Una colección de colas de alacrán

Diego Agudelo Gómez
Pasajes
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12 min readSep 7, 2023

La extensión parece ser uno de los primeros rasgos formales a tener en cuenta a la hora de hacer una separación entre los géneros narrativos. Se asume sin problemas que la novela es una obra de extensión considerable, mientras que el cuento encuentra su sustancia en la brevedad. A su vez, distintas poéticas que se han tejido alrededor de cada forma expresiva tienden a asignar mecanismos y atributos que los ubican, a veces de forma arbitraria, en polos opuestos. Así, la intensidad y la tensión se arremolinan con más soltura en el territorio del cuento mientras que a la novela le corresponden la atmósfera, la digresión y el desarrollo moral de los personajes. Cortázar esgrimió una presunta claridad cuando dijo que en un combate de boxeo el cuento debería ganar por Knock Out y la novela, por puntos. Efectos que se asocian, en la zona del ring que le corresponde al cuento, a procedimientos como la economía del lenguaje, la precisión expresiva, el dominio de la elipsis y la potencia de la síntesis; entre tanto, en el territorio de la novela, parecen tener lugar movimientos basados en estrategias acumulativas. En esta metáfora, el cuento es el pugilista que lanza golpes contundentes y certeros; y la novela es uno que prefiere danzar y esquivar para doblegar a su adversario. Pero dejemos que las cosas se tornen más divertidas dejando entrar a un tercer combatiente al cuadrilátero. Es Kafka, tan sereno como aparece en las fotos, pero con un hacha en la mano para despertarnos de un golpe en el cráneo y romper el mar de hielo que llevamos dentro, que era lo que el escritor le exigía a cualquier libro, sin preocuparse por establecer barricadas entre los géneros. Una obra como la de Kafka, conformada por novelas, cuentos y relatos brevísimos, sirve de ejemplo para ilustrar la mezcla de procedimientos que el escritor está en libertad de ejercer a la hora de componer una pieza escrita, la misma libertad que le permite, además, abandonarse a todas las corrientes que pueden entrecruzarse en el océano del lenguaje de modo que el texto bien puede tomar rutas que salten de lo narrativo a lo poético, de lo ensayístico a lo aforístico, de lo oral a lo libresco. Quizás, géneros que cargan con el peso de las convenciones, como la novela clásica del siglo XIX, o los cuentos que siguen la tradición de Poe y Maupassant, opacan el esplendor de otras formas de expresión que erróneamente llegan a ser consideradas subgéneros, como si fueran ramificaciones menores de un árbol que en todo caso tiene un problema de superpoblación en sus ramas principales. Por lo menos, es el caso de la microficción, un género que durante mucho tiempo creció a la sombra de los consentidos en las ventas, como es el caso de la novela o el cuento (aunque a este tampoco es que lo consientan tanto), y que hoy en día se sostiene en una tradición robustecida durante el siglo XX pero que hunde sus raíces en las escrituras insospechadas de la antigüedad.

Una obra como La vida imposible de Eduardo Berti sirve para reconocer algunos de los atributos genéricos de la microficción, entender los dispositivos que emplea para deslindar fronteras entre los géneros, disfrutar las hibridaciones que llegan a darse entre las formas discursivas y caer bajo el efecto de las paradojas que propone.

