Cuando te ves por primera vez en el espejo

Evelyn Wittig
5 min readFeb 27, 2015

Durante mi infancia, cultivé un desprecio extremo hacia los espejos. Después de lavarme, pasaba de largo el espejo del baño para así no tener que ver mi cuerpo entero reflejado en el, y solo me paraba en frente de uno cuando era absolutamente necesario, por ejemplo para chequear si me había abotonado bien el cuello o si mi blusa no quedaba fuera del suéter. En la comodidad de mi casa, me gustaba como me veía, pero en cuanto cruzaba la puerta hacía el mundo exterior, todo mi ser se colapsaba. El colegio no fue bueno para mi autoestima, el instituto fue peor. Intentaba no ver a los demás, pero los demás me veían a mí y corrompieron mi imagen para su propio placer malicioso. El acoso escolar se convirtió en una especie de evento carnavalesco y el único mecanismo que tenía para protegerme era la indiferencia. Quería distanciarme de mi propio cuerpo, imaginándome que estaba del otro lado de la habitación, o en un quimera flotando encima mí. Tal vez así se siente un trauma. Mientras más risas escuchaba, más sentía desgarrar las fibras de mí misma. Era capaz de reensamblar mi cuerpo cuando sonaba la campana pero cada vez que tenía que hacerlo, mi centro se sentía un poco más suelto, un poco más débil que antes.

Cuando me vestía, de niña, me paraba en medio del ropero y me palpaba el cuerpo para estar segura de que tenía la ropa puesta. Entonces, iba y me paraba en frente de mi madre para que ella me asegurara que me veía bien, pero nunca vi mi apariencia por mí misma. ¿Qué más daba? Yo pensaba que si me miraba en el espejo y veía mi reflejo, me reiría de la persona reflejada allí, una chica tímida con una postura horrible. La nuca estaba en constante dolor porque ella inclinaba su cabeza demasiado, esperando que esta inclinación le diera invisibilidad. Hasta donde sabía, era una sombra hasta que alguien me reconocía y me daba el nombre que ellos querían. Mi individualidad solo podía ser justificada cuando era lanzada contra una superficie dura de burlas, acoso, victimarios, y aquellos que miraban.

Sin darme cuenta, llegó la verdadera disociación. Comencé a perder mi voz. Mi manera elocuente de hablar degeneró en tartamudeos, murmullos, frases incompletas, y palabras truncadas. Se me comenzó a caer el cabello. Me dolía la cabeza. Mi piel me quemaba y me dolía frente a la idea de enfrentar otro día allí afuera. En la intimidad de mi propia habitación, me acostaba en la cama, equidistante de mi espejo independiente y el espejo del baño, oculta bajo una gran manta verde, retorciéndome y llorando, ahogando mi propia voz hasta que mi garganta empezaba a palpitar. Parecía como si mi cuerpo se volviera en mi contra.

No fue hasta la universidad, donde estaba rodeada por el silencio, que mi desesperación me llevó a un descubrimiento. Estaba en un estanque de peces grandes, que venían nadando de mejores escuelas que a las que yo había asistido. Así que construí mi propia identidad, una especie de mujer sensata. Mi escritura fue el motor que me mantuvo en movimiento hasta que este artificio se convirtió en una realidad. Era un empujón en contra de mi entorno. No iba permitir que el mundo me tragara hasta que primero yo tomara un buen bocado de él. Pero por mucho que la escritura me ayudara, esta nutría la disociación entre mi mente y mi cuerpo. Mis palabras, pensaba, eran suficientes, aunque fueran abstractas. Todo lo que alguien tenía que hacer era leer mis trabajos y ellos sabrían quien era yo.

Pero yo no podía escribir 24/7, eso era imposible. Tenía que caminar a clase, comer en los comedores, e ir a una fiesta o dos cada vez que tenía la energía. Había días en que estaba plagada de lo que ansiaba más en la escuela secundaria: la invisibilidad. Estaba haciendo las cosas mecánicamente sin interés e intenté sin éxito forzarme a ir a espacios donde mi presencia fuera notada. ¿Sabía alguien que yo estaba aquí? Si nunca más escribiera una palabra, ¿se borraría mi imagen en la mente de otros? ¿Qué estoy haciendo mal? Fue entonces cuando empecé a desear algo más. Ansiaba mi propio cuerpo. Ansiaba esa cualidad física donde alguien podía oír mis pasos acercándose y levantar la mirada y verme. Si no podía estar en el espacio que me habían dado, tenía que hacer uno propio. Pero para saber quien era yo completamente, tenía que saber lo que era, cómo me veía cuando salía por la puerta y cómo me veía cuando regresaba a casa por la noche.

Me paré frente al espejo un sábado, totalmente desnuda, saliendo de la ducha, con gotas de agua todavía recorriendo sinuosas por las curvaturas de mis caderas. En ese silencio, fui capaz de concentrarme. No habían voces en conflicto desde el exterior. Era solo yo. Fue un poco doloroso ver el reflejo; no me gusta el contacto visual prolongado con nadie. Pero cuando parpadeé, ella todavía estaba allí. Ella no se movió ni un centímetro en ese breve momento de oscuridad. Pensé que podría haber corrido a la otra esquina como mi antiguo yo lo hubiera hecho, pero ella permaneció quieta. Así que esta es la mujer que ha estado escribiendo mucho. Esta es ella. Esta soy yo. Yo soy ella. Ella soy yo. Estamos juntas.

Cuando me volví a vestir y salí por la puerta, mi postura era erguida y la barbilla estaba inclinada un poco más hacia el cielo para que la luz del sol pudiera golpear directamente el arco de mi nariz. En mi visión periférica, pude ver como los transeúntes me miraban, algunos sonriendo y saludándome como si nos conociéramos. Estaba en mi propio mundo, porque primero lo creé en mi interior y fomenté su crecimiento antes de aventurarme allí fuera. Si me concentro, puedo sentir árboles y vides moviéndose dentro de mí. Me amo. Esta es quien tenía que ser. A veces pellizco la piel de mis brazos para asegurarme de que no estoy flotando, que no soy una quimera que flota sobre un cuerpo extraño; pero soy toda yo. Esa fantasía de quien yo quería ser ha hecho su morada en un cuerpo extraño; ahora me siento como en familia.

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Evelyn Wittig

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