La cualidad escapista de las ratas

Diego Agudelo Gómez
Pasajes
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18 min readSep 22, 2023
(Imagen creada en Midjourney)

El ejercicio de la escritura suele tener asociados una serie de prerrequisitos que contribuyen a rodear al escritor de un aura legendaria, un prestigio equiparable al de los paladines de una mesa redonda. Erudición y facultades extraordinarias para la comprensión de los asuntos humanos son algunos de los que se podrían nombrar. También un poder extrasensorial para atisbar lo que sucede en los planos ocultos de la realidad o la habilidad de ponerse en los zapatos del otro para construir con verosimilitud las distintas voces que dialogan en toda su obra. Se pueden enumerar todo tipo de cualidades y una búsqueda en las cintillas publicitarias que acompañan las novedades editoriales nutriría la lista hasta el hartazgo. Veamos algunas de las que encontré en algunos de los libros de mi biblioteca personal: Elocuencia deslumbrante, intuición provocadora, exuberancia imaginativa, compromiso intelectual, insobornable claridad, oído sobrenatural, dominio de la ironía, tono universal, etcétera.

El menú para armar al escritor ideal lo han servido por igual críticos, profesores de literatura, publicistas, promotores de lectura, editores, agentes literarios, incluso lectores rasos que, con todo el derecho, echan mano de todo tipo de adjetivos, coloquiales o sofisticados, para calificar a sus autores favoritos. Por supuesto, alguien que quiera escribir literatura, no tiene la obligación de poseer todas las virtudes que se han sumado a lo largo de la historia alrededor de la figura del autor, pero puede llegar a creer que existen algunas de corte ineludible sin las cuales sería imposible producir un párrafo digno de ser leído.

Es indiscutible, por ejemplo, el hecho de que un escritor tiene que ser primero un lector. Y si el aspirante quiere ser buen escritor, la operación indica que debería ser un buen lector, y así sucesivamente. No podría nombrar a ningún gran escritor del que se pueda decir que es un pésimo lector, por lo que este tema no debería estar sujeto a cuestionamientos.

Otros prerrequisitos del escritor de literatura ofrecen más espacio para la duda o la polémica, si se quiere. Por ejemplo, aquel que demanda del escritor un aislamiento categórico, una soledad inquebrantable al amparo de la cual es posible crear una obra. Todo novelista en ciernes sabe que si quiere avanzar en la escritura de un libro está llamado a encerrarse, rechazar invitaciones de amigos, faltar a reuniones familiares o dejar de cenar con su novia, si es que tiene. Las horas que se pierden haciendo vida social son horas preciosas que se pueden invertir en avanzar un par de páginas. Pero la vida social es el campo más reducido de este precepto. El escritor consumado, si verdaderamente se entrega al impulso de su vocación, deja de asistir a películas, pierde el hilo de las novedades que publican sus contemporáneos, evita caer en la adicción a las series, elude como puede la tentación de procrastinar sin pausa en Internet. Alguien que calza perfecto en este comportamiento, si se me permite el adjetivo, maniático, es Jonathan Franzen, quien ha declarado que solo puede escribir si sella con cinta adhesiva los puertos de red de su laptop. Sin embargo, para ir a contracorriente de esa imagen de escritor eremita y monacal, está su contemporáneo y amigo, David Foster Wallace, que se la pasaba viendo televisión sin cesar y aún así es el autor de novelas que no bajan de las 700 páginas, por no hacer un recuento de la generosa extensión de sus ensayos, reportajes, cuentos y críticas literarias.

No se puede negar que cierto grado de soledad es necesario para ejercer la escritura, pero creo que también se requiere de cierto grado de gregarismo. La disposición de pertenecer a un grupo que comparta intereses, obsesiones y búsquedas no responde solamente a un afán de hacer acto de presencia entre los miembros de una generación o un movimiento determinados, sino que puede asumirse como un vehículo para facilitar la exploración estética.

Los modos de ser un escritor gregario son tan múltiples como las maneras de ejercer la soledad. Los ejemplos más obvios son los movimientos que agrupan a los autores bajo algún ismo. Sin embargo, puede darse el caso de que algunos escritores sean etiquetados en uno de esos movimientos arbitrariamente: exhibir una similitud en el estilo, abordar temas comunes o compartir una corriente ideológica que sea compatible con la de un movimiento artístico — llámese surrealismo, patafísica, nadaísmo, etcétera. — podría condenar al escritor más huraño a ser miembro activo sin haber pagado la cuota de admisión o intercambiado aunque sea un escueto saludo con alguno de sus correligionarios. El gregarismo accidental no vale como contrapeso a la práctica solitaria de la escritura, nos interesa más abordar aquellos ejercicios colectivos que exigen al escritor comportarse como militante de una sociedad secreta.

