿Para qué me iba a esperar? ¿Para que me mataran?

Me fui cargando nada más una mochila. Sólo llevaba un pantalón, una camisa y calzoncillos. Y mi cepillo de dientes y mi desodorante. Cada como dos días, cuando tenía chanza y me bañaba, me cambiaba. O a veces no me bañaba, sólo me cambiaba de ropa.

Por fin el chofer que se había bajado en el Walmart regresó al bus cargando unas bolsas y nos repartieron lo que había comprado. Eran palomitas con caramelo.

Eso fue todo lo que comimos hasta llegar a Denver: palomitas con caramelo.

A boy from Honduras watches a movie at a detention facility run by the U.S. Border Patrol on September 8, 2014 in McAllen, Texas.

Alex

Allá en el caserío comíamos hierba mora. Es una planta silvestre, con unas bolitas negras. Se hace un caldo, como una sopa. Comíamos frijoles, arroz y maíz. Carne no comíamos casi nunca. Mi mamá criaba gallinas, pero eran para los huevos, era raro que matara una de sus gallinas. Aquí me gusta mucho la comida. Me gustan las hamburguesas. La pizza. Allá casi no existen. En Gualán sí hay, pero no las comprábamos. La pizza no la había probado nunca, hasta que llegué aquí.

Gualán sí es grande, tiene como cincuenta mil habitantes. Hay muchas pandillas en Gualán. Dicen que cuando te amenazan tienes que entrar a la pandilla, porque si no entras te matan. Te quieren meter para que vendas drogas o para que mates a alguien. Si no lo haces te amenazan de que van a matar a tu familia o te matan a ti. Sí mataron a varias personas. Mataron a mi abuelo, a un tío, mataron a otros dos o tres. Los mataron en Gualán, mi papá me lo contó. No sé por qué los mataron, porque yo estaba chiquito todavía cuando eso pasó.

Yo tenía un primo que llevaba muchos años viviendo en Estados Unidos, en Lousiana, y que trabajaba en la construcción. A veces, cuando hablaba por teléfono con él, me decía que me viniera, que él me ayudaría a conseguir trabajo. También tenía a mi tía que vivía en Los Angeles, pero al principio no pensé en venir con ella. Quería ir con mi primo. Luego, cuando me detuvieron, me tocó venirme a vivir a Los Angeles con ella. Mi tía vino para acá hace muchos años y ella dice que antes era diferente, que no era tan peligroso. Cuando le cuento todo lo que pasé se queda toda sorprendida, porque cree que estaba chico para haber pasado todas esas cosas.

Cristhian

Yo a veces por la ventanilla del bus veía los letreros de las ciudades por donde íbamos pasando. Algunos nombres de las ciudades eran fáciles de entender porque estaban en español y otros no los sabía decir bien porque estaban en inglés. Al principio cuesta mucho entender el inglés, pero luego vas entendiendo más o menos, te vas acostumbrando. Sé que atravesamos todo Texas y un pedazo de Nuevo México para llegar a Colorado.

Al principio de todo el viaje, para cruzar de Honduras a Guatemala, tuvimos que rodear. Yo no traía nada de pasaporte ni nada. Sólo pagamos cien quetzales al que estaba en la línea y nos rodearon y ya. Pasamos todo Guatemala en bus, hasta Tecún Uman, en la frontera con Chiapas. Ahí mi amigo, el hijo de la señora, empezó a buscar un coyote. Encontró uno que estaba barato y que dijo que no me iba a arriesgar. Todo el dinero que nos sobró se lo tuvimos que dar.

En el viaje para atravesar México no sé bien por dónde pasamos. Lo importante es pasar, no ver por dónde vas pasando. Y como tienes miedo de no llegar, lo que quieres es ir dejando todo atrás. Ir más adelante, avanzar más millas, más. Aquí el contador de millas funciona al revés: entre más millas avanzas, entre más te acercas a los Estados Unidos, menos miedo te da.

