(AP Photo/David Goldman)

Ataque en Orlando: de cómo resistir la politización utilitaria de la tragedia

El ataque al bar Pulse demuestra que el dolor ajeno puede emplearse como estrategia política

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9 min readJun 18, 2016

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Sucedió durante la madrugada del domingo pasado, en Orlando, Florida. Un hombre armado irrumpió en las instalaciones de Pulse, un centro nocturno gay que albergaba a más de 300 personas. El tirador, Omar Mateen, disparó contra los asistentes. Él ya había sido investigado por el FBI en dos ocasiones por supuestos nexos con grupos terroristas. El saldo del atentado fue de 50 muertos y 53 heridos. Después de varias horas de encierro, la policía logró entrar al lugar y abatir al atacante. Los efectos de la situación no se hicieron esperar, la tragedia exige ser vista. Sin embargo, la sola contemplación del horror no es suficiente. La era global se distingue, entre otras cosas, por la facilidad con la que el dolor puede convertirse en un nicho de estrategia política. Los personajes públicos más relevantes de Estados Unidos ya han alzado la voz. En un contexto de elección federal, la tragedia adquiere funciones en cuanto a la distribución de preferencias. Sin embargo, esto implica el riesgo de descuidar las voces de las víctimas y los móviles del agresor. En una situación así, la simplificación es uno de los mayores peligros. La pregunta que se abre aquí no es nueva, sino que surge cada vez que una escena así es llevada a cabo. ¿Qué podemos hacer nosotros, los civiles, los desprovistos de estrategias electorales, con la tragedia?, ¿cómo administrar el horror para separarlo de una posible multiplicación del odio y de la violencia mordaz?

El ataque tuvo lugar hace unos días. Determinar su naturaleza y sus móviles concretos es difícil aún. Sin embargo, contamos con una serie de datos relevantes. Sabemos, por principio, que se trata del peor tiroteo múltiple de la historia de Estados Unidos. Hubo un único tirador, Omar Siddique Mateen, ciudadano estadounidense e hijo de inmigrantes afganos. El atentado inició a las dos de la madrugada y se prolongó, mediante una situación de rehenes, por más de tres horas. Al final, Mateen fue asesinado por la policía. Se desconoce todavía su motivación específica: pudo ser homofobia, una supuesta adscripción al Estado Islámico, o bien, un caso grave –pero sospechoso, no tan fácil de determinar–, de inestabilidad mental. Antes del atentado, Mateen llamó al 911 y proclamó lealtad a ISIS. Su adscripción al grupo, a pesar de que éste se haya adjudicado el hecho, todavía es incierta.

Lo que vivieron las víctimas lo sabemos por sus testimonios. Al parecer, el ruido de los primeros disparos fueron confundidos con la música. Pasó poco tiempo para que todos cayeran en cuenta de lo que estaba ocurriendo. Muchos se echaron al suelo cuando miraron la sangre derramada por todo el lugar. Algunos lograron escapar, otros se quedaron allí, aplastados entre el tumulto y el pánico. Después, Pulse fue rodeado por una cantidad enorme de patrullas, ciudadanos y familiares que buscaban saber qué ocurría.

Barack Obama emitió un mensaje al respecto desde la Casa Blanca. Dijo que el asunto había sido un acto de terror y de odio. Además, declaró que se estaba investigando si existían efectivamente nexos entre el atentado y las operaciones de células terroristas. Por su parte, el lunes 13 de junio, el senador Dick Durbin dijo en Washington que es necesario tomar acciones inmediatas e impedir que gente peligrosa pueda adquirir armas tan fácilmente. Es que, al final, el ataque viene a poner en crisis a Estados Unidos. De haber sido realmente un acto de yihadismo, el atentado pasaría a ser el suceso más grave, en el terreno de terrorismo, desde lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001. Por lo demás, no deja de ser incómodo que Mateen tenga origen afgano, pues Estados Unidos ha intervenido militarmente este país desde hace quince años. La situación es compleja y llega a alterar el proceso electoral que se celebra este año en la Unión Americana. Al parecer, la tragedia puede llegar a convertirse en una pieza clave para las votaciones presidenciales que se llevarán a cabo en noviembre.