Ser miembro de tales grupos exige atributos bastante interesantes cuya resonancia en la obra escrita no vendría nada mal: apego por lo clandestino, ánimo subversivo, aptitud para callar secretos, facilidad para ejercer el complot, atracción hacia el peligro, una mente sensible que le exija a los representantes de su arte estar un paso por delante de todos los demás. Estas características las tomo prestadas de las que se pueden inferir en los miembros de las sociedades paródicas que Thomas de Quincey planteó en su ensayo Del asesinato considerado como una de las bellas artes. En su obra, escrita en clave de humor sobre filosofía moral y estética, según reza el prólogo, De Quincey habla de clubes para el fomento del vicio, sociedades del fuego infernal y enfatiza en un supuesto club para entendidos en materia de asesinato cuyos asociados se reúnen con el ánimo de estudiar y analizar las “obras de arte” que se han producido a lo largo de la historia. Si bien estos clubes, ojalá imaginarios, han elegido una materia de estudio escabrosa, su propósito de fondo aplica para ser emulado por escritores congregados en algún club similar. Esto es: ser una asociación para la difusión de la verdad y la comunicación de nuevas ideas, explorar los efectos genuinos del arte, celebrar la continuada mejora de los instrumentos, estar siempre a la caza de un arte sutil que suavice y refine los sentimientos, y cultivar un gusto refinado para humanizar el corazón.

No pocas cofradías de escritores y artistas cumplen con estas condiciones. La primera que se me viene a la mente es la de Lord Byron y compañía. Es famosa la noche de tormenta en la que se congregaron Byron, Polidori, y los esposos Shelley, Percy y Mary. Atrapados en Villa Diodati, a orillas del lago Lemán, en Suiza, conformaron por azar una secta efímera cuya influencia sigue sin extinguirse en nuestros días, pues la idea de Byron de invitar a cada uno de sus interlocutores a que escribiera la historia de terror más escalofriante, no solo operó como un antecedente primitivo de los talleres literarios, sino que rindió frutos que varias generaciones de lectores hemos saboreado con perverso deleite. El monstruo de Mary Shelley y el Vampiro de Polidori fueron concebidos al abrigo de esas noches en las que los muy virtuosos jóvenes (Mary tenía apenas diecinueve años; Polidori, veintiuno; Shelley, veinticuatro; y Byron, veintiocho) discutían sobre Wordsworth y Coleridge, comentaban las investigaciones científicas de los antiguos y los contemporáneos, y se contagiaban unos a otros de estimulante terror leyendo historias de fantasmas.

Villa Diodati

A la historia de la literatura le hizo falta que este grupo se constituyera oficialmente como sociedad secreta, aceptara una que otra aplicación de espíritus afines que rondaban por la época; escribiera, tal vez, un manifiesto, y nombrara herederos que le dieran continuidad a la rutina de encuentros nocturnos y ejercicios macabros de creación literaria. Sin embargo, la historia tampoco adolece de cofradías dignas de ocupar ese lugar.

