La caja

Iván Lasso
Papeles del sótano
3 min readNov 27, 2014

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Joaquín miró la caja. Era de madera recia, algo ajada. Tenía forma rectangular, con la tapa ligeramente curva. Carecía de ornamento alguno, excepto las huellas del tiempo en forma de pequeñas estrías. Parecía el ataúd de una muñeca.

Pensaba mucho en ella desde que aquel hombre menudo, con gafas y una barba canosa bien recortada, se la había traído. Todas las noches, al regresar a casa, la sacaba y la ponía sobre la pequeña mesa del pequeño comedor de su pequeño apartamento de soltero y la miraba, pensando en abrirla. Y todas las noches, sin excepción, la volvía a guardar al fondo del pequeño aparador de su pequeño dormitorio, sin abrir. Alguna vez se despertaba en mitad de la noche con la sangre latiéndole en las sienes y la volvía a sacar. Sentado en la cama, la sostenía sobre sus piernas, con las manos aferradas a las rodillas. No tenía cerradura. Sólo había que levantar la tapa para abrirla. Cuando una noche terminó convirtiéndose en día mientras él trataba de decidir si abrirla o no, se convenció de que lo que podía hacer si se despertaba de nuevo era quedarse acurrucado en la cama, agarrando con fuerza la almohada, mordiendo las sábanas.

El hombrecillo le había dicho que regresaría a por ella, pero no había dicho cuando. Al dársela tan sólo añadió que las instrucciones eran las usuales y se marchó. Jamás nadie le había hablado de ninguna instrucción, pero sabía cuales eran. Básicamente se reducían a que no tenía que abrir la caja.

Había transcurrido cerca de un mes, y la curiosidad le carcomía. En la oficina podía sentirla guardada al fondo del aparador de su habitación. A la hora del café, pensaba en regresar de pronto y abrirla, acabando así de una vez por todas con aquella ansiedad, pero siempre volvía a su mesa cabizbajo y avergonzado por su cobardía. Cuando regresaba, la sacaba y se quedaba mirándola. Después de un par de horas, la volvía a guardar y se acostaba sin cenar.

Ahora la tenía frente a sí. Era el tercer día de un largo periodo estival. No había salido de casa, no había comido nada. Sólo sacaba la caja y la miraba.

Sospechaba cual era su contenido. Las instrucciones que nadie le había dicho pero que de alguna manera sabía no lo indicaban- Pero lo sospechaba. Más que una sospecha era casi una certeza. Sin embargo, tenía que asegurarse. Era imposible, en pleno siglo XXI, que existiese algo así. Sí, debían de ser imaginaciones suyas. Por otro lado, si algo así había existido siempre, no había razón para que ahora dejase de hacerlo. Al final, no importaban los razonamientos que hiciese. No podría recuperar su vida normal a menos que abriese la caja y viera lo que contenía.

Estaba sentado en una silla frente a la mesa. Se levantó. Posó sus manos sobre ella. Las deslizó hacia los lados. Puso los pulgares en las esquinas de la tapa. Cerró los ojos. Suspiró. Los volvió a abrir.

Sonó el timbre de la puerta. Miró la caja. Apretó las manos contra ella. Volvió a sonar el timbre. Apretó con más fuerza. El timbre insistió.

La soltó como si le fuese a pasar algo al hacerlo y fue hacia la puerta. Era el hombrecillo menudo. Venía a recoger la caja. Joaquín le invitó a pasar, pero él adujo que tenía mucha prisa.

Fue al comedor. La miró. Fue a levantar la tapa, pero terminó apoyándose sobre ella, fatigado. Después la cogió y se la devolvió al hombrecillo. Mientras estrechaban las manos como despedida, Joaquín le preguntó:

— ¿Qué contiene?

— Ya lo sabe — dijo el hombrecillo, y se marchó.

Joaquín regresó al comedor, se sentó en el sillón y encendió un cigarrillo. Se sintió ciertamente mucho más aliviado. Sin embargo, una duda acudió a su mente. ¿Y si la próxima persona a quien fuese a parar la caja terminaba por abrirla?

Publicado originalmente en www.ivanlasso.info el 27 de noviembre de 2014.

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Iván Lasso
Papeles del sótano

Juntaletras afiliado espiritualmente al gremio de escribidores de Ankh-Morpork. Mis comics de informática básica en http://proyectoautodidacta.com