XI

Santiago Sotoca
Popstumbrismo
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4 min readNov 9, 2018

Entro en la biblioteca de la facultad, si no me equivoco, por primera vez en una década. Las bibliotecas de mi fantasía son imponentes cementerios de planta circular sobre los que se elevan, en pabellones tubulares, millones de nichos de papel cosido. Las encuadernaciones se tornan en lápidas grabadas con los títulos de las obras que han de ser recordadas. Mi búsqueda continúa por aquí debido a una sencilla razón: los coleccionistas universitarios no tienen suficiente dinero para costear tan caro pasatiempo. En realidad, les entiendo. Admito que yo tampoco he pagado por todo lo que he leído, a pesar de que nunca tuve el hábito de consultar fondos o tomarlos prestados de ningún archivo.

Deambulo por los corredores de aerografía, ficción, fantasía, biografías y cómic, y me detengo en el pasillo de literatura japonesa. Si bien es cierto que, diez o quince años atrás, la literatura japonesa era una rara avis en los estantes de una biblioteca, hoy es posible encontrar tanto autores universales como rarezas. Precisamente inicié mi periplo por aquella narrativa con un escritor de entreguerras. Mi sentido del tacto engaña a mi memoria cuando intento descifrar si la cubierta era de piel o de tela. Con el tiempo aprendí que los cuentos trágicos y las inclinaciones suicidas no son la única particularidad de ese género insólito. Es aquí, en esta galería, donde tropiezo con un chaval de unos veinte años, de complexión delgada y estatura media —a simple vista algo menuda—, hojeando una novela ligera. Los vidrios ahumados de sus gafas están encajados en una montura almendrada, combinación de metal —puede ser plata— y madera caoba. De su hombro izquierdo cuelga una bolsa en bandolera, de parches pegados en la solapa.

No es la primera ocasión que entablo amistades gracias a Japón, los cómics o los videojuegos. De hecho, me di cuenta de que, siendo adulto, estos temas funcionan perfectamente como mi carta de presentación. Me acerco para espiar el tomo que está leyendo, una historia de fantasía heroica. «Este volumen es de los mejores», digo mientras rompo el silencio húmedo de la estancia, «yo lo devoré de una sentada». «¡Sí! Llevo en pie veinte minutos. Creo que voy a llevármelo», responde, «aunque parece que la serie está inconclusa», y señala con la mirada la repisa donde duerme el resto de la colección. «Vaya, entonces toca esperar», lamento con tono impreciso. «Disculpa, ¿podría preguntarte algo?», le interrogo sin perder un segundo, «¿te suena esta moneda? Me han dicho que es de uso común en el campus». «Sí, las expendedoras de café solo aceptan estas», certifica, «¿dónde la encontraste?». «Apareció junto a un quiosco de prensa del barrio Meiji, aparqué ahí mi bicicleta», replico, «supongo que un coleccionista la dejó en pago por ella, pero ya no importa». «¡Ah! Ese es mi barrio, yo también soy del gremio» levanta la voz. «Entonces, quizás puedas ayudarme a dar con cierto objeto», resuelvo entregándole una grulla de origami. Desdobla la figura y lee el mensaje tatuado en el pájaro de papiroflexia. «Me interesa». Pasados unos minutos de charla entre tumbas de pasta de papel, me separo del muchacho.

Debería volver a casa, seguro que ella ya está despierta. Sin embargo, la tentación de virar hacia el distrito del diluvio se apropia del volante de forma presuntamente involuntaria. En tal caso, podría parar a tomarme un té. Conozco buenas cafeterías ocultas en muchas colmenas del vecindario: con mesas de mármol y patas de forjado; con barras grasientas y suelos de servilletas y palillos usados; con exhibiciones de fotógrafos y pintores locales; con percusión que emana del tintineo de cucharas, vasos y platos. Hubo un tiempo en que adopté la costumbre de gastar parte de mis sábados dibujando en bares de todo tipo. Me afané en visitar espacios únicos, originales, hasta que poco a poco dejó de importarme. Mi buen amigo relojero, siempre que íbamos a un restaurante, una taberna o un pub preguntaba lo mismo: «En este sitio, ¿cuál es el concepto?». El concepto es el anhelo de singularidad, de la mal llamada «autenticidad» en un mundo invadido por bancos corridos de nogal, muros de ladrillo visto y todos esos adornos de corte nórdico que han unificado la estampa del café moderno.

Estaciono el coche en un angosto montacargas. Al instante, un sistema de poleas y raíles lo arrastra al interior de un profundo hangar vertical que clasifica los vehículos como si fueran camisas en un armario infinito. Sin paraguas que me proteja del tremendo aguacero, corro por los callejones hasta el pie de la torre en la que resiste mi salón de té favorito. La escalinata del vestíbulo da a un hueco enrejado por el que, en unos segundos, caerá un ascensor. Mientras pulso el botón del undécimo piso, solo pienso en que un té moruno o un chocolate incendien mis entrañas antes del próximo estornudo. Súbitamente, una figura femenina enfundada en una casaca se planta a escasos milímetros. Saluda con un «hola» y entra rápido en la cabina pensada para tres o cuatro ocupantes. Mis tímpanos vibran con su melosa entonación, mis ojos no saben si enfocan su sonrisa dorada, su cabello de azabache o su enjaulado escote. El elevador cierra sus puertas. Es ella.

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Santiago Sotoca
Popstumbrismo

Ilustrador de vocación, amante de Japón, los cómics, los videojuegos y la cultura pop.