Está por ejemplo el Círculo de Bloomsbury, un grupo de intelectuales británicos creado a principios del siglo XX por los cuatro hermanos Adrian, Thoby, Vanessa y Virginia Stephen, a quien reconocemos mejor con su apellido de casada, Woolf. El Círculo tomó su nombre del barrio en el que residían la mayoría de escritores, filósofos, pintores, críticos de arte, historiadores, periodistas, entre otros prominentes ex alumnos de Cambridge que acudían a los encuentros para debatir sobre los asuntos más espinosos de la época, derrocar el realismo del siglo XIX, ir lanza en ristre contra la moral victoriana, “mejorar los instrumentos” de las disciplinas que cada uno dominaba y guillotinar con su cotilleo cuanta figura de autoridad pasara por sus bocas. De esta camada tampoco constan actas de reunión, y sus miembros, entre quienes se encontraba también el escritor E. M. Forster, nunca reconocieron estar constituidos de manera oficial, pero los valores que cultivaban atraviesan como un signo común algunas de sus obras, entre ellos, el disfrute de la experiencia estética, o la defensa del amor y la creación como objetos principales de la vida. Parece una ideología demasiado solemne, pero en esta también tenía cabida el humor e incluso los impulsos criminales: es célebre la broma que maquinaron en febrero de 1910 para demostrar cuán vulnerable era uno de los símbolos del poderío británico, el acorazado Dreadnought. Enviaron un telegrama anunciando la visita sorpresa del príncipe de Abisinia, acompañado de una comitiva. Seis miembros de Bloomsbury se tiznaron la piel, se ataviaron con trajes dignos de cualquier sultán de Las mil y una noches, y acudieron a recibir los honores preparados por el vicealmirante May. Durante su visita se expresaron en una simbiosis inconexa de latín y griego. Uno de los conspiradores hizo las veces de traductor y se cuenta que Virginia, quien no había adquirido en esa época su afición de nadar con piedras en los bolsillos, estaba disfrazada de sirviente, con bigote y barba postizos, y solo atinaba a decir Bunga Bunga. Antes de ser descubiertos, se escabulleron del barco y más tarde filtraron a la prensa la noticia de su inofensivo atentado.

Virginia Stephen es la primera de la izquierda.

Bufonadas de la misma calaña se les ocurrían a los conspicuos miembros de La mesa redonda del Algonquin, quienes, poco después de la primera Guerra Mundial, empezaron a reunirse todas las noches en el hotel de Nueva York del que tomaron prestado el nombre para ejercer una de las actividades más institucionalizadas de los grupos de escritores: beber hasta perder la conciencia. Por lo menos así empezó un ritual que se extendió indefinidamente durante años y convocó a figuras como la escritora Dorothy Parker, el comediante Harpo Marx, el dramaturgo George S. Kaufman, el fundador de The New Yorker Harold Ross, entre otros críticos, columnistas, actores e intelectuales que aprendieron a sacarle filo a su humor en este círculo del vicio. La novelista Edna Ferber, comensal asidua del Algonquin, atinó en llamar a sus cofrades El escuadrón del veneno, una etiqueta que ayuda a describirlos como engranajes de un radar crítico cuya implacable mirada no perdonaba la mediocridad ni la docilidad ante el establecimiento y dueños de un arsenal humorístico que tuvo importantes repercusiones en la esfera cultural estadounidense.

La opinión que el ensayista Jaime Alberto Vélez tiene sobre este clase de grupos no es del todo favorable. En uno de los textos compilados en el libro Satura, explora esta “tendencia a la manada” y señala algunos de sus inconvenientes, por ejemplo, los miembros que caen en el elogio excesivo, la complacencia, la molicie y el conformismo; o aquellos que usan la cercanía de un autor admirado como excusa para escribir poco y mal, o practicar una literatura complaciente. Vélez defiende al solitario que mira hacia adelante, porque los miembros de una secta se miran a sí mismos como “una disimulada labor de vigilancia”. Sin embargo, en una de sus afirmaciones llama la atención sobre un tema que no carece de encanto para instaurarse como materia de estudio: la estética de la discusión conjunta que puede inferirse en la obra de los literatos que integran un grupo.

No quedan registros detallados de lo que sucedía en los encuentros de Bloomsbury ni en las cenas del Algonquin. Lo que se sabe de las veladas de Lord Byron y compañía ha adquirido el halo del mito. Acaso es posible inferir la filosofía que compartían los integrantes de estos grupos a partir de las obras que publicaron, de las anécdotas que rondan en biografías y memorias, o en las pocas obras colectivas que les sobreviven. Por eso, un diario tan colosal como el que Adolfo Bioy Casares escribió sobre su amistad con Jorge Luis Borges, no solo es un libro de curiosidades para imitadores y fanáticos, sino un documento en el que se pueden rastrear las piezas de esa maquinaria que se pone en marcha cuando los escritores se hermanan en una cofradía secreta.

No es inexacto el atrevimiento de nombrar así la amistad de los dos escritores argentinos. Hicieron parte de la Revista Sur, cuya nómina de editores y redactores constituía un verdadero dream team (las hermanas Victoria y Silvina Ocampo, Oliverio Girondo, Pedro Enríquez Ureña, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Ramón Gómez de la Serna, Ernesto Sábato, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, entre otros), pero la copiosa aglomeración de celebridades diluye en este caso las propiedades de círculo cerrado que caracteriza a otros grupos de escritores. En cambio, la asiduidad con la que Borges y Bioy Casares se reunían a conspirar en virtud de la literatura, los convierte, si se quiere, en una secta binaria que esporádicamente admitía la presencia de un tercero o un cuarto comensal, aunque nunca su permanencia.

