El legado que nos deja Fidel

Un análisis sobre las luces y las sombras del proceso político y social que el fallecido líder Fidel Castro implantó en Cuba, y de las reacciones que provocó la muerte del Comandante en Jefe.

Plan V
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16 min readDec 5, 2016

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Los retratos del líder son portados como íconos por colegiales en La Habana

Por Mateo Martínez Abarca

No recuerdo con certeza en qué momento de mi vida escuché por primera vez el nombre de Fidel Castro. Ahora que intento hacer memoria, tengo la impresión de que para todos aquellos quienes nacimos en las últimas décadas del siglo XX, Fidel fue una especie de conocimiento a priori, una de esas nociones innatas independientes de la experiencia de las cuales hablaba Kant. La sombra de Fidel estaba proyectada de maneras misteriosas en todo lo que nos rodeaba: el nombre del perro de algún vecino; el hijo de otro llamado “Fidel Ernesto” para completar por entero el homenaje; la careta con gorra verde y barba de fin de año que es, hasta el día hoy, entre las más populares sea por razones de afecto u odio.

Estaba presente en los almuerzos de domingo en el que contendían las facciones de familiares de izquierda o conservadoras, mientras engullían un plato de fritada o de fanesca y en la radio transmitían los partidos de fútbol del Aucas o la Liga. Estaba Fidel en el enfrentamiento entre viejos y jóvenes, en la nueva trova cubana que escuchaban unos y otros (y que a mí personalmente nunca me agradó), en la tensión cada vez que el FUT anunciaba una nueva huelga nacional y en el olor a gas lacrimógeno que conocí desde bien temprano, porque vivía en el centro de la ciudad de Quito.

Estaba Fidel con sus discursos de horas en las emisiones de onda corta de Radio Habana que mis padres escuchaban al ser militantes de izquierda, que eran en aquel tiempo casi la única forma de acceder a otro tipo de noticias y a un discurso distinto al de defensa del estatus quo, que sigue imperando “democráticamente” en los medios convencionales.

En Miami, los exiliados y sus familias celebraron la muerte del que consideraban un dictador.

Fidel tenía, pues, una especie de consistencia mítica. Esto lo han reconocido inclusive hasta sus mayores detractores, que hoy, en la hora de su muerte, apuran juicios en gran mayoría a partir de virulentas consideraciones más bien hepáticas o estomacales. De este tipo, sobran. Pero una vez que bajan las mareas y pasa el momento de tristeza de unos y de liberación del orgasmo fosilizado de otros, es necesario preguntarse ¿es posible glosar adecuadamente la vida y legado de una figura de indiscutible relevancia como la de Fidel? Sobre esto, habría que reconocer en primer lugar que, cuando se trata de una figura de tal complejidad como la del comandante, es virtualmente imposible afirmar que se habla desde una supuesta neutralidad, sea desde la izquierda o la derecha.

Y esto es recurrente desde hace más de cincuenta años: Fidel ha sido el santo o el demonio de generaciones. Se han escrito a su cuenta biografías empalagosamente apologéticas y líbelos calumniosos de la peor de las facturas. Hoy mismo, sobre sus cenizas, se libra una auténtica batalla internacional en la que se disputa el sentido histórico de alguien que, como cualquier mortal, estuvo lleno de virtudes, defectos, triunfos, fracasos y una buena cantidad de contradicciones. La diferencia particular en el caso del barbudo de marras, es su dimensión e influencia histórica. Porque guste o no y ahora que ha partido, podemos decir sin temor a exageraciones que fue el latinoamericano más importante de todo el largo siglo XX, como probablemente lo fue también Simón Bolívar en el XIX.

Fidel, también a guisa de cariño, nostalgia e inclusive agradecimiento, ahora que el ciclo de centralidad de utopías emancipadoras parece declinar tras el poniente y entramos, como sostiene Alain Badiou, en el “horror de una profunda noche.” Esto, porque como decía José Martí sobre Bolívar, San Martín o Hidalgo –de quienes en su tiempo se dijeron también pestes-, debemos perdonar los errores de quienes han hecho un bien mayor que sus faltas. “Los hombres no pueden ser más perfectos que el Sol. El Sol quema con la misma luz que calienta. El Sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz.” Y dado que sobran quienes solo hablan de manchas, aquí intentaré yo hablar de la luz.

