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Santiago Sotoca
Popstumbrismo
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4 min readNov 1, 2018

Despierto abrazado a una mujer. Cualquiera diría que desvarío, pero, qué mas quisiera yo, ella es real. Evito sobresaltarme para que no abandone su trance e intento salir de la cama gesticulando lo mínimo indispensable. Parece que continuará así durante una o dos horas más, de modo que tengo el tiempo suficiente para ir al sector universitario y volver a su lado sin que note mi ausencia —o eso creo—.

El kei car de mi hermana sigue aparcado frente al portal. Nuestra madre siempre quiso que obtuviéramos el permiso de conducción tan pronto como cumpliésemos la edad reglamentaria, pues ganaríamos de inmediato autonomía y, además, «porque nunca sabemos cuándo lo vamos a necesitar». Lo cierto es que de casta le viene al galgo, ya que mis tíos y ella se han subido al asiento del piloto desde bien jovencitos. Mi abuelo y dos socios regentaron una agencia de alquiler de coches con conductor, en una época en la que ver circular por la calle un coche americano era un privilegio para los sentidos. Por ende, toda la gran familia heredamos ese gusto por los coches, aunque con sutiles diferencias. Por ejemplo: será la adrenalina, será la prisa, pero mi madre y mis hermanos conducen más rápido que yo; en cambio, mi padre, que pasó media vida en la carretera haciendo portes, me regaló un estilo más contemplativo al volante. No obstante, todos coincidimos en que al entrar a cualquier vehículo, los nervios se quedan en casa. Eso me recuerda que una característica curiosa de los automóviles de mi urbe ficticia es que no disponen de claxon. Un segmento de la población es capaz de volar, otro de teletransportarse y el resto se desplaza usando medios de transporte públicos o privados. Si no hubiera riesgo de sufrir un accidente, ¿por qué habría que hacer sonar una bocina? Dicho esto, feos hábitos como culebrear entre los coches, tocar el pito sin justificación y sacar la mano para «pedir paso» —un eufemismo de «obligar a frenar al otro»— son acciones que nunca se darían en mi capital de ensueño. Viví algunos meses en una ciudad en la que iba a todas partes en bicicleta, lo echo de menos. Sentir que los vecindarios se achican a cada pedaleo y que, por la propia fuerza motriz, en cuestión de minutos se llega al destino, alteró mi forma de acercarme lo que ocurría en la ciudad. Las distancias son elásticas, en función del vehículo se dilatan o se acortan como el tiempo. Antes, lamentaba viajar en coche por más de cuatro o cinco horas. Ahora, conozco lugares de este mundo en los que se tarda ocho horas en recorrer trechos que, en otros contextos, significan solo dos horas y media.

Arranco el coche, pero como es eléctrico, apenas emite un leve zumbido. Para este trayecto elijo una banda sonora compuesta por sintetizadores, cajas de ritmos, percusiones y cuerdas. Mientras terminaba la licenciatura, completaba cada día la misma ruta de ida y vuelta. En ocasiones mi mente discurría por un camino paralelo al tiempo que mi cuerpo repetía el mismo camino de modo instintivo, y solo me daba cuenta cuando sacaba la llave del contacto.

Llego al hospital universitario, el orgullo de la comunidad médica. Pregunto en Admisiones por mi hermana, a lo que me responden que espere entre tanto viene a mi encuentro. Aparece junto a su compañera, la dueña de una pista sobre el paradero del audaz coleccionista. A decir verdad, la identidad del presunto mangante me interesa más que la bici. Pienso que la adhesión de habilidades como las suyas —perseverancia, sigilo y olfato, por no hablar del teletransporte— serían perfectas en una campaña para reinventar el quiosco del nuevo siglo. Junto a la sibilina aerógrafa encapuchada, mi camarada el relojero y yo, podríamos empezar nuestra aventura. Claro está, previamente deberían todos aceptar mi invitación y, antes incluso de eso, yo mismo debería encontrarlos. La colega de mi hermana me enseña una moneda de plata, algo más sucia que la que guardo en mi bolsillo. No es redonda sino que tiene forma de un heptágono con los ángulos curvos. Como me temía, el relieve del león rugiente está esculpido en una de las caras. «En mi caso fue una vieja gabardina de color beige» me explica la afectada, «fue en un abrir y cerrar de ojos». Le pregunto si sabe algo acerca del felino emblema. «Lo único que se me ocurre es que se trate de un estudiante de la universidad. Ellos son los únicos por esta zona que pagan con monedas como esa», determina, «creo que lo mejor es que empieces a buscar allí, ya que estás al lado». Le agradezco el favor con una sonrisa y me despido de ambas.

Extiendo el préstamo del kei car y continúo hacia el campus. Siento que por fin agarro el extremo inicial del hilo tendido para señalarme la salida del laberinto.

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Santiago Sotoca
Popstumbrismo

Ilustrador de vocación, amante de Japón, los cómics, los videojuegos y la cultura pop.