Empecemos por la paradoja. Es llamativo pensar que este libro de 92 microficciones y 200 Ramonerías (colección de aforismos inspirados en las Greguerías de Ramón Gómez de la Serna) sea el que más años de trabajo le ha tomado al autor, quien a lo largo de casi dos décadas ha reunido poco a poco cada una de las piezas. Mientras escribir una novela le lleva dos o tres años, hacer el compendio de sus microficciones le ha tomado media vida. Para escribir menos líneas ha invertido más tiempo, pero este hecho no es en sí mismo una contradicción sino que se corresponde con la complejidad de los procedimientos implícitos en la escritura de los relatos hiperbreves, pues en ellos sí es cierto que cada palabra debe estar ubicada en el justo lugar y todos los hechos surgen en la página cargados de una significación que ilumina. Otra paradoja está dada por el efecto que cada unidad del libro ejerce en el lector y un efecto remanente que permanece cuando se cierra el conjunto. En el primer caso, no cabe duda de que hemos recibido un golpe en el cráneo, de que un hecho insólito, un personaje de habilidades singulares o una realidad extraordinaria insinuada detrás del velo de todos los días nos llama a despertarnos a una vida que creíamos imposible pero que todo el tiempo conspira a favor nuestro en el reverso de las cosas. En este caso, no llamaría Knock Out al efecto paralizante de cada historia en en libro de Berti porque no hay lona que morder. Preferiría usar alguna de las imágenes que el colombiano Laurián Puerta utilizó en un manifiesto de microficción publicado en la revista Zona de Barranquilla, es como pisarle la cola a un alacrán: «la tensión, las pulsaciones internas, el ritmo y lo desconocido se albergan en su vientre para asaltar al lector y espolearle su imaginación. Narrado en un lenguaje coloquial o poético, siempre tiene un final de puñalada». Bajo estos efectos hay parálisis pero no hay desmayo, la imaginación galopa afanosa por remontar los hilos de la trama que quedaron sugeridos en el cuento y algo de nosotros se derrama a través del tajo que abre el roce con el filo del enigma. Cualquiera que reciba 92 pinchazos de este calibre, no dejará de sentir un efecto acumulativo a través del cual se despliega un universo de reglas coherentes al lado de cuyos habitantes somos nosotros quienes lucimos como criaturas descabelladas.

La anciana que cada día despierta con una voz distinta. El hombre que nació con dos pares de rodillas y le reza a cuatro dioses. Las aldeanas rusas que dejan de parir niños para dar a luz toda clase de animales. Los mellizos alemanes con el don de leer huellas de sangre para resolver crímenes. El hombre que reconoce en un perro vagabundo el rostro de su padre. Los personajes de estas ficciones súbitas de Eduardo Berti tienen habilidades singulares, sueñan con libros por venir, buscan a sus homónimos en las guías telefónicas de las ciudades que visitan, intercambian familias o llevan vidas duplicadas; se ven envueltos en situaciones fantásticas que invitan al lector a dudar de las certezas que pueda tener sobre el tiempo y el espacio, y a sentirse como quien se mira a un espejo sabiendo que no es el cuerpo sino el reflejo en el azogue. Las minificciones de Berti le deben esta cualidad a la exploración que el autor realiza de géneros, enfoques, voces y ritmos para narrar cada situación. Unas veces el tono es periodístico y convierte lo fantástico en hecho verídico, noticioso, cotidiano. En otros cuentos, recurre a la voz del ensayo o recorre los caminos que otros géneros han trazado. Hay novelas epistolares, dramas policiacos, historias de fantasmas, relatos góticos, fábulas, comedias negras, reseñas de obras apócrifas, ciencia ficción, fantasías oníricas… El escritor Andrés Neuman arroja luz sobre este procedimiento en el epílogo que traza como manifiesto de minificción en su libro El que espera. Anota: «Más que proponerse escribir un texto de una página, para a continuación buscar las herramientas técnicas precisas, lo que tienden a hacer los micronarradores es tantear cierto punto de vista, determinado ritmo y determinada sintaxis. Esta elección de lenguaje es la que atrae, de manera natural, la extrema brevedad».

Me atrevo a pensar que el goce de la microficción reside justamente en arrojarse en este tanteo voraz que lleva a los escritores a remover las raíces mismas del lenguaje. Porque el material nutritivo de estas ficciones no solo es la lengua escrita sino también aquella que se empleó para narrar alrededor de una hoguera las vicisitudes con las que cada día el mundo aún desconocido buscaba arrancarle la vida al hombre de las cavernas.

El resultado por obligación es un género híbrido que no termina de acomodarse a ninguna etiqueta. Por eso, es difícil elegir cómo llamarlo. Microficción, minificción, relato hiperbreve, cuento brevísimo, ficción súbita. Algún antologista anglosajón llamó a estas piezas short-shorts. Puede que estemos llamados a crearle al género un nombre nuevo que lo libere de sus padres adoptivos, la novela y el cuento, y revele la magnificencia de su verdadero linaje. (A modo de paréntesis propongo robarle a Kafka la palabra Odradek con la que nombra a esa criatura híbrida entre insecto y máquina en uno de sus cuentos breves, o jugar alrededor del nombre que recibe el aguijón venenoso de los alacranes, Telson, palabra que además parece muy adecuada para usar como unidad de medida. Así, podríamos servirnos de ella para calcular el grado de asombro, miedo, risa, inquietud o incertidumbre con el que nos deja una microficción. ‘Dios, va a explotar mi corazón. Ese cuento me provocó 150 Telson’).

