Obra publicada por el caricaturista venezolano Roberto Weil.

Filas de preocupación

Una experiencia irritante vivida en la ardua tarea de salir en búsqueda del «pan de cada día» en Venezuela.

Rubén Darío Peña
7 min readMay 11, 2016

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Exaltado: fue la reacción que tuve cuando mi mamá me despertó alrededor de las 7 de la mañana. Sin oportunidad de poder preguntarle qué sucedía, rápidamente me informa que una de mis primas le ha notificado que en las cercanías de su vivienda en la zona oeste de Caracas, Venezuela, arribó un camión de comida a uno de los mercados populares del sector que vendería alimentos a precios regulados. Con un gran suspiro y los ojos cerrados a causa de las únicas tres horas de sueño que logré conciliar durante la noche por motivo a cumplir mi responsabilidad en el periódico que trabajo, tomé fuerzas para levantarme de la cama y arreglarme lo más pronto posible porque según mi señora Madre, mi prima le tenía «un puestico guardado en la cola».

Al llegar, mi mamá se adelantó mientras yo, para bajar un poco el agite por la carrera, fumaba un cigarro. Minutos después, cuando me acerqué mi mamá se encontraba «entre una de las primeras» personas que habían llegado al lugar. Para poder comprar ambos —solo venderían dos unidades de cada producto— me fui al final de la fila… una muy larga fila.

Entre algunas conversaciones que alcancé oír en mi camino, se hablaba de alguien que estaba marcando a cada una de las personas con un número en la muñeca con la finalidad de que no hubiese percance alguno al momento de empezar la venta. En primera instancia, pasó un señor señalando el número que le correspondía a una por una. Para el momento, yo era el 87, y así, crecía y crecía la fila.

En las colas, las personas no parecen disfrutar de estas, como exhortó en algún momento un personaje político «de izquierda» en declaraciones a la prensa. No hay otro tema de conversación que no sea respecto a la cola: qué están vendiendo y en cuánto, aparecen entre las interrogantes habituales para delimitar la extensa variedad. Entre tanto, se comentaba respecto a la noticia del día que manejaba el diario Últimas Noticias (periódico más leído en el país).

Acto seguido, venía la señora acercándose para colocar la marca numérica respectiva. En su conteo, me volví el número 95 — ¿será que contó mal o hubo algunos infiltrados? — pregunté en mi mente, aunque sí las personas a mi cercanía hicieron un gran reclamo por el asunto. Por supuesto, nunca falta el estresado que empieza a formar escándalo y a señalar la presencia de los famosos «coleones», término utilizado en Venezuela para referirse a aquellos «avispaos» o, para no caer en coloquialismos, aquellos oportunistas que se adentran en las colas con el fin de comprar antes.

—Allá está «la bachaquera» de primerita. Ni me saludó, la caraja —dijo una mujer a su acompañante.
—[Risas] En la cola no hay amigos. Síguele comprando pues —contestó la señora que la acompañaba.
—¡¿Bueno pero y qué hago?! Si no le compro mis hijos no comen. Tengo que sacrificarme a como de lugar por más caro que venda —refirió.
La señora no hizo más que quedarse en silencio y asentar con su cabeza.

Tras lo sucedido comencé a detallar mi entorno: abundancia de adultos mayores, en su gran mayoría mujeres; presencia de jóvenes uniformados —¿no deberían estar en sus aulas de clases?—, embarazadas y algunos niños, inocentes de la situación, aprovechando los espacios del lugar para corretear y jugar. En medio por donde se formó la cola, había un gran depósito de basura con una cantidad exagerada de moscas que lo sobrevolaban, y también, entorpecían «la comodidad» de la gente… sin dejar atrás el desagradable olor a pudrición. Por otra parte, el cielo se encontraba completamente nublado, amenazante de emprender una fuerte precipitación: incluso, en breves ocasiones, cayeron algunas gotas.

—Están vendiendo dos harinas, un paquete de pasta, una mantequilla, una lata de pepitonas y otra vaina ahí me dijo una señora que está por allá adelante. Vamos a meternos a ver —refirió un señor a su esposa que llevaba un niño recién nacido y otro pequeño de manos.
—Ay, Dios mio… mira como está la cola. Cuando lleguemos o nos venden tres cositas o sino no nos venden un co… —respondió la mujer con lamento.

La cola seguía creciendo cada vez más, y junto a ella, la preocupación. A pesar de los desagrados, nada de eso fue razón suficiente para que yo o alguna persona se moviese de su lugar. Me encontraba muy cansado, no obstante decidí permanecer tranquilo, relajado. Mantengo con firmeza mi voluntad. Voluntad impulsada por necesidad. Necesidad que se alimenta de la escasez en el país.

