La voz de Caleb

El autismo lo intentó, pero no pudo quitarle la voz a mi hermano.

Evelyn Wittig
11 min readJan 28, 2015

«Hay popó de nuevo en las paredes».

Esa imagen de mi infancia va ser para siempre sinónimo de Autismo y de Caleb, mi hermano. El nació en 1993, sólo dos años después de mí. Desde su primer aliento, él luchó. Los recién nacidos nacen con reflejos primitivos de la vida dependiente, uno de los cuales es la capacidad de succionar de manera que puedan alimentarse. Mi hermano tuvo que permanecer en el hospital después que mi madre fue dada de alta; él no era capaz de dominar ese reflejo.

Después de un comienzo tambaleante, le fue bien por un tiempo. De hecho, se podría decir que le fue mejor que bien: caminó a los nueve meses, lo que fue en realidad bastante inquietante para mi madre. Un bebé de nueve meses de edad, es muy pequeño para estar ya caminando, y ella había planeado que tendría unos meses más antes de tener dos hijos menores de cinco años corriendo por la casa.

Para Caleb, los síntomas regresivos del Autismo llegaron justo a tiempo: antes de los dos años, pareció como que perdía los hitos del desarrollo. Él no hablaba, aunque podía deletrear cosas con bloques y haría rutinariamente matemáticas en un tablero de dibujo magnético que llevaba a todas partes. El mundo parecía asaltar constantemente a Caleb; todo era demasiado ruidoso, demasiado brillante. No era un niño cariñoso. No quería ser abrazado o besado. Lo que lo tranquilizaba era estar acostado en la cama durante horas, sin moverse, mirando como cambiaban los números del reloj digital.

Esta era su idea de paz.

El no aprendió a ir al baño cuando tenía que hacerlo. En lugar de eso, él tenía una intensa tendencia a untar los excrementos sobre la alfombra y las paredes de la casa. Esta era su forma de decir: «No, todavía no estoy listo». No podía decirle a nadie que tenía los pantalones llenos de mierda. Pasados pocos años, él encontró la manera de obtener sus propios calzones cuando tenía que hacer popó. Su relación con el inodoro no tenía nada que ver con sus necesidades corporales: el inodoro era su método de rechazar objetos. Si él no quería algo, lo tiraba por el inodoro. Le llevó un poco de tiempo a mi madre entender esto; ella pensaba que estaba haciendo berrinche cada vez que tiraba su chupete por el inodoro, así que siempre lo reponía. Él seguía haciendo lo mismo. Finalmente, ella entendió que él no lo quería —y no se lo podía decir, por lo que a él se le ocurrió esta ingeniosa, aunque cara, manera de demostrárselo—. Eventualmente, el aprendió cómo transmitir disgusto de una manera que no comprometiera nuestro tanque séptico. Cuando llegó el momento de comenzar el colegio, afortunadamente, ya iba a baño él solito.

Él era agresivo solamente en el sentido en que, cuando lo asustaban o se sentía abrumado, entonces comenzaba a patear y gritar. Su agresividad en un principio podía confundirse con rabietas normales; pero mientras la mayoría de los niños podían ser consolados, con Caleb esto no era posible, y él tendría que, literalmente, quedar exhausto para que la rabieta se terminara. Durante horas gritaba, pateaba, pegaba, era doloroso de presenciar, incluso para un niño, porque él no hacía ésto porque era un niño malcriado. Estaba viviendo en un mundo que no entendía y con el cual no podía comunicarse. Por difícil que fue para todos nosotros escucharlo, no podíamos culparlo. En este momento, no teníamos ni idea de lo que estaba «mal» con él. Hubo momentos en que mi madre tenía que sujetarlo y rociarlo con agua fría, sólo para «sacudirlo» de su ataque, el cual ella describía como casi una convulsión: sus rabietas parecían excederle física y emocionalmente. Después, él quedaba en un estado letárgico y casi sedado.

A veces, él tenía dos o tres «colapsos» en un día.

Al principio, él no respondía al ruido. Podías gritar su nombre y él ni siquiera levantaba la mirada. Mi madre solía colocarse detrás de él cuando era apenas un niño y golpeaba ollas y sartenes fuertemente, rogándole que reaccionara a algo. Esto nos hizo preguntarnos si era sordo, pero solo fue necesaria una prueba de audición sencilla para descartar eso. Cuando tenía alrededor de dos años, y tuvo una evaluación inicial de comprensión, mis padres estaban descorazonados al escuchar que la evaluación arrojó que él tenía la compresión de un bebé de nueve meses de edad.

El estaba atrasado varios años.

Una condición que no estaba relacionada con el autismo, pero que hizo su vida más difícil, era el tener una visión terrible. Tuvo que usar gafas muy joven, y hubo una posibilidad de que su visión pudiera haber mejorado si su ojo hubiera sido parcheado. Pero para los niños con autismo, la experiencia táctil puede causar rabietas; y él no podría haber mantenido un parche en el ojo durante tres segundos, menos aun el tiempo que se necesitaba para que su cerebro pudiera modificar sus conexiones. Aunque él no sería diagnosticado oficialmente como autista hasta la edad de siete años, cuando era un niño pequeño el pediatra fue consciente de que no estaba alcanzando sus hitos, en particular los verbales. Lo llamaron «apraxia» así que él tuvo terapia del habla hasta que empezó la escuela. No tener ningún diagnóstico «real», sin embargo, comprometía tremendamente su capacidad para obtener cualquier servicio.