Me gustaba mucho escuchar por las noches aquellos discursos de cuatro horas en la onda corta, mientras la abuela, católica ella y por tanto anti comunista, tejía bufandas o suéteres. Fue parte de mi iniciación temprana a la política y comparaba aquellos discursos con los del Congreso Nacional que también escuchaba, y me decía a mí mismo ¡esté tipo sí que sabe hablar! Y eso que el de aquel entonces podría dar buenas lecciones de oratoria a la Asamblea Nacional ecuatoriana actual. En cualquier caso, mi curiosidad y admiración por el proceso cubano comenzaba a incrementarse con los años, especialmente en la crisis que sobrevino tras la caída del socialismo real en el Bloque del Este y en la Unión Soviética a inicios de los noventa y, diferencia del mundo de certezas revolucionarias y anti imperialistas de mis padres, me fui haciendo adolescente en el tiempo de colapso de aquellos paradigmas de sentido.

Las conquistas sociales son la carta de presentación del castrismo.

En aquel vacío que sobrevino, tenía un sentimiento de atracción y repulsión simultánea por todas aquellas cosas. Al igual que para muchos en aquel tiempo, me era difícil seguir creyendo en algo que evidentemente se había derrumbado. El constante bombardeo de la sociedad del espectáculo me hacía percibir que estaba en el bando de las causas perdidas. Pero al mismo tiempo, había también una serie de ideas, valores e interpretaciones del mundo, a las cuales no podía renunciar. Muchos años después entendí que ese es justamente el significado de las utopías, sin las cuales no caminaría la historia y por las cuales, vale la pena luchar. Es así que, entre la seducción y la sospecha, me pareció que la única forma de entender sobre estas cosas, de contrastar las maravillas del discurso de Fidel con aquella reiteración martillante contra la revolución presente en los medios hasta el mismo día de hoy, era yendo a Cuba para comprobarlo por mí mismo. Era el año de 1996 y tenía aquel entonces unos 17 años.

Era mi primer viaje fuera del país. Los relatos de mis compañeros del colegio acerca del extranjero, eran mayoritariamente sobre Disneylandia y Epcot Center. A pesar de mi consistencia clasemediera similar a la de ellos, ni bien puse pie en La Habana entendí que me enfrentaba no a un parque de diversiones (aunque mucha izquierda todavía piensa ingenuamente a Cuba así), sino a un país sumergido en pleno periodo especial, eufemismo utilizado por el gobierno cubano para denominar la crisis económica ocasionada en primer lugar por el bloqueo económico de los Estados Unidos, pero acentuada por el fin de las relaciones de dependencia económica que mantenía la isla con la URSS. Aunque Ecuador no era la gran maravilla, se percibían las diferencias. Como si el corto vuelo de cuatro horas desde Quito, fuese un viaje en el tiempo a los años sesenta o setenta.

Compartíamos el viaje con un grupo de sindicalistas manabitas -si no me falla la memoria, pertenecientes a la empresa eléctrica-; e íbamos a participar por tres semanas como brigadistas de trabajo voluntario en el Campamento Internacional Julio Antonio Mella, del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos. La luz de la tarde caribeña -que por cierto he visto también en Miami, pero no sé por qué razón no es igual-, resplandecía leve tras los árboles junto al aeropuerto. Cientos de pájaros oscuros revoloteaban por entre sus copas y estaba tan ansioso que sentí la necesidad de fumar. Me acerqué a alguien para pedirle un cigarrillo y me ofreció un Popular. Me atraganté con el fuerte sabor del tabaco negro. “Este tabaco é para hombres y no para maricas, chico” — me dijo el habanero. Fue el primer contacto con el machismo arraigado en la sociedad cubana que sentiría durante todo el viaje.

