Por qué mi madre se quedó

Evelyn Wittig
5 min readFeb 4, 2015

Me he hecho esta pregunta muchas veces.

Mierda, le he hecho a ella esta pregunta muchas veces.

Yo le preguntaba después de cada horrenda pelea y discusión desgarradora. Ella estaría aplicando maquillaje en las marcas de los golpes en sus hombros o corrigiendo su rímel embarrado y yo estaría mirando al suelo, interrogando intensamente a su cabeza que todavía retumbaba por el dolor.

Yo le preguntaba mientras íbamos de camino a la escuela o después de un entrenamiento de baloncesto. Ella miraba fijamente al frente, ofreciendo las mismas excusas del día anterior. Con cada respuesta ensayada miraba en el espejo retrovisor buscando a alguien que la apoyara. Yo veía por la ventana el coche al lado de nosotros, preguntándome si la familia en el Chevy de cuatro puertas tenía idea de lo que era encogerse de miedo cuando el hombre de la casa llegaba o saltar con cada ruido fuerte o desear que se divorcien antes de ir a dormir.

Había días en que la odiaba tanto como lo odiaba a él. No parecía comprensible permanecer en un matrimonio horrible, abusivo y francamente humillante. Sus dos hijos estaban en riesgo y pidiéndole que lo dejara, y aun así ella se quedaba. Pensé que ella era cobarde, débil, una vergüenza. Le dije que era humillante, inquietante e inadecuada.

Centré mi ira e intolerancia implacable en ella. Sobre todo porque, incluso a una temprana edad, completamente ingenua a la dinámica del amor o la lujuria o cualquier cosa parecida, yo sabía que ella era la única capaz de cambiar. Él siempre estaría condenado a ser la sombra de un hombre, atrapado en un torbellino de odio bipolar y un complejo de dios sociópata.

Él nunca cambiaría. Ella podía.

Por lo que la odiaba con la esperanza de hacer que ella quisiera cambiar.

Mirando hacia atrás me doy cuenta de lo horrible que es eso. Condenarla a ella con la esperanza de que eso la liberara. Ahora que yo tengo un hijo, estoy mejor equipada para tratar de entender qué era lo que realmente estaba pasando. Ahora sé qué fue lo que la mantuvo en una relación que la lastimó a ella y a sus hijos.

La esperanza.

Como madre una siempre espera lo mejor para sus hijos. Esperas estar haciendo lo correcto y que ellos puedan entrar en un buen colegio. Esperas que ellos nunca experimenten dolor o, si inevitablemente lo experimentan, que se recuperen. Esperas que ellos encuentren el amor, sin importar quien sea esa persona, y esperas que ellos encuentren la felicidad. Esperas que ellos tenga éxito, sin importar lo que eso signifique, y que puedan crearse una vida de la cual al final del día puedan sentirse orgullosos.

Mi madre esperaba que sus hijos tuvieran un padre amoroso.

Nadie se involucra en una relación sabiendo que fracasará. Cuando haces promesas, especialmente cuando éstas involucran las palabras «siempre» o «para siempre» o «eternidad», crees con todo tu corazón que nunca las romperás. Mi madre planeaba mantener las suyas, y ella creía que se las debía a sus hijos. Especialmente cuando las memorias de momentos felices se ofrecían como incentivo.

Su esperanza de un mejor mañana, o una relación renovada, o una sociedad con el caballero encantador y fascinante que una vez la cortejó sin vergüenza, encadenándola a una vida de tormento. Él pegaría, y después se transformaría en el Don Juan de antaño, prometiéndole lo que alguna vez le suspiro al oído, o lo que proclamó en frente de queridos familiares y amigos.

Él logró exitosamente arrinconar su esperanza, logrando sutilmente que fijara sus esfuerzos en tener la familia perfecta para sus hijos y no la vida perfecta para sus hijos.

O para ella.

Inicialmente, volviendo atrás, no puedo decirte qué provocó el cambio. El último encuentro entre su cuerpo y la ira de él no fue diferente al de las veces anteriores El gritó y gritó, le pegó y la empujó y ella lloró, calló y luego recogió los pedazos. Todo lo que sé es que cuando ella resurgió, la esperanza que alguna vez tuvo cambió. Ella no esperó más por la familia perfecta, reunida alrededor del árbol de Navidad o de la mesa en el día de Acción de Gracias. No soñó más con que cuando sus hijos regresaran a casa, fuera la misma casa, que durmieran en las habitaciones que tenían cuando niños o que se reunieran nuevamente allí para planear acampar en familia.

No fue hasta que tuve a mi hijo entre mis brazos que me di cuenta de lo que pasó. No fue que a mi madre de repente comenzara a importarle el bienestar de sus hijos. Ella finalmente empezó a preocuparse por ella misma; una decisión consciente que iba en contra de cualquier instinto maternal o hueso femenino en su cuerpo. Su esperanza era una vida mejor, no una familia mejor.

Su esperanza, y las áreas en las cuales la podía aplicar, estaban libres de las limitaciones de un status quo establecido por un hombre horrible. Era libre para ver algo más grandioso que la vida que hasta el momento había llevado.

Era libre para, por primera vez en veinte años, tener esperanza en sí misma.

Nosotros le decimos a las mujeres que tienen que cuidar de todos los demás primero. Ellas necesitan poner a sus hijos antes que ellas, o a sus novios, o a sus esposos, o a sus carreras, o inserten aquí cualquier necesidad socialmente aceptada. Les pedimos que se sacrifiquen, para luego sentarnos a rascar la cabeza, preguntándonos por qué lo hacen.

Mi madre se quedó porque se vio a sí misma como el cordero sacrificado, aferrándose a la esperanza de un mejor día, una mejor vida, una mejor familia, por el bien de los hijos por los cuales se sacrificó.

Y yo me alimenté en esa mentalidad.

¿Y si yo hubiera sabido en ese entonces lo que sé ahora? ¿Y si yo le hubiera dicho que ella era mucho más que eso? ¿Y si me hubiera centrado en ella, y no en mí? ¿Y si yo hubiera sido la voz en su cabeza que le dijera, «tú mereces algo mejor», en lugar de «tus hijos merecen algo mejor»? ¿Y si le hubiera ayudado a darse cuenta que realmente es imposible cuidar de otros si primero no cuidas de ti?

¿Y si le hubiera ayudado a darse cuenta de que ser madre no significa sacrificarte por tus hijos? En lugar de eso, significa demandar todo de ti para poder dárselo a tus hijos y, a veces, alejarte de todo para que puedas darle a tus hijos mucho más.

Yo me he hecho esta pregunta muchas veces.

Lee más de Danielle en su libro: A Twenty-Something Nothing.

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