De hecho, no habían muchos a disposición.

En realidad no habían muchas voces en la comunidad del autismo cuando Caleb era pequeño. Todavía no se había convertido en una «causa», ni se hablaba de ello en las noticias o cómo un chisme de una celebridad. Todos los que nos conocían sabían que Caleb era diferente. Cuando comenzó el colegio, la pesadilla se intensificó. Les digo esto no para describir como erá para nosotros esta experiencia, sino cómo era para él. El colegio, con su naturaleza imprevista, su falta de estructura para niños que necesitan una forma de aprender diferente al «aprendizaje normativo». Lo cierto era que Caleb no tenía necesidades especiales. El era extremadamente inteligente, ¿Se acuerdan de Rain Man? Así es, lo pueden apostar. Eso sería bastante acertado. La habilidad de su proceso mental era muy superior al de muchos niños, pero sus habilidades sociales, como el sentido común y la habilidad básica de completar las actividades de la vida diaria eran virtualmente inexistentes. Y por su puesto, estas cosas, eran el foco de los problemas. Las escuelas públicas tienen sus limitaciones, y para empezar, era muy difícil por su frustración. Era rutinario que me sacaran de clase para que tratara de calmarlo, mi madre siempre tenía que venir a recogerlo porque el era inconsolable y perturbaba a sus compañeros de clase. Para entonces, ya hablaba, sin embargo predominantemente lo que hacía era «repetir como un loro»; o sea, repetía frases que escuchaba en la televisión, de mí o de mis papás. Esto lo metió en algunos problemas: el tema con el autismo y la ecolalia, como es llamada, es que él si tiene el concepto de cuando debe repetir ciertas frases. El puede repetir como un loro en contexto. Lo cierto es que aunque va contra el concepto que tenemos del autismo o de lo que una mente autista puede ser, Caleb era capaz de ser muy chistoso, yo me atrevería a decir que hasta ocurrente.

Una vez, cuando él estaba en primer grado, estaba frustrado con su maestro y hubo, por supuesto, una rabieta. El maestro estaba tan agobiado así que se acercó a la puerta para pedir ayuda a los maestros que estaban del otro lado del pasillo. Pensando, yo me imagino, que el maestro estaba huyendo de la situación, mi hermano le gritó justo cuando estaba cruzando la puerta,

“¡No te des en el trasero al salir!”

Tenía seis años.

Hubo otras ocasiones menos divertidas. Mi madre recuerda tener que ir a por él cuando estaba en la guardería porque se había quitado toda su ropa. La maestra lo había encerrado en el baño, y había sacado a todos los niños de la clase, y básicamente lo había atrincherado allí hasta que mi madre llegó por él.

No es necesario decir que ella no estaba nada feliz con la solución al problema.

No sería la última vez que lo encerrarían en una habitación por perturbar de alguna manera el orden, y una vez que mi madre se enteró de esto, inmediatamente le puso un alto a la situación.

Nadie podía decir lo que Caleb necesitaba, porque nadie entendía el Autismo. Pero mi madre sabía con certeza una cosa: él era todavía un niño, una persona, y él merecía bondad y respeto.

A causa de la genuina bondad y la improvisación de muchos maestros y técnicos de la educación, Caleb continuó avanzando en la escuela con excepción de algunos episodios caóticos menores. La única cosa que le causaba ansiedad eran los simulacros de incendio: totalmente inesperados, ruidosos y caóticos, eran su peor pesadilla. Llegó a tal punto que tuvieron que avisar con anticipación al maestro de su clase para que lo sacara afuera antes que comenzara el simulacro, pero cuando alguien por hacer una broma tiraba de la alarma de incendios, o alguien quemaba un pan en el tostador del salón de profesores y se activaba la alarma, queda sumido en un ataque de ansiedad que lo dejaba sin asistir al colegio varios días o hasta una semana. Ese grado de sobreestimulación era, para él, casi séptico.

En casa, su día a día era más o menos consistente. Mientras mi experiencia de crecer con una mamá con un desorden alimenticio fue difícil, para Caleb, la naturaleza obsesiva-compulsiva de su forma de vida era exactamente lo que él requería para mantenerse en calma y seguro. Él y mi madre tienen, hasta este día, una relación muy simbiótica.