A mi pesar, en ese tiempo tenía el pelo larguísimo como buen metalero y eso ocasionó que me silbaran incesantemente en la calle. Sentí aprehensión, porque en aquel entonces los intendentes de policía del gobierno de Bucaram rapaban a mate el cabello de cualquier roquero que se cruzara en su camino.

El prejuicio machista y la homofobia no son taras exclusivas del proceso revolucionario en Cuba, como ha querido reducirse en estos días por gente que no alcanza a mirar más allá de su propia nariz. Es un problema histórico presente a escala mundial. Sin ir demasiado lejos, hasta 1997 la homosexualidad seguía tipificada en el código penal ecuatoriano con penas de entre cuatro a ocho años. Hasta el día de hoy, el conservadurismo político que une a figuras tan disímiles como Rafael Correa y Guillermo Lasso, sigue negando el derecho al matrimonio igualitario para personas del mismo sexo.

Pero esta historia se ha ido transformando y hoy en Cuba la propia hija de Raúl Castro, Mariela, lidera el movimiento en pro de los derechos GLBT en la isla.

Recuerdo que al llegar al campamento nos alojaron en una barraca que más bien parecía un gallinero, junto a varios brigadistas que habían llegado de Grecia y que pertenecían al KKE. ¿Qué significan las siglas KKE? –les pregunté. “Komunistikó Kómma Elládas” (Partido Comunista de Grecia). ¡Ah! ¡Los comunistas griegos comen helados! Nos reímos y fuimos a jugar un partido de fútbol porque béisbol ni idea, que por cierto ganamos los ecuatorianos. Ese tipo de experiencias humanas, aparentemente minúsculas, componen también aquella vocación tan importante en la izquierda que se conoce como “internacionalismo”. Hacía un calor que no había sentido antes en la vida. Era verano y sudaban “hasta los dientes”, como decían los propios cubanos. La lluvia era un evento que se agradecía y pocas veces he visto a la gente bailar tan alegremente bajo ella, tal como en la película de Gene Kelly. No quedaba otra opción que hidratarse incesantemente mientras se discutía hasta altas horas de la noche con cerveza Hatuey, producida por una fábrica que había sido expropiada por la revolución a la poderosa familia Bacardí.

La barraca tenía un cierto aire militar y, en mi perspectiva de niño de clase media urbana que nunca había estado en tan malas condiciones de hospedaje (bueno, excepto tal vez en algún campamento de Fabián Zurita), me pregunté dónde había venido a parar. Muchos años más tarde entendí la importancia de la perspectiva y el lugar de enunciación desde el cual se habla, una vez que empecé a trabajar en cercanía con el mundo indígena. A la mirada de cualquiera que esté acostumbrado a las comodidades de la ciudad, todo eso parecería pobre. Pero resulta que pobre es la inmensa mayoría de la población de este planeta lleno de tantos logros capitalistas y democráticos; y la perspectiva cambia dependiendo del lugar dónde se esté. La Habana, por ejemplo, aparece ante este tipo de mirada como una ciudad desvencijada, arruinada. Pero lo serían también ciudades como Lisboa, Nápoles o Buenos Aires, cuyo encanto mismo es ese aire de decadencia y son –como lo es la capital cubana-, increíblemente bellas.

Sobre esto último, se vuelve necesario decir que es tan fácil como hipócrita mostrar las chabolas cubanas para criticar a la revolución, mientras al mismo tiempo se olvidan bajo la cama aquellas otras en Guayaquil, las favelas cariocas, las villas miseria bonaerenses, los suburbios negros de Filadelfia, los campos de refugiados en Calais o Tesalónica.

En torno a esto, circulan también (y como pan caliente) las clásicas fotos de los balseritos en el estrecho de Florida. Pero cuando aparecen las de los migrantes que se ahogan todos los días en el mediterráneo o los muertos en la frontera mexicana, miramos para otro lado o no nos producen absolutamente nada. Porque los efectos de las asimetrías del capitalismo global han llegado a normalizarse a tal grado, que todo eso parece muy natural como si no hubiese una historia del capitalismo colonial entre el norte y el sur que lo explique.

