VII

Santiago Sotoca
Popstumbrismo
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4 min readOct 27, 2018

La estación queda a unos quince o veinte minutos a pie. Jugueteo con la moneda de plata mientras avanzo, es un vicio que tengo. Normalmente usaría un llavero: le daría vueltas, lo retorcería, pasaría el índice y el pulgar por toda su silueta o lo estiraría como una goma. En cambio, masajeo el relieve de la circunferencia o la paso entre mis dedos. Si la habilidad sobrenatural del gremio aerógrafo es la manipulación del aire, la de los coleccionistas es el teletransporte. Este regalo de la evolución humana fue concedido — como cabría esperar — a los seres más inquietos de la metrópoli. Nunca me he considerado alguien estresado, hasta que un fisioterapeuta me diagnosticó que no padecía de estrés, pero sí de nervios. Mis pupilas se mueven a altas velocidades incluso cuando estoy despierto. A los coleccionistas les sucede algo parecido, se sirven de su excitación constante para incautar su botín sin ser vistos. Son felinos bien entrenados. Antes de desvanecerse, agazapados, si uno pusiera todo su empeño en apreciarlo, les vería contonear los hombros como un gato al tiempo de atacar a su presa. Por si fuera poco, a su paso dejan la misma estela de átomos incandescentes que los otros hechiceros de la urbe. De pronto, me fijo en que una de las caras de mi doblón plateado tiene grabada la efigie de un león. No se trataba de un pago amistoso, sino de una tarjeta de visita.

Llego deprisa a la estación de transporte. El exterior es un descomunal amasijo de hierro y cristal, pero el interior está revestido de madera. Uno de los primeros recuerdos cinematográficos que aún conservo es el de una comedia sobre un accidente aéreo, que inicia con el ajetreo de la sala de embarque. En mi cabeza esa sala es un corredor laminado, de color chocolate, como los son también los despachos de las plantas nobles de los rascacielos o las redacciones periodísticas de las películas de los años setenta, ochenta y parte de los noventa. Será el grano, será mi retina, pero en estos espacios la luz siempre es blanca, mortecina, unas veces más azulada y otras más amarilla. Esta película fue — entre otras — el germen del humor absurdo de mi familia, la mecha que hace arder la pólvora de nuestra risa. Ver reír a los demás hinche mi ánimo y me troca eufórico. Los motivos del artesonado combinan la geometría de las celosías árabes con el naturalismo de los escaparates modernistas. El centro del amplio vestíbulo es un imponente jardín afrancesado, con fuentes y estanques repletos de carpas koi. En ocasiones, mis padres nos llevaban a pasar la tarde en una estación similar, solo por el placer de tomar un café rodeados del ambiente art déco de la capital.

Subo al tren en dirección a casa. En los aviones suelo sentarme junto al pasillo, buscando holgura, pero en los trenes escojo el puesto junto a la ventana. Durante mi corta vida he tenido la suerte de viajar mucho en tren de larga distancia. Ora montaba con alegría, ora con nostalgia, sentimientos fuertemente anclados a los primeros kilómetros del recorrido. Me doy cuenta ahora de que el trazado de la ciudad es el de una gigantesca huella dactilar: existe un centro, aunque todavía no sé por qué clase de distrito está coronado; del interior brotan en espiral, de arcos más o menos abiertos, los surcos que delimitan las calles y avenidas de ambos sentidos, cualesquiera que sean; por ende, las carreteras o las vías férreas siempre dibujan curvas, anillos que delatan la edad de un inmenso árbol cortado en sección. Mi parada se aproxima. El barrio donde habito apenas ha cambiado desde que nací. Las construcciones son sencillas, de cuatro o cinco alturas como máximo. Los vecinos son humildes. Las familias, trabajadoras. Sin embargo, no diría que el sector entero alberga estratos populares, también acoge clanes ilustres. Yo mismo desciendo de dos estirpes de honrados comerciantes que, con tesón y buen olfato, amasaron pequeñas fortunas. Atardece al ritmo del sol que cae con una fusión de naranja, rosa y lavanda, notas visuales y aromáticas que ponen banda sonora a mi ruta.

Noto mi garganta un poco áspera, así que podría parar en una tienda de conveniencia antes de llegar al apartamento. En mi universo soñado, los grandes centros comerciales ubicados a las afueras son remplazados por establecimientos de proximidad. Lo más fascinante de estos minúsculos negocios es la proliferación de locales, que copan las esquinas de las manzanas residenciales. De nuevo, el horror vacui aflora como una característica determinante de mi imaginario, pues al entrar en estas tienditas se experimenta un tipo de claustrofobia. Recorro el lugar en busca de la vitrina de bebidas frías, un arcoíris de sabores gaseosos, y vuelvo a la caja. El dependiente me pregunta si deseo bolsa de «papel o plástico». Cuando era niño, aquella imagen del mozo que empaquetaba la compra en un sobre de papel de estraza me parecía algo irreal. Por el contrario, hoy he de suplicar a la cajera que no amarre las asas de mis bolsas con un nudo doble. Salgo del konbini mientras bebo mi refresco, y a escasos metros del portal veo a mi madre y mi hermana aparcar su coche. No me acordaba de que habíamos quedado para cenar juntos.

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Santiago Sotoca
Popstumbrismo

Ilustrador de vocación, amante de Japón, los cómics, los videojuegos y la cultura pop.