Si la música es buena

Evelyn Wittig
7 min readFeb 17, 2015

Nunca más bailaré, pero mi vida es mejor porque alguna vez lo hice.

«Oh cuerpo muévete con la música, oh destello iluminador,
¿cómo podemos separar bailarín y danza?»

WB Yeats

Mi mente todavía no le ha informado a mi cuerpo que no soy más una bailarina.

En la fila del supermercado, mis pies en tercera posición.

Mientras espero en un paso de peatones, mi pie derecho se queda atrás, mi tobillo apuntando hacia afuera como si me estuviera preparando para saltar al otro lado de la calle.

Hago un plié junto a la estufa, mientras espero que hierva el agua.

Si tengo que alcanzar algo en el estante superior, mis pies me alzan en relevé.

Zapateo cuando estoy nerviosa; la ansiedad se manifiesta en un paso de cambio.

A veces la gente me pregunta si soy una bailarina.

Dicen que camino con gracia, la espalda recta, el cuello alargado, mis brazos fluyen delicadamente mientras hago gestos — mi expresión es un reposo suave pero serio. Lo niego con mi cabeza, mis dedos se doblan contra la suela de mis zapatos.

Nunca fui una buena bailarina. No importaba. No se trataba de ser buena, se trataba de hacer por una vez algo que mi cuerpo quería, en lugar de escuchar solamente a mi intelecto.

Yo era fácilmente la peor bailarina en mi clase cuando estudiaba en el Sarah Lawrence, pero no importaba. La mujer que era mi maestra, Sara Rudner, fue la musa de toda la vida de la incomparable Twyla Tharp. Mi educación con Sara fue una de pasión, de expresión contemporánea, del azar y audacia creativa. Aprendí más de la vida que sobre la danza, pero creo que eso era lo que ella prefería. Ella tiene 70 años ahora. Enseñaba danza contemporánea / moderna y mi postura y cuerpo eran demasiado rígidos para estar cómodos en esa clase. Yo era la peor de la clase y se notaba. Recuerdo un día que estábamos haciendo un ejercicio y perdí mi punto de apoyo, pero logré recuperarme, y mientras recuperaba mi posición hice un movimiento fluido y libre, algo realmente hermoso; y ella paró la clase, se acercó a mí y dijo: «¿Sentiste lo que acaba de pasar?» Y yo dije: «Umm, sí, perdí el equilibrio y lo corregí». Y ella puso su mano en mi brazo y me dijo:

Sara Rudner, Revista Dance

«Te dejaste ir y algo hermoso pasó.

Haz eso más seguido».

No hice caso de su consejo en ese momento, pero pienso sobre ello a menudo. Puedo recordar el estudio, los otros bailarines en la clase, me acuerdo de la ropa que tenía puesta para el calentamiento. Recuerdo cómo sonaba su voz, cómo sentía su mano en mi brazo. Ese momento no era acerca de cómo yo estaba bailando, era acerca de cómo yo estaba viviendo.

O, mejor dicho — como yo no estaba viviendo.

En un principio ni siquiera estaba segura de por qué estaba bailando. No estaba segura de por qué yo no estaba viviendo. Por qué no estaba sintiendo.

Unas cuantas conversaciones con Sara me revelaron todo esto. Yo bailaba porque necesitaba conocer mi cuerpo. Necesitaba reclamar mi derecho sobre él, conocerlo, usarlo, celebrarlo. Había pasado una gran parte de mi vida en una disociación temerosa. Me había protegido a mí misma y usado mi cuerpo como un escudo, en lugar de un instrumento de vida, como debía de ser. Comencé a danzar sin tener conocimiento de cómo hacer que mi cuerpo se moviera — pero había un metrónomo dentro de mí que siempre ha mantenido los tiempos correctos—. Siempre he amado la música, y he danzado en mi cabeza toda mi vida, pero mi cuerpo se ha quedado afuera de lo que pudo haber sido un lindo pas de deux. Luego, empecé a llevar el ritmo con mis pies. Dejé que mis brazos subieran por encima de mi cabeza. Dejé que mi cabeza comenzara a moverse de un lado a otro. Lentamente, comencé a bailar.