Por supuesto, en Cuba hay pobreza. Pero la hay también en Estado Unidos, donde asciende a cuarenta y siete millones según la conferencia estadounidense de obispos católicos. Seguramente esa ha sido causada también por el “castro-comunismo” y no por el capitalismo liberal que se presenta como la panacea a todos los males. A tal grado ha llegado la virulencia en estos días, que un asesor del candidato Guillermo Lasso llegó a mencionar textualmente en Twitter que, con Batista, Cuba era el cabaret de Frank Sinatra; y que con Castro se convirtió en “chongo” de taxistas madrileños y milaneses. Así es como piensa la gente que busca gobernar ahora y así se tejen narrativas que, tras largos años de martilleo, terminan por dirigir la opinión colectiva hacia donde le gusta que esté al pensamiento hegemónico.

Volviendo a la historia, nos despertábamos cada mañana para ir a limpiar maleza de un campo árboles de cítricos. Nos dieron un sombrero, un machete o una hoz. Nunca antes había hecho un trabajo manual mayor al de ayudar a podar el jardín de la casa y para mí, montañés serrano, los cuarenta grados de calor fueron insoportables. En mi mente prefería estar hablando de política mientras bebía cervezas Hatuey a la sombra del bar, pero no hubo modo de escaparse. En cualquier caso, esa experiencia fue muy importante: entendí que no debería haber separación entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, y la dignidad de los campesinos y trabajadores, hombres y mujeres de todo el mundo, que diariamente trabajan en condiciones complicadas. Sobre todo, pude asomarme por un momento su perspectiva, que cabe insistir es muy diferente a la de, pongamos un ejemplo, un banquero que gana millones por estar sentado en su oficina y considera que eso es “trabajo duro”.

Pero lo que yo quería era desentrañar aquella sospecha que tenía de que las cosas no eran como las pintaban en el discurso revolucionario. Quería escuchar directamente a los cubanos y cubanas. Aproveché un día libre que tuvimos en el centro de La Habana y me dispuse a hablar con la gente. Sobre el malecón, no fue difícil encontrar con quien entablar una conversación. Lo primero que descubrí es que, sin mediar distinciones y opiniones, la mayoría de cubanos son relativamente cultos. Inclusive aquellos quienes fueron abiertamente críticos con el gobierno tenían un conocimiento elevado de política y fundamentaban bien sus opiniones. Sabían hablar otros idiomas y aunque la situación era apremiante e incómoda por la escasez de no pocas cosas, los racionamientos y las largas filas; todos reconocieron que tenían excelentes sistemas de salud y educativo y que a pesar de no tener los lujos del “mundo libre” -como veinte marcas de papel higiénico en el mercado y televisiones de 42 pulgadas-, se sobrevivía sin lujos bajo el sol canicular del caribe.

No obstante, recuerdo que muchos, tanto los críticos como quienes estaban a favor del proceso, sentían que querían “algo más”. Recuerdo a un taxista que manejaba un vetusto Mercedes Benz. Tenía un doctorado en historia, había estudiado en Moscú y hablaba cuatro idiomas. Pero como no tenía un mejor trabajo, lo hacía de conductor.

Por supuesto, él pensaba que merecía algo mejor dados sus conocimientos y concedo que tenía razón, entendiendo que tanto el trabajo manual como el intelectual deben ser remunerados de la misma manera. Pero cuando se considera por contraste la precariedad de los académicos en Estados Unidos o Europa, muchos de los cuales tienen dos o tres trabajos, viven de la asistencia social y los cupones, se vuelve patente que esto de nuevo ni de lejos se reduce a Cuba.

