VI

Santiago Sotoca
Popstumbrismo
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3 min readOct 27, 2018

Cuando era niño quería ser quiosquero. Había — y aún hay — algo mágico en aquella garita forrada de papel, cartón y grapas. Supongo que lo que quería era estar en contacto con la palabra escrita mientras me ganaba la vida, aunque en ese momento no pensara mucho en ello. Además, esa pequeña caseta fue la forja de mi pasión por el cómic y mi avidez de coleccionismo. Podría señalar sin esfuerzo qué títulos compré en qué quioscos: en «el Manco» mi hermano y yo empezamos nuestras primeras series; años más tarde, en el que quedaba junto al colegio, acabé alguna de ellas; para las revistas, los sobres de cromos y los periódicos dominicales servía casi cualquiera; frente al negocio de mi padre, en la plaza, él me compró un número Uno con la cubierta impresa en tinta azul metalizada, que todavía recuerdo que hojeé camino de casa. Tenía entonces ocho o nueve años.

Mi revista preferida sigue en las manos de esta presunta aerógrafa. Los aerógrafos visten prendas sueltas, así pueden ver fácilmente si sus encantamientos tienen efecto. Sin embargo, no son muy vaporosas, para no entorpecer sus movimientos. Ella lleva una levita de cuero algo gastada, rematada por una capucha y aberturas en los puños por las que asoman sus pulgares. Antes de que pueda reaccionar, le pregunto risueño si también lee esa misma cabecera, la mejor de videojuegos del país. «Ya apenas se venden», replica, «y este es un número conmemorativo». Su acento es enormemente seductor. Intento que me lo preste para echarle un vistazo, pero adivina mis intenciones y se dispone a pagar. Al tiempo que busca su cartera en el interior de la chaqueta, reparo en un broche de plata con forma de una «Y» retorcida, prendido en la solapa. Se despide con un tímido «hasta luego», si bien la capucha deja entrever una sonrisa pícara: sabe que me ha obnubilado. Avanza unos pasos y sacude su brazo izquierdo como quien espanta una mosca. Percibo un chasquido sordo. De inmediato, se eleva varios metros y en unos segundos sólo es una manchita en un cristal recién pulido. Nos encontraremos en el futuro.

Pregunto al Manco cuándo llegará el ejemplar que busco, pues, como se trata de un regalo, quisiera sorprender a cierta persona. «No sé», refunfuña. Desde que tengo uso de razón, en mi casa nunca faltó una revista o un periódico. La mesa de centro del salón sufría sepultada bajo pilas de papel de géneros muy variados: actualidad, videojuegos, corazón, suplementos dominicales, pasatiempos, tebeos… Las de cultura general y divulgación eran las favoritas de mi padre, un artesano con vocación de relojero y alma de coleccionista. Hoy, aquellas torres de publicaciones se destiñen por rayos del sol que penetran la claraboya de nuestro desván. Sus ancianos artículos — que rara vez serán leídos de nuevo — aguardan el Día del Juicio escondidos en asilos de cartón y cinta adhesiva. Creo que por eso el quiosquero gruñe, preocupado por su oficio. Él es un superviviente de la anunciada «muerte de la imprenta» — que todavía espera — , pero tiene presente que su negocio, tal y como está concebido, no durará demasiado. Tengo un amigo, buen relojero, al que se me ocurre escribir una carta para reinventar el quiosco de prensa. No me refiero sólo al exterior, a cambiar metal por madera, sino a una metamorfosis editorial desde las raíces. Así, el Manco u otros colegas de profesión disfrutarán al ver cómo permanece tan digna empresa.

«Por cierto, la avecilla vino ayer más o menos a esta hora, y seguro que vuelve también mañana, si quieres tener otra posibilidad», se burla mientras me guiña el ojo. «Aquí estaré», contesto devolviéndole el guiño. Me es imposible disimular, soy una persona enamoradiza. Más aún si cabe la ocasión de tropezarme con esa mujer, cosa sencilla si los dos frecuentamos los mismos lugares en los mismos horarios. Si bien estos encuentros entre completos extraños pudieran parecer accidentales o platónicos, la realidad los transforma en cobardes o insustanciales. Hasta el momento tengo dos pistas: un acento exótico y un broche de plata.

Doblo la esquina del quiosco para alcanzar mi bicicleta y marcharme, pero donde la aparqué ya no hay nada. Registro alrededor del cubículo sin éxito, a excepción de una moneda de plata que, sospecho, alguien ha dejado en pago por mi descuido, quizá un coleccionista mañoso. Sea quien sea, posiblemente necesite la bici más que yo. Por fortuna, cerca de aquí queda una estación de transporte. De modo que puedo llegar pronto a casa y enviar el mensaje a mi compadre relojero.

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Santiago Sotoca
Popstumbrismo

Ilustrador de vocación, amante de Japón, los cómics, los videojuegos y la cultura pop.