Silvia y el gato

Kadete Rockdríguez
Poesía, Cuentos y Relatos…
5 min readMay 1, 2014

Silvia aún no tenía plena conciencia de estar despierta, pero ya había anticipado el movimiento del gato. No del todo consciente, se había arqueado para acomodarlo en su cama, en el preciso lugar que a él le gustaba estar, tal era la fuerza del hábito que el mismo animal le había impuesto. Una vez despabilada, con la disposición reflexiva que le era habitual, Silvia reconoció el estado avanzado de su relación con el felino. Se dio cuenta que había llegado a esperar que éste le anunciara el comienzo del día metiéndose en su cama, de tal manera que si no lo hiciera probablemente despertaría sobresaltada. No pudo evitar sonreírse con la imagen mental de ese desencanto. De inmediato, comenzó a experimentar esa sensación agradable, que siempre sentía cuando reflexionaba de esta manera, y que siempre venía acompañada de la extraña idea de “sentirse muy humana”.

“Boba” pensó “¿de qué modo podrías sentirte si no es humana?”

Recapacitó que se había referido a sí misma en segunda persona, y una vez más tuvo esa sensación agradable, que la hizo reír de buena gana.

“Pero que afán el de la evolución de volvernos simios parlantes. Necesitamos tanto conversar, que nuestra propia mente resulta buena compañera.”

- Y tú también — dijo en voz alta, volviéndose hacia el gato, que se había apoyado en sus cuatro patas sobre la cama, como respondiendo a la alusión -mi mudo amiguito.

Retiró las sábanas que la cubrían y se levantó de la cama, dispuesta a prepararse una taza de café. El gato también bajó de la cama y caminó tras de ella. Silvia sabía que la seguiría en su rutina diaria hasta que le diera de comer, pero también sabía que no daría muestras de impaciencia, y a Silvia le gustaba hacerlo esperar con tal de traerlo tras de sí.

La disposición reflexiva de Silvia no cambiaba durante su ritual diario. Le tomaba más tiempo completar cada actividad, pero no era algo que pudiera o deseara simplemente apagar. Había llamado “mudo” al gato antes, pero esta no había sido una descripción honesta. Silvia había empezado a escribir poesía y poco a poco el mundo había ido cambiando para ella. “De cada faceta de la realidad surge una voz” había leído una vez, no recordaba dónde, “una voz con la que el universo canta, a aquéllos con la adecuada sensibilidad.” Silvia no estaba del todo de acuerdo.

“Si los seres humanos oímos voces, es necesariamente nuestra propia voz, que el universo toma prestada.” pensó, y se echó a reír de nuevo, dándose cuenta de la incongruencia entre sus ideas y su experiencia. Puesto que ella no podía negar que, prestada o no, cada vez que había oído la voz del universo la había experimentado como proveniente de las cosas, y no de ella. De modo tal que si Silvia descuidaba sus ideas, se sorprendía a ella misma pensando en la voz de las flores, la voz de la luna, la voz de su puerta, la voz de los vellitos de las piernas… la tarde pasada había intentado, sin éxito, escuchar la voz de las cucharas. Había empezado a ensayar una disculpa en su mente, por su insensibilidad para con los cubiertos, pero se detuvo a sí misma en el acto.

“Hay cosas absurdas hasta para mí.” había pensado.

Llenó el tazón del gato, y la atención de éste abandonó a Silvia, quien tomó la oportunidad para ir al cuarto de baño y tomar una larga ducha. Se tomó más tiempo del necesario, mientras su mente se entretenía en escenarios imaginarios de romances imposibles. La voz del agua que caía de la regadera quería hacerse oír en su mente, pero Silvia no se permitió a sí misma escucharla. “No puedo componer un poema de todo lo que experimento” había decidido, y en el momento le parecía esta una buena decisión. El agua de la regadera tendría que esperar.

El sol del mediodía encontró a Silvia aún en su apartamento. El paso de la mañana apenas había sido registrado por su mente. Fue el gato quien le llamó la atención sobre esto, exigiendo atención para sí. Cuando el gato se le acercaba, así sabía Silvia que la mañana había terminado.

Para Silvia era “el gato”. No era “su” gato. Silvia no lo llamaba así objetando que no era de “su” propiedad. Cuando le hicieron notar que de todos modos utilizaba las expresiones “mi hermano” y “mi padre”, etcétera, Silvia sólo respondió que cuando oía a la gente usar la expresión “mi gato”, ella lo percibía con una connotación diferente, más parecida a cuando hablaban de “sus autos” o “sus zapatos”. Alguien le objetó que eso no era así, que de hecho la gente hablaba de “sus gatos” como de “sus familiares”. Silvia reflexionó un poco y sólo contestó:

-Yo lo siento de esta manera y por eso decido no llamarlo de ese modo. Quizá alguna vez me sienta cómoda llamándolo mi gato, y entonces quizá decida otra cosa.

Muchas personas utilizaban la palabra “exasperante”, cuando hablaban de Silvia.

El gato tampoco tenía un nombre. Silvia no lo consideraba necesario. Lo aludía como “amiguito”, “gatito”, “oye tú”, y otros. “Ser aludido por un nombre que puede ser hablado es una experiencia que los humanos pueden tener, por el tipo de ser que son. Yo no puedo saber qué tipo de nombre puedan experimentar los gatos, pero sospecho que uno hablado quizá no haga mucha diferencia para ellos”.

-Entonces, ¿no le hablas a tu gato?- le habían preguntado.

-No es “mi” gato. Y por supuesto que le hablo. Soy humana, después de todo. — respondió Silvia.

Había tomado el hábito de leer en voz alta filosofía para el gato. Era su modo de practicar el absurdo. Esa semana habían estado estudiando a Nietzsche.

-En cuanto nos imaginamos a alguien que es responsable por ser nosotros de tal o cual manera , y por tanto le atribuimos la intención de que debemos existir y ser felices o desgarrados, lo que hacemos es corromper para nosotros la inocencia del devenir.

Silvia sonrió y volteó a ver al gato. La inocencia se encontraba justo ahí, en su regazo, lamiéndose el devenir.

- El lenguaje entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un ‘sujeto’. Del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como una acción de un sujeto que se llama rayo. Pero tal sustrato no existe; no hay ningún ‘ser’ detrás del hacer, del actuar, del devenir; el agente ha sido ‘ficticiamente’ añadido al hacer. El hacer lo es todo.

Hizo el libro a un lado y riendo levantó a su gato

-¡Oh, dichoso tú, amiguito! Bella más bella de las criaturas, inocente, sin palabras, sin nombres y sin sentido, que puedes reconocer al rayo por su resplandor, al río por su torrente, y a mí por el amor que te doy.

Silvia estaba experimentando de nuevo esa sensación de ‘humanidad’, que se veía acentuada por aparecer en contraste con la ‘gatidad’ del gato. En ese momento, el universo tomó prestada su voz, y Silvia pudo escuchar claramente la voz del gato. Una voz que le hablaba de un mundo inaccesible, del que Silvia sólo alcanzaba a formar intuiciones, y que quizás sólo estaba formado por éstas. La realidad de Silvia se había hecho más grande al volverse más chica, y este nuevo mundo, pleno en su incompletud, le enseñaba a Silvia sobre su propio mundo.

Esa noche Silvia tuvo un sueño. Veía con los ojos del gato, pero podía ver al gato mismo, bebiendo leche de su tazón.

-¿Te gusta la leche, amiguito?- preguntó Silvia, sin estar segura desde dónde preguntaba.

-Sí, gracias.- respondió el gato.

El gato no la nombró.

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