Me imagino que seguramente habrá gente que cambiaría los derechos a la salud o educación, por la posibilidad de comprar Coca Cola o Pepsi. A eso se le denomina como “libertad” en las sociedades capitalistas, donde es equiparada con “propiedad privada”, o “capacidad de consumo”. Ya decía Étienne de la Boétie en el siglo XVI que la servidumbre tiene cierta connotación voluntaria. En el mundo de la economía libidinal del capitalismo donde todo es mercantificado, entronizamos una idea de bienestar superficial en donde de lo que se trata es de satisfacer pulsiones y no necesidades. Y quizá es por el hecho de que las prioridades en Cuba sean otras, que de acuerdo al PNUD tenga un alto índice de desarrollo humano, situándose al 2014 en el pues 44 a nivel mundial. El Ecuador para ese año y sin bloqueo económico de más de 50 años, se encontraba en el puesto 98. Los verdaderos logros sociales y económicos de una Cuba sin bloqueo, probablemente serían mucho mayores.

El resto de mis días en tierras cubanas discurrió más o menos de la misma forma: trabajo, conferencias políticas con delegados de distintos países, conversaciones larguísimas con la gente, visitas a Comités de Defensa de la Revolución y también fiesta. Recuerdo una buenísima en Cienfuegos organizada por uno de los comités, en la que en medio de la profusa circulación de ron pude conocer uno de los consultorios de los Médicos de la Familia, que son la piedra angular del sistema de atención primaria de salud en Cuba. Y podrá ser que los CDR sean también un instrumento de vigilancia interna y promuevan la delación entre vecinos, lo cual es sin lugar a dudas injustificable. Pero la historia no estaría completa sin añadir que llegan a ser tan malvados estos comités, que constituyen también un instrumento de organización imprescindible en campañas de alfabetización, vacunación y atención de salud, de movilización en desastres naturales y hasta de mantenimiento de la limpieza y ornato en las calles. En definitiva, son un elemento que construye tejido social y ello quizá permite explicar por qué Cuba casi no tiene problemas de inseguridad.

No se trata de relativizar, sino de comprender que el mundo tiene matices, aunque ello sea difícil de entender en la estrecha visión de los idiotas que escribieron el “Manual del perfecto idiota latinoamericano.” Otro de esos matices que suelen olvidar porque no lo consideran importante, es que en Cuba se percibe menos racismo. Durante todos los días que estuve de visita, no dejé de estar profundamente sorprendido aunque seguramente queda aún mucho camino por recorrer. Habiendo llegado yo de un país “libre y democrático” como el Ecuador, donde el racismo estaba y sigue estando normalizado, esta diferencia me impactó por dentro. Solamente las transformaciones cualitativas generadas por el movimiento indígena en la sociedad ecuatoriana desde los noventa, han logrado transformar de alguna manera esta realidad. Más incomprensible si se mira desde el tiempo presente y se considera que en aquel faro de luz, democracia e igualdad racial que son los Estados Unidos, entre el 2015 y 2016 la brutalidad policial ha asesinado a más de 400 afroamericanos, teniendo además la mayor población carcelaria del mundo con 2.2 millones de personas, de los cuales el 40% está compuesta por afroamericanos.

Años más tarde, luego de visitar Sudáfrica en el 2015 y tras compartir espacios con investigadores provenientes de varios países africanos, pude comprender la verdadera dimensión del papel crucial que jugaron Cuba y Fidel en el fin del régimen del Apartheid y en la lucha por la liberación del dominio colonial en el continente. Por esta razón, Fidel es considerado casi un héroe nacional en África y no el Anticristo, tal como ha sido pintado durante décadas por las élites conservadoras en América Latina, que siguen teniendo como base discursiva aquel viejo cuento de terror en que judíos, masones o bolcheviques hacen misas negras y sacrifican niños. Porque la genealogía del discurso virulento contra Fidel, el proceso cubano o cualquier cosa que se atreva a poner en cuestión la hegemonía de esas élites en el continente, viene en gran parte de ahí. Un ejemplo reciente de esto fue la campaña por el NO en el plebiscito sobre el acuerdo de paz en Colombia. La derecha encabezada por el paramilitar Álvaro Uribe, en un ejercicio de irresponsabilidad histórica criticado hasta por ese periodo comunista llamado New York Times, se valió de este tipo de discurso infundado para atemorizar a la población y sabotear el proceso, llegando a decir que el SI a la paz pondría a Colombia en manos del “castro-comunismo.”