Volviendo al magnífico linaje de la microficción, a estas alturas es ineludible recordar la antología que en 1953 Borges y Bioy Casares realizaron de cuentos breves y extraordinarios, no considerados propiamente como microficciones, según el canon que restringe al siglo XX el surgimiento y desarrollo de esta forma expresiva, pero sin duda valorados como la fuente de la que debería beberse para proporcionar verdadero goce estético desde la brevedad. Los escritores argentinos conocían muy bien el valor de lo mínimo y no se atrevieron a escribir un prólogo extenso para su antología. Una concisa y modesta nota preliminar fue suficiente para declarar el carácter híbrido de este tipo de ficciones. «Hemos interrogado, para ello, textos de diversas naciones y de diversas épocas, sin omitir las antiguas y generosas fuentes orientales. La anécdota, la parábola y el relato hallan aquí hospitalidad, a condición de ser breves”. Y como si fuera poco, concluyen su comentario con dos líneas que bien podrían ser tomadas como un manifiesto oficial que englobe a la microficción: «Lo esencial de lo narrativo está, nos atrevemos a pensar, en estas piezas; lo demás es episodio ilustrativo, análisis psicológico, feliz o inoportuno adorno verbal».

Parece un inoportuno adorno verbal seguir agregando algo más sobre la microficción. Pero la paradoja puede seguir siendo un escudo para mencionar el admirable atino que tuvieron Borges y Bioy Casares en una selección en la que abundan escenas macabras y humorísticas, relatos antiguos de profunda ironía, fábulas de bestias maravillosas que se burlan de lo humano, escenas de fulgor poético, crónicas de batallas, duelos gauchescos, pensamientos de corte aforístico y mitologías secretas en las que se definen algunos de los rasgos atribuidos a la microficción.

Estudiosos como Edmundo Valadés, Juan Fernando Epple o Lauro Zavala han abordado la microficción y elaborado reflexiones acerca de su origen histórico y sus características fundamentales. En primer lugar, parecen estar de acuerdo en el carácter proteico y transgenérico de la microficción. Es un género siempre en tránsito entre el poema y la prosa, entre lo oral y lo libresco, que solo se preocupa de mantener en su concisión discursiva una situación narrativa única, vertiginosa, significativa que en palabras de Valadés “desemboca en un golpe de ingenio”, lo que puede considerarse la revelación central, la epifanía, una vuelta de tuerca o para ser consecuente con la imagen del alacrán, el pinchazo que inocula el veneno.

Por ejemplo, el cuento al que se le asigna el privilegio de ser el primero publicado en Latinoamérica es uno de 1917 del mexicano Julio Torri.

A circe

Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.

¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.

Es inconfundible el tono lírico de esta pequeña narración, podría ser tomada como un poema pero contiene otros rasgos que la convierten en algo más, abriga en su interior una historia condensada, cierta tensión envolvente y un desenlace que ciertamente podría ser tomado como el canto de una sirena pues el lector puede quedarse en él atrapado elaborando la continuación de un destino. Además, recurre a la reinvención de una situación mitológica conocida, un recurso que es frecuente en los escritores de estas ficciones en miniatura, como el argentino Marco Denevi, quien en su libro Falsificaciones no pocas veces se encarga de reelaborar mitos, hechos históricos y semblanzas de personajes como esta del cíclope Polifemo:

“En todas las historias de amor que conocemos figura un personaje que, porque es feo, no es amado. Ignoramos una historia anterior en la que ese mismo personaje, porque no fue amado, se volvió feo”.

Entre las microficciones de Berti también pueden hallarse algunas emparentadas con estas dos historias anteriores. Personajes de la mitología a los que se le arroja una nueva luz con recursos narrativos llenos de ingenio, y más importante aún, demoledora ironía.

El Milagro

Según mi amigo L., Cristo vivió siete días antes de Cristo porque nació el 24 de diciembre y el primer año cristiano no comenzó hasta el 1 de enero siguiente a su nacimiento. Mi amigo, que es ateo, no cree en ningún milagro de Jesús, excepto este de haber vivido antes de sí mismo.