En el diario de Bioy Casares, cuya edición impresa se extiende a lo largo de 1596 páginas — sin contar las 66 de bibliografía — hay un registro exhaustivo de sus conversaciones con Borges, los proyectos que emprendieron en conjunto, sus opiniones cáusticas sobre la obra de sus contemporáneos, el inventario de sus influencias más profundas, la visión que cada uno tenía sobre la obra del otro, sus angustias con la obra propia. Mapear el contenido de estas veladas en las que se cocían antologías, folletos escritos a cuatro manos, e incluso el nacimiento de un autor parásito como Honorio Bustos Domeq, sería empezar a desenredar esa madeja con la que es posible tejer esa estética de la discusión que menciona Jaime Alberto Vélez y que ya Montaigne había intuido cuando la consideró el ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu, cuya práctica es “más grata que cualquier otra acción de nuestra vida”.

Imaginemos que las primeras puntadas están dadas por las declaraciones desperdigadas sobre la creación artística y literaria, para la cual es indispensable la libertad total, y a la luz de la cual los dos escritores se entregan a una amistad incubada en la pasión por los libros y en el descubrimiento de un estilo personal que adquiere su singularidad al reflejarse en el espejo del estilo del otro. Un juego de refracción que toma vida propia cuando conciben el nacimiento de H. Bustos Domecq, autor de cuentos y crónicas que de ningún modo podría considerarse pseudónimo colectivo, pues actuó sobre los escritores como una entidad parásita que, usando las palabras de Bioy Casares, se tornó ingobernable y por momentos los devoraba.

La creación colectiva es una fase fundamental de los grupos literarios aunque no abunden los ejemplos. Gracias al desafío de escribir juntos, Borges y Bioy Casares llegaron a descubrimientos que pusieron en práctica en su obra común y tuvieron eco en la individual. Por ejemplo, entender que los personajes se definen por su manera de hablar, algo que parece simple pero que en la práctica es muy difícil de lograr. Así, se entregaban a juegos de palabras y caían en el estilo burlesco de ese “bromista insoportable” que habían creado.

Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges

Recoger, entonces, las migajas que dejó el autor de La invención de morel en su diario, permite desenterrar gemas con las cuales construir un manifiesto creativo que sirva de comodín para aquellos grupos que se olvidaron de escribir uno propio. Un ejemplo es esta declaración de Bioy Casares:

“El trabajo en colaboración debió enseñarnos a ser modestos. Porque cuando empezamos a colaborar nos sentíamos alineados en una campaña en favor de la trama y de la escritura deliberada, eficaz y consciente”.

Para procurar un equilibrio de voces en este breve manifiesto, va una puntada de Borges, extraída de su autobiografía:

“En oposición a mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la quietud y la moderación son más deseables (…) me preguntan a menudo si la colaboración es posible; pienso que requiere un abandono conjunto del ego y de la vanidad, y quizás una cortesía recíproca. Los colaboradores se suelen olvidar de sí mismos y piensan solamente en términos de trabajo”.

Los dos amigos no eran ajenos al poder de la colaboración. Al seleccionar las obras de la colección de literatura policiaca que dirigieron bajo el título de Séptimo círculo, se cuidaron de incluir una novela concebida en el crisol de un grupo que parecía el calco literal de la Sociedad de Entendidos en Materia de Asesinatos imaginada por De Quincey.

Los integrantes de The detection club no eran propiamente criminales ni prófugos de la justicia, pero conocían al dedillo los intríngulis del bajo mundo porque tenían la afición de escribir novelas policiacas. El club fue creado en 1930 y estaba integrado por poco más de una docena de autores entendidos en asesinatos de papel, es decir, crímenes concebidos en un mundo de ficción donde la lógica empleada por los detectives los conducía a hilar de manera fina la colección de pistas encontradas en el transcurso de una investigación, hasta dar con el responsable de las atrocidades descritas en sus obras. A grandes rasgos, ese es más o menos el funcionamiento del género, aunque simplificarlo de esa manera es desestimar el ingenio con el que algunos de los integrantes elaboraron sus tramas criminales. El señor G. K. Chesterton y doña Agatha Christie eran miembros fundadores del club, y algún grado similar de fama y fortuna poseían los demás autores, hombres y mujeres, que se reunían a “cenar juntos con intervalos regulares para hablar interminablemente del género”.