Tras tres semanas intensas, me marché de Cuba llevándome nuevas preguntas que se sumaron a aquellas con las cuales había llegado. Veinte años más tarde, aún tengo un debate en mi interior sobre lo que aprendí durante esos días. Recuerdo finalmente que Fidel pasó por Quito en el 2002 y dio un discurso en el Teatro Nacional de la Casa de la Cultura. En aquel entonces ya era estudiante de filosofía y fuimos con un compañero que, al igual que yo, se definía como anarquista. La intención era mantener una postura escéptica y crítica. Fue sin lugar a dudas todo un privilegio. Aquellas fueron cuatro horas extraordinarias escuchando a un orador de una inteligencia, habilidad y humor, de esos que ya no quedan hoy en día. La política actual tiene que ver más con el espectáculo que con las ideas y de ahí que el destino de este planeta esté actualmente en manos de bufones como Donald Trump. Con Fidel, fue imposible no aplaudir de pie cada cinco minutos mientras relataba ante nosotros medio siglo XX, del cual fue uno de sus grandes protagonistas. Recuerdo esto con mucha gracia, porque el compañero anarquista (que luego se radicalizaría como nihilista) aplaudía eufórico, a rabiar. Solo consiguieron interrumpir a Fidel cuando le notificaron que necesitaban el Teatro Nacional para un concurso de belleza que venía después. Nos quedamos con las ganas: habríamos podido escucharle sin cansarnos algunas horas más.

Me entero que, de acuerdo a su voluntad, Fidel quiso ser cremado y prohibió que se nombren calles, se levanten bustos o monumentos en su memoria. El legislativo cubano planea convertir esto ley en las próximas semanas. Se trata de una despedida lacónica que revela cierto estoicismo. Quizá estaba de acuerdo con Marco Aurelio, el emperador filósofo, quien en sus meditaciones señala la brevedad de la vida y la fama póstuma, como olvido. A lo mejor le repugnaba la extraña práctica de momificar líderes, arraigada en otros países socialistas. O quizá fue un acto de arrogancia extrema, porque sabía que su huella era tan imborrable, que nada de eso hacía falta. Sobre el monolito de piedra que guarda ahora sus cenizas en el cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba, nombrado en honor de una santa etíope de piel negra, se lee una lápida que apenas dice “Fidel”.

Las derechas piensan que todos debemos estar de acuerdo unánimemente con los juicios y balances históricos que realiza. Este texto pretende ser una provocación ante tal ingenuidad, reconociendo a la vez que en la izquierda hace falta un mayor debate crítico.

Las derechas piensan que todos debemos estar de acuerdo unánimemente con los juicios y balances históricos que realiza. Este texto pretende ser una provocación ante tal ingenuidad, reconociendo a la vez que en la izquierda hace falta un mayor debate crítico. Sobre el proceso cubano, quedan miles de cosas por abordar. Todas las revoluciones modernas han sido momentos complejos en los cuales se producen grandes avances sociales y políticos, pero donde también se cometen graves errores y excesos. Nos corresponde a nosotros, el bando de los agradecidos a quienes se refería José Martí, evitar el desperdicio de la experiencia y extraer aprendizajes tanto de los momentos luminosos como de los sombríos. Para que estos últimos no se repitan de nuevo hacia delante, pero también para que los sueños de un mundo mejor cobren más fuerza. Esta posibilidad que se abre es, me parece, uno de los mayores legados de Fidel. Hasta siempre, comandante. Le echaremos de menos, pero nos queda la luz, ahora que nos sumergimos cada vez más en el horror de esta noche. Noche cerrada de la época de barbarie neo fascista en la estamos descendiendo, al compás de esa danza macabra cuyo otro nombre es capitalismo.

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