Poco a poco, empecé a vivir.

La danza se convirtió en el vocabulario por medio del cual pude experimentar con mi cuerpo, hablar sobre él y conocerlo íntimamente. Yo no danzaba por pasión. No danzaba porque «tenía que hacerlo» — como decía Balanchine de todos los bailarines a los cuales él elogiaba—. No danzaba porque fuera divertido o porque había algo dentro de mí que quería moverse. El diccionario del movimiento me ayudó a entender quien no era yo en mi mente, donde prefería vivir, si no en este recipiente que yo usaba para caminar en el mundo. Comencé a confiar en ese cuerpo en cantidades pequeñas pero significativas.

Tuve fe en que mis pies aterrizarían firmemente cuando saltara. Confíe en que mis brazos me levantarían del piso. Dejé que mi rostro se llenara de gozo y contara una historia — dejé que mi cuerpo descansara sobre otros bailarines, confiando en que ellos no me dejarían caer—. Dejé que mi cuerpo se hiciera más fuerte. Enseñé a mis pulmones a tomar todo el aire que quisieran en lugar de apenas lo suficiente. Dejé que mi voz se alzara hasta el techo, y no escondí más mi alegría.

Nunca fui la mejor bailarina. Mi técnica era mala. Todavía pensaba mucho al bailar y mis movimientos no se veían naturales. No tenía el cuerpo para el ballet, mis caderas eran muy anchas. La escoliosis de mi columna vertebral hacía mi arabesco abisagrado e inmóvil de un lado. Mi caja torácica subía torpemente bajo mi leotardo. Mis brazos eran atractivos, pero no lo suficiente para desviar la atención de mi pies arqueados e inseguros.

Yo nunca fui una bailarina, pero yo danzaba.

Algunos años de esta educación pasaron frente a mi, y una mañana me desperté y me caí en la ducha. El dolor era agonizante. Si esto me hubiera pasado unos cuanto años atrás, antes de conocer mi cuerpo, estoy segura que las semanas después de la caída hubieran sido muy diferentes. Pude haber muerto.

Es precisamente porque llegué a conocer y entender mi cuerpo que perdí la habilidad de danzar. Cuando la enfermedad destruyó mi cuerpo, lo demacró, se comió todos mis músculos, me robó el aliento y congeló mis articulaciones, lo sentí todo porque, por primera vez en mi vida, yo estaba totalmente presente en mi cuerpo. Mi habilidad para sentir dolor, registrarlo, resistir la disociación — probablemente salvó mi vida.

Después que los cirujanos me abrieron, sacaron y movieron cosas allí adentro. Después que las cicatrices sanaron y las adhesiones me volvieron a atar de formas diferentes, ya no pude danzar.

Lo intenté. Fui a clases. Traté de mover mi cuerpo — los músculos que eran mi soporte ya no estaban—. Mi cuerpo no se mantenía al girar. No podía confiar más en mis pies para mantenerme firme. Mis pulmones no tomaban más el aire que se merecían. Mi brazos pesaban mucho por la debilidad. Yo no sonreía. No tenía voz para alzarla fuerte por encima del sonido de unos tambores. Mi corazón latía de mala gana en mi pecho. La música no entraba más por mi cuerpo, solamente rozaba mi mejilla mientras me envolvía. Bajé mi cabeza. Lo dejé ir. Yo no danzaba.

Las lecciones no se olvidaron tan fácilmente. Yo estoy mejor porque dancé. Estudié mi cuerpo en movimiento y por eso estoy mejor preparada para enfrentar la realidad de mi dolor crónico, de mi enfermedad crónica — de un cuerpo haciéndose viejo antes de tiempo. Ahora hablo el lenguaje. Lo entiendo. Lo escucho.

No tengo el corazón para decirle a mi cuerpo que ya no es un bailarín.

Sonrío, a pesar de mi misma, cuando me dejo ir — y algo hermoso sucede.

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Evelyn Wittig

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