El chileno Juan Armando Epple, quien ha compilado varias antologías de microficción, señala que estos textos narrativos se “suele plasmar a la vez la frescura de lo coloquial del lenguaje de una comunidad y sus claves culturales (…) las fronteras entre lo real y lo imaginario son siempre ambiguas, pero lo que en estos casos valida literariamente los textos es la carga de experiencia significativa que condensan”. Esa carga significativa que se ubica en las fronteras sobre las que siempre hace equilibrio la microficción (fronteras entre géneros, voces, entre realidad y sueño, entre el mundo de lo humano y lo divino) es la fuerza catalizadora que, parafraseando a Epple, transgrede todo lindero para facilitar “la súbita irrupción de lo fantástico”.

Por cierto, lo fantástico suele estar adherido al universo de la microficción pero esto no quiere decir que su universo narrativo se circunscriba solamente a presentar hechos maravillosos donde los personajes están a merced de fuerzas paranormales. Lo fantástico no reside en la trama sino en el punto de vista. Porque lo que sí comparten la mayoría de las microficciones es la manera en la que pueden presentar cualquier hecho de la realidad, por anodino que parezca, bajo una nueva luz, lo que les da un aire emblemático. El estadounidense Irwing Howe, en el prólogo de la antología Short Shorts describe así este procedimiento: «en estas obras maestras de la miniatura, la circunstancia eclipsa al personaje, el destino se impone sobre la individualidad, y una situación extrema sirve como emblema de lo universal (…) produciendo una fuerte impresión de estar fuera del tiempo». Yo añadiría que la impresión a veces es también estar por fuera del espacio, porque el dominio de la elipsis y la síntesis, necesarios en la microficción, no solo tiene la capacidad de contener el transcurso de un milenio entre una línea y otra sino que tuerce a su antojo cualquier escenario, creando puentes para que los personajes transiten sin traba entre mundos de sueño y mundos de vigilia.

La condición híbrida que le permite adoptar todo tipo de géneros, la significación de los hechos narrados, la condensación e intensificación del tiempo, y el carácter lúdico que supone la adopción de los puntos de vista crean un marco muy amplio para que en la microficción pueda jugarse con todo tipo de normas y estrategias. Una de las más llamativas es la intertextualidad, esa capacidad de aludir a otros textos, de parodiar formas discursivas, de reciclar mitos, parábolas, proverbios, de valerse de las estructuras de textos antiguos como los evangelios o textos modernos como el manual de instrucciones de un electrodoméstico para presentar de manera siempre mutable las epifanías.

En este sentido, las piezas contenidas en La vida imposible revelan en cada página su condición intertextual, tanto en el estilo de la prosa, que como ya se señaló, puede referir desde tonos periodísticos hasta ensayísticos, como en las tramas que narra, las cuales sugieren un rico universo metaficcional donde alumbra la luz de otras artes como el cine, la pintura, la traducción y hasta la cerrajería, ámbitos de creación donde distintas realidades se traslapan.

Entre las 92 microficciones del libro de Berti (dejando a un lado las Ramonerías del final que merecen un comentario aparte) pueden encontrarse la historia de el artista que usurpa las obras de su falsario, el triste espectáculo del actor que habla por el recto en cualquiera de sus idiomas de cuna, la del pianista que toca con las manos invertidas, el director de cine que asesina a los actores de sus películas o la novela premonitoria del siglo XVIII cuyos personajes anticipan a los escritores más famosos del XIX. Artistas, creadores y obras imposibles que remiten al lector a otros textos y formas de expresión. Así, entre el despliegue de la intertextualidad y la conmoción de la epifanía, el lector de una microficción tiene un rol activo que probablemente sea una de las razones por las que este modo de narrar es tan atractivo. El teórico Lauro Zavala considera que esta escritura intertextual permite que sea “el lector quien tiene la opción de construir un sentido que luego es conferido al texto, gracias a la superposición de contextos”. Los finales enigmáticos y abruptos, la ambigüedad semántica, la extrema brevedad, hacen que los lectores estén obligados a completar la historia. ¿Cuántos de nosotros no hemos imaginado todas las posibles situaciones, previas o posteriores, ocurridas alrededor de El Dinosaurio de Monterroso? De esta manera, la microficción ayuda a investir al lector de características singulares que lo preparan para reaccionar ante situaciones insólitas. Como en la portada del libro de Berti, las narraciones de extrema brevedad son una invitación a leer peligrosamente y convertirse en un equilibrista en el empeño permanente de eludir el vacío sostenido en la vastedad de lo minúsculo.

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Diego Agudelo Gómez
Pasajes

Periodista. Acumulador de libros. Yonki de películas y series. Buzo. Alguna vez fui capaz de contener la respiración debajo del agua dos minutos y medio.