Este club de criminales y detectives hipotéticos no estaba regido por una formalidad académica pero tenía algunas convenciones que lo convierten en un caso particular. Había un rito de iniciación que se mantenía en secreto, se nombraba a un presidente — Chesterton fue el primero y Agatha Christie, su sucesora, se mantuvo en en el cargo durante décadas — , el aspirante a pertenecer debía contar con la aprobación unánime de todos los demás y al ser aceptado debía hacer un juramento en el que, palabras más, palabras menos, “se comprometía a jugar limpio con el público y sus colegas. Sus detectives debían investigar por sus propios medios, sin ayuda de accidentes ni de coincidencias; no debía inventar rayos mortíferos ni venenos absurdos para llegar a soluciones que ningún ser normal podría esperar, y trataría de escribir en el inglés más correcto posible”. Todo lo anterior para dar cumplimiento a una finalidad que los hermanaba:

“Mantener la novela policial en el más elevado nivel que su naturaleza intrínseca consienta y depurarla del funesto legado de sensacionalismo, cháchara y estilo corrompido que por desgracia la abrumó en los tiempos pasados”.

Las palabras anteriores hacen parte del prólogo de una obra que le agrega un grado más de peculiaridad a este club. El almirante flotante, novela escrita por 12 autores, responde a una inquietud recurrente en los encuentros del club y también a un desafío.

La inquietud consistía en imaginar si ellos, tan duchos en el arte de crear malandros sin escrúpulos, serían capaces de cometer un crimen perfecto. Como la respuesta obvia era que no, pues además de carecer de instintos criminales estaban “habituados a la idea de que los asesinatos se cometen con el exclusivo objeto de ser descubiertos”, su intento de ser delincuentes se suplió con el desafío de concebir un crimen conjunto. El resultado fue una novela de doce capítulos, cada uno escrito por un autor distinto. Los escritores no solo debían tener en cuenta las pistas dejadas por los demás coautores en los capítulos que les correspondían, sino que estaban obligados a moderar la pulsión del estilo propio para procurar armonía en el conjunto. El libro es, en todo caso, una especie de laberinto. Cada capítulo parece un rompecabezas con una solución que quizás es tan visible que se hace difícil reconocerla; por lo menos para los lectores que no hacemos parte del club, porque entre los miembros oficiales, por lo que se entrevé en la unidad con la que lograron amasar El almirante flotante, sin duda existían vínculos que hacían posible una comunicación silenciosa, tal vez extrasensorial.

Portada de la colección El séptimo círculo, dirigida por Borges y Bioy Casares

El almirante flotante fue la primera novela colectiva del grupo, pero no la única. Dos o tres obras más fueron escritas bajo el mismo método y con restricciones similares. Eso sí, no contaron con una participación tan multitudinaria. Algo que le da valor a ese primer intento es un descubrimiento que los miembros del Taller de Literatura Potencial, Oulipo, por sus siglas en francés, supieron exprimir de manera sistemática, casi científica: que las estrategias restrictivas, en lugar de limitar la imaginación, la expanden.

Los padres del Oulipo son el escritor Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais. Esta combinación de ciencia y arte es una característica esencial de este grupo que sigue vigente hasta nuestros días y ha tenido en sus filas a personajes como Italo Calvino y George Perec. Creado en 1960, el Oulipo estableció principios para la creación literaria con los que se proponía buscar formas y estructuras nuevas para la escritura. Ese era su primer reto, aplicar conceptos matemáticos y recursos combinatorios en la escritura de obras tan originales como el libro que Queneau publicó ese mismo año, Los cien mil millones de poemas, una colección de diez sonetos cuyos versos riman entre sí y se pueden combinar de tal manera que leer la cantidad de poemas resultante tardaría doscientos millones de años. Otra misión del grupo era la de encontrar en los autores de la antigüedad la utilización de estructuras, formas y restricciones que facilitaran abrir nuevas vías de creación.