(AP Photo/Pablo Martinez Monsivais)

El dolor, la jugada precisa

Según el Mass Shooting Tracker, el ataque en Orlando es el tiroteo múltiple número 173 en lo que va del año. Además, de los 10 atentados armados más violentos en Estados Unidos que han ocurrido en los últimos 30 años, 7 se han suscitado en la administración de Obama. El largo historial de tragedias armadas ha movido a legisladores y funcionarios estadounidenses a abrir el debate sobre una necesaria regulación de la venta de armas en ese país. Por otro lado, la ascendencia afgana de Omar Mateen pone otro debate público sobre la mesa: la gestión de inmigrantes que, a los ojos de ciertos sectores de la sociedad norteamericana, parecen peligrosos. Estos son los dos ejes que rigen el debate y la confrontación entre los virtuales candidatos a la presidencia de Estados Unidos: Hillary Clinton, por el Partido Demócrata, y Donald Trump, por el Partido Republicano.

Ninguno de los dos hizo esperar su reacción al atentado. Sabemos desde hace tiempo que Trump se ha valido de un mensaje xenófobo para incrementar su popularidad: el extranjero, provenga de Afganistán o de México, es un peligro potencial para los verdaderos americanos. Su estrategia es jugar con el miedo al terrorismo y exaltar una supuesta pureza de la identidad nacional. El atentado en Orlando le vino como anillo al dedo, la matanza le hizo postularse como un agente de la verdad. En el programa Goodmorning America, Trump mencionó que era necesario prohibir la llegada de gente de Medio Oriente. Cuando el conductor le recordó que el tirador era ciudadano norteamericano, Trump lo ignoró y continuó hablando del riesgo de tener extranjeros en casa. Además, en CNN recomendó vigilar a las comunidades musulmanas que viven en Estados Unidos pues, según él, se trata de gente habitada por el mismo odio que Mateen tenía en su corazón.

(AP Photo/Patrick Semansky)

Por su parte, Clinton canceló sus actos de campaña y criticó duramente la ley de armas de Florida. De acuerdo con ella, si alguien es objeto de las investigaciones del FBI, esa persona no debería acceder a la compra de armas tan fácilmente. Trump la criticó a ella y a Barack Obama por no referirse al asunto como un efecto de “Islam radical”. Los instó a renunciar a sus cargos y pretensiones. Clinton declaró que no piensa declarar la guerra contra toda una religión, sino que busca llegar a los musulmanes americanos para colaborar juntos y detener la amenaza del asesinato masivo. Además, la candidata envió un mensaje de solidaridad a la comunidad LGBT.

(AP Photo/Jeff Chiu)

Es así que la amenaza terrorista, como la regulación de las armas de fuego, pasan a convertirse en dos de los temas centrales para la campaña presidencial. Para Marc Bassets, de El País, Orlando puede convertirse en un suceso capaz de re dirigir y alterar las preferencias y los resultados en una campaña electoral. Sin embargo, para Julian Zelizer, de la Universidad de Princeton, Orlando orientará el debate pero no dictará el resultado. De acuerdo con su opinión, el suceso será utilizado a la conveniencia de ambos candidatos: Clinton lo usará para cuestionar si Trump posee el temperamento para gestionar crisis de este tipo; Trump, por su parte, lo emplea para argumentar que tenía razón sobre el riesgo del yihadismo. Zelizer nota algo importante: no es extraño que el terrorismo, o la tragedia, se politicen, pero esto suele suceder algunas semanas o meses después de que ha ocurrido el suceso. Trump no tardó nada en argumentar que el hecho le daba la razón y en repetir que es necesario cerrar las fronteras de Estados Unidos.

Ambas cuestiones merecen revisarse con cuidado. En efecto, Estados Unidos posee un historial de crisis que, en mayor o menor medida, es efecto de la libre venta de armas en su territorio. El tema ha sido largamente debatido por ambos partidos utilizando la masacre como punto central de la discusión. Sin embargo, una sucesión tan larga de matanzas y atentados contra civiles no puede depender únicamente de la libre venta de armas, sino que la fuente del problema debe localizarse, por lo menos parcialmente, en otra parte. Finalmente, la permisión técnica no es una razón suficiente para ejercer la violencia sobre un puñado de personas desarmadas.