Sí sé que fuimos de Chiapas a Veracruz y que ahí nos quedamos como cuatro días, en un hotel de mala muerte. Dormíamos como cinco personas en un cuarto. Estábamos esperando para irnos a otro lugar, no me acuerdo para dónde era. Creo que también pasé por el DF, pero no estoy seguro. En esa ciudad que no me acuerdo nos quedábamos escondidos en el techo de una casa. El techo era de cemento y ahí dormíamos, al aire libre. Después agarramos un bus para Reynosa.

En Reynosa nos paró inmigración de México y le sacaron mucho dinero al coyote. Nos amenazaron que nos iban a meter a la cárcel y nos quitaron quinientos pesos a cada uno. Ahí en Reynosa nos quedábamos en una bodega donde había como treinta personas esperando para cruzar la frontera. Los mexicanos se iban siempre primero que nosotros. Aunque hubieran llegado más tarde. Estuve una semana esperando para salir y estaba asustado porque escuché que a los que se habían ido antes les habían puesto un cargamento de drogas.

Hasta que por fin nos dijeron que iba a salir un grupo. Agarraron a diez y nos fuimos a la frontera y cruzamos el río en neumático, en neumático de camión. Luego caminamos como tres horas por el monte rumbo a McAllen, escondidos. Eran como las doce de la noche, cuando nos dijeron:

– ¡Escóndanse!

Y todos nos escondimos, sin hacer ruido. De repente encendieron las luces y nos rodearon a todos. Luces de carros, de cuatrimotos, de motos. También había caballos.

Y todos empezaron a correr y todos corriendo.

Éramos muchos, supuestamente íbamos a ser diez, pero en el río se nos habían juntado más, traíamos una gran cola. El coyote ya se había pelado. El coyote siempre va adelante, chequeando. Si ve que no hay nada, regresa. Y si ve que sí hay algo, se pela. Y así fue: el coyote nos dijo que iba a regresar y a los pocos minutos nos agarró migración.

Cuando te agarran, luego luego te preguntan:

– ¿Quieres regresarte a tu país?

Y pos nadie va a decir que sí. De todas maneras a algunos los subían en buses y los deportaban.

A girl from Central America rests on thermal blankets at a detention facility run by the U.S. Border Patrol on September 8, 2014, in McAllen, Texas.

Alex

Mi papá le pagó a un coyote, creo que como cinco mil dólares. Si llegaba a Estados Unidos le iba a tener que pagar como seis mil quinientos. Además de eso yo traía poquito dinero, pero casi no lo usaba, porque el coyote pagaba todo.

Me vine por Reynosa, ahí por Reynosa. No sé por dónde pasé en México, sólo sé que crucé por Reynosa. Íbamos en bus por la montaña, casi no había un carro por ahí. Era una carretera de asfalto, pero de sólo dos carriles. Yo creo que eran puros terrenos del narco, porque sólo pasaban carros de lujo y no había policía.

En México nomás nos pararon como dos veces, pero pagábamos, la policía nos dejaba pasar con doscientos pesos. Al coyote no lo bajaban, como era de México no lo bajaban. Si no les dábamos dinero nos decían que ahí nos iban a dejar. Sólo eso nos decían. Nos pedían tanto y si no se los dábamos, aquí se quedan, nos decían. Nos iban bajando del bus uno por uno. A veces unos se tardan, no sé por qué, y los que pagan ya se suben al bus de regreso. Pero había unos que sí se tardaban, quién sabe qué tanto les decían.

Para pasar el río caminamos en la noche. Nos sacaron como a la una de la mañana y no nos habían podido pasar porque estaba migración. Nos tuvieron ahí todo el día esperando, toda la mañana. Nos dejaron ahí solos, el guía se fue, llegó como a las tres de la tarde, y entonces sí nos pasó. Nos subieron a un taxi y nos llevaron a McAllen. Y ahí nos encerraron en una casa como ocho días. Y luego nos fuimos por el desierto caminando rumbo a Houston.