Los integrantes del Oulipo se veían a sí mismos como “ratas que construyen un laberinto del cual se proponen salir”, cuyos pasadizos, atajos y trampas están dados por el concepto de contraint, el cual consiste en aplicar reglas restrictivas al proceso de escritura para sacar al lenguaje de su funcionamiento rutinario. Dichas contraintes pueden ser semánticas, estructurales, formales, vocálicas, sintácticas. En el sitio web oficial del Oulipo existe un listado de casi cien constricciones formuladas por sus miembros desde la creación del taller. Una muy famosa, por ejemplo, es la que aplicó George Perec en su novela La desaparición (en francés La disparition) escrita sin usar la vocal e. En español, la obra se tituló El secuestro y prescindió de la letra a por las dificultades intrínsecas de no poder renunciar a la e, que es la vocal que más se repite en el castellano.

En el fondo, las contraintes del Oulipo no solo eran una manera de experimentar nuevas vías de creación, sino una forma de manifestarse contra la inspiración, el automatismo o cualquier azar dado en la escritura. Para Queneau la “inspiración que consiste en obedecer ciegamente a todo impulso es en realidad una esclavitud. El clásico que escribe una tragedia observando cierto número de reglas que él conoce es más libre que el poeta que escribe lo que le pasa por la cabeza y que es esclavo de otras reglas que ignora”.

Un ejercicio similar hacen los escritores que fundaron La orden del Finnegans para honrar la vida y la obra de James Joyce. Capitaneados por el español Enrique Vila-Matas, se reúnen en Dublín cada 16 de junio para recorrer los pasos de Leopold Bloom, el héroe del Ulises. Esta orden también ha incursionado en la creación colectiva y trabaja bajo algo que llaman La vía Finnegans de la literatura, es decir, la vía de la dificultad; una que privilegia al estilo por encima de la trama, que también estruja el lenguaje para que funcione de formas no convencionales, como hizo Joyce en sus obras. Un estilo de creación cercano al Oulipo que, parafraseando a Vila-Matas, pone al escritor en la ruta más noble y afín al lenguaje caótico de la realidad, donde “entra en contacto con lo incomprensible y, por tanto, con el arte verdadero”.

El recorrido por los grupos de escritores podría trasladarse hasta la estación habitada por los Beatnicks, pasar por Medellín y explorar lo que pasaba en las tertulias de los Panidas o incluso trasladarse hasta el lejano Oriente para indagar en una literatura que aún parece lejana y exótica. Aunque quizás lo más conveniente para concluir sea detenerse en los salones de clase de las universidades que han creado programas de escritura creativa y preguntar si acaso esos estudiantes que se reúnen a la sazón de un taller tienen el potencial de conformar un grupo semejante. Está dada la pasión compartida por los libros que vimos en Borges y Bioy Casares. Existe el interés de encontrar nuevas formas de expresión como en el Oulipo y, aunque no es difícil reconocer a los solitarios que miran hacia adelante, compartir espacio y lecturas hace que unos y otros crucen la mirada, no con afán de vigilancia, más bien con el anhelo de encontrar interlocutores con quienes ejercer esa clase de conversación que Robert Walser llamó el afrodisiaco del espíritu.

Es una oportunidad escasa de crear, así sea como un juego, una sociedad secreta con atracción por el peligro, que opere con maneras propias de lo clandestino y pretenda violar las esclusas de algún acorazado, como hizo Virginia cuando conspiró contra su imperio. O revelar el rostro del horror, como hizo Mary Shelley cuando le siguió el juego a Lord Byron. En todo caso, si esos estudiantes han de adquirir las cualidades que los lectores, la prensa o el mercado le endosan al escritor, ojalá sean unas que todavía no se le ocurran a los redactores de las cintillas promocionales de las novedades editoriales. Quizás la cualidad escapista de las ratas que recorren su laberinto en obra negra. Porque algo tiene de verdad pensar en el escritor que empieza a formarse como un roedor con los ojos vendados al que le sangra el hocico de darse golpes en las paredes construidas por otros. Si logra escapar del cerco que le han tendido las influencias, puede darse el gusto de estar perdido en un laberinto propio; el hocico no dejará de sangrarle, pero el velo de los ojos, en ocasiones, se correrá para dejarle atisbar la salida, a lo lejos, al final de un pasadizo a través del cual se sentirá gozoso de romperse los dientes en el empeño de alcanzarla.

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Diego Agudelo Gómez
Pasajes

Periodista. Acumulador de libros. Yonki de películas y series. Buzo. Alguna vez fui capaz de contener la respiración debajo del agua dos minutos y medio.