Reconociendo esto, cuando me emancipé de mis padres a los dieciséis años después de muchos años de tumultos, fue principalmente porque yo sabía que si alguien «se involucraba» (por ejemplo, servicios sociales) Caleb y yo terminaríamos en manos del estado en hogares temporales. La realidad era que, Caleb nunca habría sobrevivido eso. Si bien es cierto que la situación en casa era en detrimento de mi bienestar, para él funcionaba. Este no es un fenómeno raro. Dos niños creciendo en la misma casa pueden, y de hecho tienen, experiencias infinitamente diferentes. Con sensatez suficiente para darme cuenta de esto, yo decidí que la única solución era asegurarme de que nadie lo tocara. Que su vida no fuera interrumpida.

Funcionó para él. Aunque la salud de mi madre pasó por períodos de severas caídas en los cuales no podía cuidar de él, ella le había hecho un bien al enseñarle a ser independiente hasta cierto punto. Aunque él no podía hacer muchas cosas por su cuenta (por ejemplo: si no se le recordaba que tenía que comer, muy probablemente él no se acordaría de hacerlo) sí entendía como seguir instrucciones. Así que, cuando mi madre se la pasaba entrando y saliendo del hospital, mientras Caleb entendiera que tareas necesitaba para llenar su día, él las hacía. Mi padre, siendo relativamente estoico en su forma de abordar el tener una esposa enferma crónicamente, un hijo autista y una hija divorciada de la familia, lo mantenía en un balance hasta que mi madre retornaba a casa.

Durante esos años, yo no estuve presente en la vida de Caleb. Esto fue intencional. Para que él floreciera, era necesario que las cosas que me inquietaban a mí no lo tocaran a él. Él no necesitaba este impacto emocional. Un elemento incomprendido del Autismo es la empatía. Caleb no empatiza no porque él no tuviera empatía. Esta idea equivocada es común. Los niños autistas no son psicópatas; es totalmente lo contrario. Caleb es, de hecho, tan arrasado por la emociones de la vida y de los que lo rodean que no lo puede procesar. Así que, no lo hace. Él no tiene ninguna maldad en su ser y nunca hace algo con una mala intención. De hecho, esto le crea problemas: si él alguna vez se encontrara en una situación en la que tuviera que desconfiar de alguien que esta tratando de lastimarlo, él no se defendería. Para ser un niño que creció pateando a todo mundo por su frustración, nunca le pegaría a alguien por defensa propia.

Foto de graduación de Caleb.

Para el momento en que llegó a la secundaria, mi hermano se había ganado la reputación de pionero. Él fue el primer niño diagnosticado con Autismo en el distrito escolar que se integró totalmente al ambiente de un aula regular. El montón de niños que vendrían en los próximos años serían bien atendidos porque mi hermano les había enseñado a los maestros y a la administración, qué significaba realmente vivir siendo autista. Con la ayuda de educadores, realmente devotos y maravillosos, en particular su tutora particular, Nancy, el triunfó. Se graduó con honores, y habló en su graduación. Para mí, que estaba sentada en la audiencia, fue un momento milagroso. Me sentí tan en paz, finalmente, con las decisiones que había tomado en el camino. Pero más importante, es que confirmé lo que había sospechado todo el tiempo: Caleb era un chico especial con un gran corazón. Y yo era la hermana más orgullosa del mundo.

Después de su graduación, mi padre (hombre de pocas palabras) compartió sus propias emociones acerca de ver a mi hermano graduarse. Aunque yo soy considerada la «escritora» en mi familia, sus palabras me tocaron profundamente y creo que él lo expresa de una manera que yo nunca hubiera podido hacerlo.

«A mitad de los 90 el Autismo no era tan bien conocido como ahora. Dan Marino y Jenny McCarthy no habían comenzado a hablar acerca de sus hijos, aunque Doug Fluttie estaba haciendo su mejor esfuerzo. Sabíamos que algo estaba pasando, pero nadie podía ponerle un nombre. La palabra “autismo”, salió a la luz, pero en ese entonces no podían hacer estudios diagnósticos hasta que lo niños tuvieran siete años. Nos dijeron que Caleb podría hablar, o podría no hacerlo. No esperen abrazos, contacto visual y por lo que más quieran no lo toquen. No esperen mucho afecto, o incluso algunas veces que los reconozca.

Hubo rabietas, aversión al ruido y a las multitudes, y consuelo al dejarlo solo. Nosotros usamos los programas que teníamos a disposición y la ayuda de unas pocas personas dedicadas. Tomó algunos años y un poco de paciencia, pero los resultados valieron cada segundo.

Cuando Caleb leyó un poema en su graduación del la escuela media, parado enfrente de cien personas, yo lloré como un bebé. Al verlo el día de hoy hacerlo dos veces, volví a llorar de la misma manera.

“¿No hablará? No lo creo. El tendrá mucho que decir.”

Hoy, mi hermano tiene veinte años. Todavía vive en casa con mis padres. Es inteligente, chistoso y ama ser voluntario en la librería del colegio. No sabemos lo que el futuro tiene preparado para él, aunque este año que pasó fuimos al juzgado de relaciones de familia para hacer las previsiones necesarias para el día en que yo sea su tutora permanente. No sé lo que Caleb estará haciendo en cinco, diez o incluso en veinte años, lo que sé es que mi vida se enriquecerá al ayudarlo a él en esa travesía.

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