Nos agarraron cuando ya faltaba poquito, como una hora.

En Houston ya nos iban a dejar, ahí tenían que llegar los familiares a recoger a la gente.

Me agarraron el veintiséis del mismo mes, de julio.

Me agarraron ya para llegar a Houston.

En el desierto me agarraron.

A U.S. Border Patrol agent watches as girls from Central America sleep under a thermal blanket at a detention facility run by the Border Patrol on September 8, 2014 in McAllen, Texas.

Cristhian

Ya cuando el bus atravesaba Colorado se estropeó el baño. Se suponía que faltaba poco para llegar a Denver y nos teníamos que aguantar las ganas. También se acabó el agua y pararon para comprar. Pero para ir al baño no pararon. No pararon por miedo de que nos fuéramos a escapar y todos nos estábamos orinando. Hacía tanto frío que la verdad no creo que nadie se quisiera escapar.

Hacía mucho frío en Colorado. Pero donde hacía más frío era en las hieleras. Así le dicen al lugar donde te llevan cuando te agarra migración. Es bien feo, parece como que te hubieran metido en un congelador, porque está bien helado. Por eso les dicen hieleras, por el frío. Y lo único que te dan es una cobija de aluminio. A veces no hay cobijas para todos y todos se empiezan a pelear por las cobijas.

Las hieleras son cuartos cerrados con una sola puerta. Eso es todo. Y hay muchos cuartos de esos. Todos llenos. En el cuarto que me tocó a mí habíamos sólo menores de edad. Estaba lleno, éramos como sesenta, todos durmiendo en el suelo. Estábamos todos apretados y nos empezábamos a pelear la colcha de aluminio porque nos estábamos muriendo de frío.

Luego me llamaron y me empezaron a preguntar todo, a sacar mi record. Me preguntaron si tenía familiares y yo les di el teléfono de mi hermana, pero ella no contestaba.

– Lo siento — me dijeron –, no contesta. Regrésate a tu celda.

– No, no — les dije –, esperen, les voy a dar otro número.

Les di el número de mi tía y mi tía le avisó a mi hermana. Entonces me regresaron a la hielera, donde me quedé como doce horas hasta que llegó una Van. Sólo sacaron a seis y nos trasladaron a Harlingen. Y en Harlingen todos salían y nomás me quedaba yo preguntando que cuándo iba a salir. Mi hermana estaba haciendo los trámites para ser mi guardián, para que me dejaran estar con ella, pero los trámites tardan. Pasaron como dos meses hasta que me mandaron a Colorado en ese bus donde se acabó la comida, se acabó el agua y se estropeó el baño. El contador de millas iba contando puras desgracias. Y eso no era lo peor: lo peor era que de Colorado todavía me iban a mandar a Oregon, cada vez más arriba,

más arriba,

más arriba,

a Portland.

Ya casi iba a llegar a Canadá.

Y a un amigo de Guatemala que había estado conmigo en Harlingen y en Colorado lo mandaron a Los Angeles, porque su familia estaba en Nueva York. A él, que quería ir al norte, lo mandaban para el sur.

Vents pump air conditioning into a detention facility for unaccompanied minors on September 8, 2014, in McAllen, Texas.

Alex

Me tuvieron como unas doce o veinticuatro horas en las hieleras. Ahí lo ponen a firmar a uno unos papeles y ni sabe uno lo que está firmando. Creo que lo tienen en inglés y no sabe nada uno. Ahí lo ponen a firmar. Ahí le dicen a uno que lo van a regresar, que esto y lo otro. Si me hubieran regresado, sabe en qué terminaría. Por el dinero que había gastado mi papá creo que me hubiera tocado probar otra vez de regreso. Pero entonces le avisaron a mi tía que yo estaba detenido y mi tía empezó a hacer los papeles para ser mi guardián. Nomás que tardan para autorizar los papeles. Entonces me mandaron a la cárcel de menores, me tuvieron otras horas, y me mandaron a una casa hogar. Ahí mismo en Houston. Ahí estuve más de un mes encerrado.

