XII

Santiago Sotoca
Popstumbrismo
Published in
4 min readNov 14, 2018

El timbre del ascensor anuncia que llegamos a la undécima planta. Las puertas se abren directamente ante el recibidor del salón de té. La aerógrafa toma la delantera y se coloca en la fila, entre una pareja y el último puesto que me veo obligado a ocupar. Su chaqueta exhala un olor a tierra mojada. El maître da paso a la pareja y pregunta si venimos juntos, pues a esta hora, por separado, tendríamos que conformarnos con un taburete en la barra. «Por supuesto», aclara ella. La segunda «s» aspirada rasga mis entrañas como a una guitarra. Dejamos nuestro calzado en el zapatero, evitando así embarrar la tarima rojiza que nos conducirá a la mesa. Mi acompañante sin nombre viste botines color miel, a juego con su borrego dorado. Los calcetines estampados con mascotas de supermercados japoneses revelan un pie minúsculo pero alargado, quizá un treinta y seis, o un treinta y seis y medio. «Adelante, por favor», musito intentando disimular mi torpe manejo de la situación, soy un manojo de nervios. Carezco de armas para perforar su muralla, siquiera para arañarla. Nos dirigen al único rincón libre: un tablero lacado con un brasero en el centro.

Me siento frente a su mirada aceituna, pido un chocolate caliente. «Dos, por favor», espeta. He tenido pocas primeras citas en mi corta vida. A pesar de mi fachada extravertida, la timidez y los complejos almidonaban mi lengua cuando compartía espacio a solas con una mujer. Mi hermano me dijo una vez que no tenía nada roto. Mis mejores amigos, que era cuestión de tiempo. Por suerte —y por muy frívolo que parezca—, a medida que cambiaba mi aspecto esos fantasmas cesaron su acoso. Mi garganta, por fin, pudo traducir lo que mis ojos mudos no eran capaces de elaborar. En consecuencia, aunque enamoradizo, ahora soy un hombre más confiado, menos cándido. Dicho esto, noto que la hechicera está cómoda con el silencio. Saco una grulla de origami del bolsillo de mi zamarra y la poso sobre la mesa. Será el calor que despiden los rescoldos, será el apetito travieso que se ha instalado en la atmósfera —o que al menos yo empiezo a sentir—, pero, en un pestañeo, el pájaro aletea vívido alrededor de la encimera. La aerógrafa suelta una risita pícara mientras tensa con sus muñecas los hilos invisibles del improvisado títere. Cuento diez u once espirales fluorescentes entretanto el vuelo raso acaba, con precisión cartesiana, en su solapa. Por si fuera poco, las coloridas cenizas salpican su escote como los confetis que llueven de una piñata recién tundida. Retira la grulla con elegancia y la extiende.

«¿Cómo podría ayudarte?». La obsesión por perseguirla el día anterior me impidió razonar por qué sus habilidades serían valiosas para mi aventura. Llegan los chocolates. Salvado por la campana, tengo unos segundos para pensar. «Soy cronista. Me apasiona contar historias en cualquier formato y soporte», me sincero. «Tú y los tuyos dibujáis el aire. Es algo magnífico, me dais envidia. Entonces, ¿podrías enseñarme tu arte?». Acerca la taza a sus labios, sopla el vapor y da un sorbo. El humo se transmuta en un cardumen de peces gaseosos. «¿Qué recibiría yo a cambio?», duda, «no explicas eso en tu nota». «Todavía no lo sé», confieso. Nunca fui buen negociante. «Como te digo, solo he ejercido una profesión en mi vida. Sin embargo, mis relatos no se comparan con vuestra magia. Quiero probar que no es tarde para corregir mi rumbo». «¿No creéis los cronistas en que “todo está escrito”?», bromea. «Si no, no nos habríamos encontrado», replico rápidamente, «o, ¿vas a decirme que te levantaste esta mañana sabiendo que compartiríamos una bebida caliente?». Sus ojos se abren, sus cejas se enarcan y se le escapa una sonrisa casi imperceptible. Buena respuesta. «Además, hice una promesa». «Ah, ¿sí? ¿Cuál?», se interesa mientras toma otro trago. Sus mejillas no logran disfrazar el rubor. «Darle un fuerte abrazo a cierta persona. Si triunfamos, claro. Quiero cambiar la historia. Pero, para eso, necesito aprender algo de aerografía. Te necesito». Como si hubiera tocado la tecla adecuada con el tempo exacto, sus pupilas brillan más que las centellas microscópicas de sus encantamientos. «Está bien, tengo curiosidad por ver si la tinta de mi libro también se borra». La conversación dura lo mismo que nuestras bebidas.

Pago la cuenta con la moneda de plata que conservo en mi otro bolsillo. Un final digno para un objeto tan noble. «Gracias por la invitación». «De nada», acepto, «es más, me debes una revista, ¿no?». «Aún no la he leído, podría prestártela», conviene. «Sería genial, busco una nueva lectura, pero antes me daría una ducha, estoy calado». «Vivo junto a una casa de baños cerca de aquí, ¿cómo has venido?», me ofrece con tono amable. Tengo la impresión de que el juego no ha terminado. «En coche», balbuceo, «de verdad, te lo agradezco, no quiero molestarte. Me están esperando». Nunca supe mentir. «¿Seguro? Al menos te acompaño al aparcamiento». Salimos del vestíbulo y oigo recitar un verso a mi guía encapuchada. Camino al garaje, me doy cuenta de que el aguacero apenas me roza, como si resbalase por una película invisible de milímetros de espesor: un truco más de su repertorio. Recojo el vehículo del perchero mecánico y me despido de ella intentando que no se percate del temblor de mis piernas ni de mi respiración acelerada. Agita cómplice su mano derecha. Meto la llave en el contacto, piso el pedal. El coche no arranca. Compruebo todos los testigos: combustible, motor, batería, aceite, temperatura. Ninguno parece anormal.

—Para saber cómo volver a casa, pasa al capítulo XIII.
—Para seguir a la aerógrafa, pasa al capítulo XIII.

--

--

Santiago Sotoca
Popstumbrismo

Ilustrador de vocación, amante de Japón, los cómics, los videojuegos y la cultura pop.