V

Santiago Sotoca
Popstumbrismo
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4 min readOct 27, 2018

Paseo por el barrio Meiji, el rincón japonés de mi mente, y elijo la bicicleta como el medio de transporte ideal para mi recorrido. Estoy casi seguro de que fui japonés — o viví en el país — en una vida anterior.

Querría recapitular las decisiones que, hasta hoy, apuntalan la historia de este universo ficticio:

Primero, la acción transcurre en un entorno urbano, una metrópoli. A partir de cierta edad, me empecé a preguntar qué hacía la gente mientras yo estaba en el colegio. Recuerdo con cariño que, cuando había una salida escolar, a cada rato oteaba por la ventana del autobús y tenía oportunidad de responder mi inquietud: quioscos vendiendo periódicos y exhibiendo un paraíso de revistas de toda clase; panaderías y demás comercios despachando sin descanso; abuelos eligiendo un buen banco en el que sentarse; carteros entrando y saliendo de los portales; parques rezumando vapores y ladridos matutinos, etc. En definitiva, la ciudad latía gracias a un trasiego de escenas cotidianas que, por alguna razón, mi memoria retuvo casi siempre bajo el sol de invierno. Debe de ser porque esta luz en particular tiene «grano», textura. De ahí viene mi inclinación hacia el género narrativo que podría llamarse — si no ha sido llamado todavía — «ficción costumbrista».

Segundo, seis gremios pueblan el territorio recién edificado: comerciantes, artesanos, coleccionistas, cronistas, relojeros y aerógrafos. Cada uno es una arista del poliedro de mi personalidad, pero sería demasiado simple si fuese así. En realidad, estas profesiones fantásticas se enredan en la madeja de atributos de mi yo pasado y presente. No obstante, cada rol hace gala de una cualidad más acentuada que otra: defensa de lo popular [comerciantes y artesanos]; comportamiento obsesivo oleccionistas]; apetito expresivo [cronistas]; entendimiento [relojeros] e imaginación [aerógrafos]. Mi deseo es ver cómo estos personajes dan pie a relatos llenos de detalle, bien escritos o, cuanto menos, curiosos.

Tercero, las creencias de esta sociedad se basan en la experiencia. Hace años aprendí — por las malas — varios axiomas que, por más que lo intento, no he conseguido rebatir. En primer lugar, «todo pasa por alguna razón», y la mayoría de las veces es sacar un aprendizaje. Así las cosas, en ocasiones se torna harto difícil ver el plan ulterior, a lo que uno solo puede acostumbrarse. Eso entronca con la máxima que más cuesta admitir, «es inútil mirar más allá de los próximos tres meses». Entonces el carácter ansioso de los coleccionistas se suaviza poco a poco. Digo que cuesta aceptarlo porque de verdad hay factores que no se pueden controlar, lo sé de buena tinta. En consecuencia, el tercer principio «teniendo salud, se puede conseguir todo lo demás» imprime un tono esperanzador. Dicho esto, lejos de conformarse, los habitantes han optado por plantarle cara al destino al grito de «¡elige tu propia aventura!».

Cuarto, el mapa de este mundo es aún un misterio. Es más, los puntos cardinales han dejado de ser una referencia fiable. Me gusta esa idea de ir desbloqueando sectores a medida que esta serie se va construyendo. De ese modo no me preocupo demasiado por la coherencia, pues cada episodio arroja pistas sobre un barrio nuevo de esta gran capital de ensueño. Afortunadamente no tengo prisa. Lo que sí quedó claro es que en mi país no hay fronteras políticas visibles, sino distritos inexplorados o arquitecturas imposibles.

Quinto, para que mi imaginario sea llamativo, necesito una metáfora propia. De mi madre he heredado — entre otros — ese odioso hábito de enlazar temas como si fuesen boyas en la costa de mi pensamiento: es igualmente trabajoso nadar mar adentro que retroceder a la orilla. He llegado a un punto en el que no sé expresarme si no es mediante imágenes, lo hago con cierta maestría. Si una de mis reencarnaciones fue japonesa, sin duda otra fue decimonónica. Por eso, el barrio Meiji acoge visiones románticas, victorianas y modernistas; viste con yukatas y trajes de tres piezas; se cubre con carteles y volantes; se embriaga con el perfume del incienso y el opio. El Japón del siglo XIX ocupa una parte significativa de mi collage estético, a la par que la cultura popular del siglo XX que, además, irriga mi sentido del humor a diario. Un buen amigo mantiene que «el mundo se acabó en el 2000» y que, para él, «los años ochenta siguen siendo hace veinte años». Desde entonces la población vive de reminiscencias de pasados invencibles por futuros aguerridos. Confieso que todavía no he encontrado argumentos para demostrarle lo contrario.

Reduzco la marcha hasta detener mi bicicleta holandesa, la dejo apoyada al costado de un viejo quiosco. El quiosquero es un antiguo cronista, conocido por los vecinos como «el Manco». No veo el nuevo ejemplar de mi revista favorita de divulgación, pero sí el último número de la revista de videojuegos de siempre. Sólo queda uno. Cuando tiendo la mano para agarrar la copia, mis dedos se cruzan con los de una mujer. Por su aspecto parece ser una aerógrafa, aunque no lo sabría con exactitud.

— Para preguntarle al quiosquero por la revista, pasa al capítulo VI.
— Para averiguar más acerca de la posible aerógrafa, pasa al capítulo VI.

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Santiago Sotoca
Popstumbrismo

Ilustrador de vocación, amante de Japón, los cómics, los videojuegos y la cultura pop.