En la casa hogar nos levantaban a las seis y media o siete, nos llevaban a desayunar, a veces nos daban las clases, pero no eran clases normales, los maestros hablaban y no nos daban ni hojas para copiar nada. Y nos sacaban afuera a jugar. Nos ponían a jugar, a ver tele y a jugar Xbox. Había bastantes como yo, nos tenían separados por grupos, como cuatro grupos. Había tres camas por cuarto. Una cama arriba de otra y otra cama separada. Había muchachos de Honduras, de El Salvador, de México casi no.

Total que vine llegando a Los Angeles a la casa de mi tía como el 11 de septiembre.

Alex, photographed in Los Angeles on February 15, 2015.

Cristhian

Llegamos a Denver después de tres días en el bus. La verdad creo que no fueron tres días, pero eso parecía, o más: parecía que el viaje no se iba a acabar nunca. Cuando por fin me bajé del bus hice tantos orines que podría haber llenado el río Bravo.

A Portland al menos me mandaron en avión. Ahí estuve como otros dos meses. En Portland los cuartos eran como celdas, había tres personas en cada cuarto. Ahí volví a jugar soccer. Era un shelter que parecía una cárcel, pero sí tenía muchas comodidades. Nos poníamos a jugar soccer, hacíamos equipos de hondureños contra mexicanos. Salvadoreños contra los de Guatemala. Se peleaban mucho los salvadoreños con los de México. Los de Guatemala eran bien apartados. Y nosotros los hondureños nos llevábamos con todos.

A esas alturas creo que a mis amigos que se quedaron en San Pedro Sula ya los habían matado. Yo sólo iba a enterarme más adelante, pero es algo en lo que pienso mucho: que si no me hubiera ido de Honduras ya estaría muerto ahora.

Y ya en julio, cuando mi hermana terminó los trámites, me mandaron a Los Angeles. En el aeropuerto me dejaron libre. Me dejaron solo en el aeropuerto de Portland. El que me llevaba al aeropuerto me dijo:

– Véte.

– ¿Pues cómo le voy a hacer? — le dije.

– Pues véte — me dijo–, ya te di el ticket y ya sabes la entrada y todo.

– ¿Pero pos cómo voy solo?

– Pues no sé — me dijo –, me dijeron que sólo te viniera a dejar.

Así que después de todo ese tiempo, tuve que agarrar el avión solo.

Cristhian with his two-month-old daughter, in their Los Angeles home.

Alex

Allá en el caserío no tenía una cama nomás para mí. En la casa nada más había dos cuartos y en uno dormían mis papás con mi hermana y en otro dormíamos mi hermano y yo. Ahora tengo una cama para mí en la casa de mi tía, me mandaron con ella porque ella hizo los trámites para ser mi guardián. Hay una cama en la sala y unos sillones y una tele de alta definición donde veo los programas que me gustan. Sobre todo las telenovelas que pasan en Univisión. En la Aldea El Conacaste no había tele, sólo había radio, lo único que hacía era escuchar música. La casa está muy cerca de la escuela, de la Jefferson, así que voy y vuelvo caminando y no tengo que tardar como dos horas como si tuviera que ir del caserío hasta Gualán.