(AP Photo/Rich Pedroncelli,file)

Sobre Donald Trump puede decirse mucho. Lo más preocupante es la facilidad con la que parece adoptar la tragedia ajena para enarbolarse. Ello demuestra una nula preocupación por el dolor de sus potenciales gobernados. Es duro aceptarlo: el ejercicio del terrorismo difícilmente terminará aquí. Cabe preguntarse, en este sentido, cuáles serían las consecuencias plausibles del alarde de Trump en la próxima situación de este tipo.

Sin embargo, más allá de lo anterior, vale la pena mirar a los implicados: el agresor, las víctimas.

Omar Mateen y sus víctimas

Omar Mateen (MySpace via AP, File)

El padre del atacante declaró que el atentado no pudo deberse a motivos religiosos, sino a inclinaciones claramente homofóbicas por parte de Omar Mateen. Su crimen carga aún con la indefinición de un móvil concreto. En la llamada que hizo al 911 antes del ataque, Mateen se dijo fiel a los principios de ISIS. Barack Obama dijo hace unos días que, más que dirigido por el grupo terrorista, Mateen parecía inspirado por ellos. No hay evidencia contundente de que la gestación del ataque fuera promovida por un tercero.

Omar Mateen tenía 29 años, era un ciudadano estadounidense nacido en Florida e hijo de inmigrantes afganos. Durante mucho tiempo trabajó para la agencia de seguridad G4S. Sitora Yusufiy, su ex esposa, dijo que era un hombre perturbado y que, durante su matrimonio, la había sometido a maltratos constantes. Ron Hopper, agente del FBI, declaró que el agresor ya poseía historial de investigación por parte de la agencia de investigación. Al parecer, en dos ocasiones –una en 2013 y otra en 2014– Mateen dijo que tenía conexiones con células terroristas peligrosas. El FBI tuvo que dejarlo ir por falta de pruebas. Según testimonios de los sobrevivientes y de algunos clientes asiduos a Pulse, Mateen ya había sido visto en el bar, por lo menos, una decena de veces. Esto, aunado a un supuesto uso de apps diseñadas para la comunidad gay, ha despertado sospechas sobre una posible homosexualidad oculta del agresor. Sea cual sea la razón, aún es muy pronto para saber sus razones concretas. ¿Crimen de odio o terrorismo? No lo sabemos.

(AP Photo/Steven Fernandez)

Lo que es un hecho es que Mateen mencionó a ISIS en esa llamada. La posibilidad de un crimen inspirado en actos terroristas no puede reducirse a una imitación sosa de un proceder abusivo, maligno. Un individuo no se adscribe completamente a un sistema ideológico solamente porque puede. Un hombre, o una mujer, no acude a matar a una comunidad específica –sean homosexuales o estadounidenses, qué más da– sólo porque sí. El recurso a la enfermedad mental como motivo único también es insuficiente. De lo que debemos cuidarnos es de la banalización de sus móviles, como de la simplificación del dolor de las víctimas.

El ataque pone de manifiesto un cúmulo de segregaciones latentes en Occidente. La comunidad LGBT, por un lado, aún padece discriminaciones en todos los niveles de la vida diaria. Por otra parte, cabe mencionar que un gran número de las víctimas eran latinos. Cuatro de ellos eran mexicanos. Esto cobra importancia en un país cuyo candidato conservador pretende purificar a la ciudadanía de la presencia de extranjeros. Por lo demás, el resultado de un ataque así es la gestación de dolor sin sentido, sin ninguna otra función que la propagación del horror coercitivo. Es preciso, bajo esta óptica, desmarcarse de la jugada política que pretende hacer de la tragedia un recurso estratégico para llegar al poder. Es necesario escuchar a las víctimas.

Los efectos del ataque parecen condensados en las lágrimas de una mujer que no encuentra a su hijo, o en la voz de otra que ha recibido los últimos mensajes del suyo antes de que fuese asesinado. Mirar el horror no significa focalizar la función política de la tragedia, no implica una simplificación voraz del hecho. Mirar el horror es atender la voz, la mirada rota de los sobrevivientes, de aquellos a quien de alguna forma hay que resarcir. Si no escuchamos, si no atendemos esa demanda de justicia, nosotros pasamos a formar parte de un circuito que politiza superficilamente –y desdeña– lo más grave de una situación así: un grupo de pérdidas innecesarias, de dolores paralizantes.

Por .

(AP Photo/Phelan M. Ebenhack)

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