—Señora, diríjase al principio de la cola, no le van a decir nada —expresó una joven—. Le duele la rodilla, además tiene su carné de la tercera edad.
—No mija, no se preocupe. Al carné no le paran ni media bola ya. La gente ya no cree nada de eso —finalizó la ancianita.

Había caminado una distancia considerable desde donde empecé. La fila, entre discusiones, logró ir avanzando poco a poco. En la lejanía, ya podía alcanzar ver la entrada al recinto donde entregaban los productos. La gente estaba muy aglomerada allí. Por la manera en que las personas se expresaban entre ellas, pude notar que había una discusión. Al ver aquello, recordé en ese momento una verso de Canserbero, un rapero venezolano fallecido hace un año: «Quién sabe si alguien nos ve igual como a quien vemos / y hormiguitas que se están riendo al ver lo mal que actuamos». A su vez, se encontraban dos policías intentando mediar la situación, aunque la verdad, apenas y participaron en la discusión.

—Hay un tremendo peo allá prendio. La pelea es por ese poco e’ coliones que hay allá alante —comentaba un señor que se aproximó al lugar a constatar que sucedía y siguió—. Se acabaron las pastas, el jabón y las latas de pepitonas… Ahora también resulta que hay dos colas: una de los primeros cien que llegaron, y los otros que fueron llegando.
—¿Y esos policías están de adornos o que huevoná? —dijo una señora.
—Esos tampoco sirven pa’ un carajo —comentó otro señor que escuchaba la conversación.
—Qué bolas… —expresó alguien a lo lejos en referencia a los hechos.

Preocupación y más preocupación para las personas que todavía mantenían el orden a lo largo de la fila, pero la esperanza no se doblegaba. ¡De allí no se sale nadie! Algo hay que llevarse.

—Chama ojalá consiga todavía harina. No he comido nada. Estoy que le digo allá alante que no me den la harina, sino que me den la arepa hecha [risas] —dijo una muchacha a otra que estaba embarazada en la cola.

Hora transcurrida, ya estaba acortando distancia hacia el punto de ebullición de la calentura de la gente que no paraba la discusión permanente. La aglomeración y la pelea eran aún más intensas que hace un rato. Mi mamá, que se encontraba en las cercanías del lugar esperando por mí, se me acercó y me dijo que solo estaban vendiendo dos harinas… Ya no tenía, no quedaba en mí ni una gota de tranquilidad y en segundos me contaminé de la rabia, frustración y preocupación que prevalecía en el ambiente. Mi madre, por fortuna, pudo obtener todos los productos que vendieron en el momento. Con irritación y ojos caídos del cansancio, respondí que nos fuéramos a la casa, ya a una hora del mediodía. Tras unos pocos pasos, observé de espaldas a una señora que tenía una camisa azul en la que decía: «Los que mueren por la vida, no pueden llamarse muertos», Nicolás Maduro. Bastó ver eso para terminar de llenarme de furia.

En primer lugar, por la tendencia que adquirimos las personas de culpar al presidente de Venezuela de todo lo malo que nos pase:

  • Se nos cae un vaso de agua: culpa de Maduro.
  • Nos tropezamos: culpa de Maduro.
  • Hay curda (licor) pero no hay dinero para comprar más*: culpa de Maduro.

Y así, un gran etcétera…

Y en segundo, porque la referida frase no es dicha por él, sino por el ilustre músico y activista político comunista, Alí Primera.

Llegué a mi casa, a pesar de las ganas de irme a dormir, con ganas de escribir esta anécdota, que seguramente — y con total seguridad — muchos venezolanos se sentirán identificados, aunque ese no sea la finalidad de este artículo. Muchos nos batimos día a día una ardua lucha para conseguir «el pan de cada día» — que las panaderías ahora casi de manera forzada nos logran vender — . Esta situación nos está llevando directo al colapso, porque «en crisis no estamos», según adeptos al Gobierno actual que nadan en las aguas del conformismo, jurando y siguiendo una supuesta «lealtad al Comandante», ya que sino se le apoya a los que continúan «con el legado de Hugo Chávez», se les califica de «traicioneros a la Patria», esa «patria» de las que nos tienen atravesando estos tiempos tan difíciles que se viven en Venezuela.

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Rubén Darío Peña

Periodista. Bilingüe (inglés). Amante de la escritura, del poder de la palabra y de las mujeres. || https://twitter.com/Rupelsi