Cuando llegué a Los Angeles, no hallaba para dónde salir, porque es muy grande. Ahorita mis amigos son de Honduras y de El Salvador. Hay bastantes que pasaron lo mismo que yo, casi la mayoría. De los que están en la escuela conmigo, casi la mayoría. Algunos ya tienen los papeles arreglados y otros como yo todavía tienen que ir a corte. Yo ya fui a corte pero me toca ir de nuevo. Ahí te preguntan todo, cómo era tu vida antes de venir para acá, por qué te viniste, cómo le hiciste para llegar. Y ellos ya ven si te puedes quedar porque allá no te cuidan bien o te han hecho cosas malas o corres peligro si te regresan. Mi tía contrató a unos abogados de Carecen que nos están ayudando con todo.

Si me quedo, tal vez me gustaría ser policía. En el caserío donde vivía no había policía. Nunca va a haber policía. Solamente que hablen o que vayan a Gualán con la policía. La policía les pide dinero, nada más. Lo de ser policía se me ocurrió ya que estaba aquí. Porque allá la gente puede andar manejando sin licencia y los policías no les dicen nada, solamente les piden dinero y ya. Los dejan ir. Y en cambio aquí, si lo llegan a ver sin licencia o sin papeles del carro, ya te llevan preso.

Por eso quiero ser policía.

Cristhian

Ahorita estoy esperando a que vengan por mí para ir a jugar soccer. Vivo en Baldwin Park, con mi hermana, y voy a la escuela en El Monte, porque antes vivíamos allá. Es una casa como nueva, tiene alfombra, los muebles son nuevos y en la sala tenemos una tele gigante de alta definición donde veo los partidos de soccer. Ahí vi el mundial. Y tengo un cuarto para mí solo. Eso fue algo que le pidieron a mi hermana para que autorizaran que me vininera a vivir con ella, que la casa tuviera un cuarto para mí.

Mi hermana se vino hace unos años y ella tuvo mucha más suerte que yo. Cruzó la frontera junto con una tía y la agarraron, pero sólo estuvo un día detenida y luego la mandaron con mi mamá. De todos modos ya era peligroso entonces, mi hermana me cuenta que mi tía le puso una inyección para que no se quedara embarazada si abusaban de ella durante el viaje.

Lo que más me gusta de estar en Estados Unidos es que no tengo miedo de que me vayan a matar. Porque en Honduras nomás no le caes bien a alguien y ya te mueres. Y aquí no tengo que mirar todo el tiempo para atrás: no tengo que preocuparme por mi espalda.

Es difícil no pensar en cómo ha cambiado mi vida y hacer la comparación. En Honduras jugaba en un campo de soccer donde luego mataron a mis amigos. Una vez tuve la oportunidad de ir a probarme a México con el Atlas de Guadalajara, pero no tenía dinero para hacer el viaje. Ahí en el campo donde mataron a mis amigos, ahí era la escuela del Atlas, ahí mismo.

El partido al que voy a ir a jugar hoy es en San Diego, pero el equipo para el que juego manda un coche con un chofer que me lleva y luego me trae de vuelta. Es un club privado, aunque yo no pago nada, ellos me dan todo para que juegue con ellos. No voy a entrenar entre semana, sólo voy los sábados a los partidos.

Dicen que en Honduras, cuando vienes de Estados Unidos, te secuestran. Porque piensan que tienes dinero. Dicen que a veces miran que tienes un teléfono y ya te quieren matar por eso. Tu vida vale un teléfono celular.

Ya llegaron por mí, voy a tener que irme. Creo que se hacen como dos horas de coche, pero ahora es diferente. Ahora las millas no traen desgracias: ahora no tengo miedo. Ahora tengo la Green Card. Y las cosas van muy rápido: mi novia tuvo una niña hace unos meses.

– ¿Estás listo? — me pregunta en inglés el chofer que vino para llevarme al partido.

Agarro la mochila donde llevo el uniforme del equipo, los tacos y un cambio de ropa. Y mi desodorante y mi cepillo de dientes. Cierro la puerta de la casa detrás de mí y camino hacia el coche que me espera, sólo a mí. Un coche sólo para llevarme a mí.

– Sí, estoy listo.

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Juan Pablo Villalobos
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